La persecución y Pío XI, por Fernández de la Cigoña (y 5)
La encíclica de Pío XI situó en su verdadero lugar al comunismo. Era «intrínsecamente perverso». Pero hábiles campañas propagandísticas adormecieron reparos y oposiciones. Lo que era evidente se presentó como una exageración del Papa Pío XI. Y no pocos católicos, de los que siempre están dispuestos a dar la razón al enemigo contra el hermano, aunque el enemigo sea precisamente el asesino del hermano, contribuyeron a este lavado de rostro del comunismo.
Ya ocurrió cuando la misma persecución. Contra la opinión del Papa, contra la pastoral colectiva de los obispos españoles supervivientes, contra la acogida unánime de esta pastoral por el episcopado de todo el mundo, se alzaron voces católicas que sostenían a los asesinos y echaban las culpas de la masacre a los asesinados.
Y más recientemente, en España, fue especialmente penosa la actuación de no pocos clérigos que en la década de 1965 a 1975 se alinearon claramente con los comunistas llegando a postular en la famosa Asamblea Conjunta una condena de la Iglesia española de 1936 porque, a su miserable entender, los mártires, los que por puro azar o especial providencia de Dios salvaron la vida en la zona roja y los que tuvieron la suerte de no haber padecido aquella barbarie por vivir en zona nacional, no habían sabido ser «ministros de reconciliación». La propuesta logró una votación mayoritaria, si bien no alcanzó los dos tercios necesarios para su aprobación. Claro está que pensando así estuvieron bien asesinados todos los que cayeron en las cunetas de España aquel año de gracia y de dolor de 1936. Los trece obispos, los siete mil sacerdotes, religiosos y religiosas, los miles y miles de seglares...
¡No habían sabido ser ministros de reconciliación! Tal vez hubieran salvado sus vidas si hubieran aplaudido a coro a Manuel Azaña cuando dijo que España había dejado de ser católica. Cosa que parecía no tener demasiada importancia.
En verdad, aquel día de vergüenza para nuestra Iglesia, reunida en Asamblea Conjunta, se unieron los asesinos con los hermanos de los asesinados, los que han perdido la fe en la consagración sacerdotal que recibieron con los incendiarios y los saqueadores de los templos y los verdugos de los hijos de Dios. Poco importa que no se hubieran alcanzado esos dos tercios que hubieran aprobado la propuesta. La infamia ahí quedó para la historia. Y la aprobación, tal vez, hubiera aclarado el triste panorama de la Iglesia española. Pues sabríamos definitivamente con quiénes no cabe reconciliación alguna, ya que los que reniegan de los mártires escupen al mismo tiempo al rostro de Cristo crucificado.
Yo, y seguro estoy que vosotros, pese a quien pese, prefiero quedarme con la España católica y con esa pléyade de españoles, padres y madres de familia, jóvenes, ancianos, niños algunos, monjas, sacerdotes y obispos asesinados salvajemente por creer en Dios y por amar a la España católica, que están reclamando por su virtud, por su heroísmo, por su santidad, una canonización que gracias a Su Santidad Juan Pablo II tiene ya vía libre. Porque era verdaderamente inexplicable, o si era explicable, peor, que, así como se venera a los innumerables mártires de Zaragoza no pudiera hacerse todavía lo mismo con los que, moleste a quien moleste, son en toda justicia y a partir de mañana comenzarán a serlo oficialmente, los innumerables mártires de la España de 1936. Los innumerables mártires que el comunismo santificó en España.
Esos olvidos y esas traiciones bien caros los paga nuestra Iglesia. Olvidos que en mayor o menor grado nos alcanzan a todos. ¡Qué me va a mí en los sufrimientos de los católicos del Líbano, de Cuba o de Polonia! Bastante tengo con preocuparme de lo que ocurre en mi entorno más próximo. Traiciones a la Iglesia, que es traicionar a Cristo mismo, de los católicos amigos de los perseguidores. De los que hoy, en Nicaragua, están con el comandante Ortega y contra el cardenal Obando y el pueblo católico de aquel país. De los que, desde el catolicismo, ensalzan a Fidel Castro y silencian o disculpan la persecución a los católicos de aquella isla. De los que utilizan lo que llaman teología de la liberación no para librar al hombre del pecado sino para esclavizarle todavía más en el comunismo.
¡Ah, si los católicos de todo el mundo vibrasen de indignación y de protesta cada vez que en un hermano se abofetea a Cristo! Cada vez que de nuevo se corona a Cristo de espinas en la frente de un católico de Ucrania o de Corea del Norte, de Rusia o de Albania. Cada vez que se crucifica otra vez a Cristo en la Iglesia de Etiopía o de Cuba o de Lituania.
¿Os dais cuenta de la inmensa fuerza? ¿Os imagináis las iglesias llenas del pueblo católico pidiendo a Dios y a su santísima madre por las Iglesias mártires, por los hermanos mártires de hoy? ¿Es que iba el cielo a resistir esas plegarias? ¿Y os imagináis a los católicos del mundo libre exigiendo a sus gobiernos no tratar con los asesinos y los perseguidores de nuestros hermanos en la fe? Si nec Ave dixerimus a los enemigos de Dios, en una expresión muy española, otro gallo nos cantara.
Como final quiero proponeros, y tal vez fuera la mejor conmemoración de la Divini Redemptoris en su cincuenta aniversario, que este encuentro considere la posibilidad de organizar un movimiento mundial que se haga eco de todos aquellos católicos a los que el comunismo tiene sin voz, de sus gritos ahogados en las cárceles, de sus ansias de poder adorar a su Dios, que es el nuestro, en paz y libertad. Que cada vez que se oprima a una Iglesia local, vibre y grite y sufra. y rece la Iglesia universal. Que los mártires del siglo XX no se sientan ya, nunca más, olvidados por sus hermanos.
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