Domingo, 22 de diciembre de 2024

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El Opus Dei y yo

por Guillermo Urbizu


 

 

 
Soy hijo de Dios, y soy hijo de la Iglesia Católica, Su mística Esposa. Hijo de Dios. En estas tres maravillosas palabras se desarrolla mi existencia, en ellas está todo lo que yo pudiera desear. No tiene parangón con nada. Nacimiento, sentido y horizonte. Es mi filiación divina la razón de ser de mi vida. Con mi específica personalidad (que es la que es), con la caligrafía propia de mi alma, con mis defectos y huídas, con mi innata sed de belleza y este afán de literatura que en fin. Sangre de Su Sangre: hijo. Bautizado por Él, confirmado y comulgado por Él. Soy hijo de Dios. Lo leo y no me lo creo, pero así es. Y lo escribo de nuevo para ser más consciente de ello (voy a ponerlo en negrita): hijo de Dios. Y la Providencia de su Amor me va educando, me protege y aúpa cuando me caigo -¡tantas veces!- o cuando me ve triste o en estado de melancolía. Siempre lo mismo: un niño al que le cuesta aprender. Pues me despisto enseguida, me gusta ir a lo mío y me rebelo con facilidad si me llevan la contraria. ¡Qué paciencia tiene Dios conmigo!

Y en esas estábamos cuando un día de diciembre de hace ya unos cuantos años Dios se me acercó al oído. Barrunté que el acento era distinto, como si quisiera darme a entender algo más especial, una noticia que era (y sigue siendo) para mí. ¡Una exclusiva! Confieso que tenía que estudiar bastante y que me entraron las prisas (cuando Dios nos habla -y todos sabemos cuándo nos habla- nos entra una prisa de lo más repentina, además del consabido canguelo). Yo no estaba en Galilea, ni había por allí ninguna orilla de ningún mar o lago. Pero Dios no me hablaba precisamente en arameo. “Ven y sígueme”. Era un español divino. La cosa no era que comenzara a seguirle. Bien que mal ahí estaba, y aunque ya por entonces me gustaba más leer o rebozarme de musarañas que rezar o estudiar (me decían que mi estudio debía de ser mi oración, sin chapuzas) era buen chaval, creo. Noté el amor de Dios como nunca. Y no era un alborozo juvenil que se queda en nada o una mera psicofonía sentimental. Era Dios, era Su cercanía, era Su llamada. ¡Precisamente a mí!

Y dije que sí. Serviam. Y hasta ahora, que estamos a mediados de febrero del año 2010. Seguirle más de cerca según el espíritu del Opus Dei, cuyo quicio es la filiación divina, el panorama de abrir el corazón en abanico a los demás y santificarse en el cansancio de la jornada. Hacer de la prosa diaria verso heroico. San Josemaría Escrivá lo decía desde 1928. Y luego lo proclamó el Concilio Vaticano II: la llamada universal a la santidad. Enamorarme de Dios por encima de todo. O mejor: a través de todo lo que pudiera sucederme. Sin excusas pueriles. En lo de todos los días, embebido de mundo -sin ser mundano-, con mis alegrías y penas, con mis amigos y libros, y con esas tapas y esas películas de John Ford o Billy Wilder. Luego llegó la que sería (y es) mi mujer y musa y vida. Y desde entonces nos estamos mirando a los ojos y haciendo acopio de besos y de ternura. Y un poco más tarde llegaron mis hijos, que no han dejado nunca de darme ideas para el alma. ¡Qué milagro el del amor humano! ¡Qué sobrenaturales son sus caricias!

Ecce ego quia vocasti me. Aquí estoy, porque un día Dios me dijo que adelante, que venga, que vale la pena. Si me daba la gana y aceptaba paladear sin remilgos el ciento por uno. En Su Opus Dei: desde entonces mi familia. Vocación, llamada. En esta parte de Su Iglesia, mi Madre. Algo he aprendido. (Y no es que Se lo esté poniendo demasiado fácil). Sobre todo he aprendido a querer. A querer querer. A querer lo que Él quiera. Sin desanimarme y sin hacer alardes de nada. A escanciar en mi vida un poco de Su intimidad infinita y a levantarme las veces que haga falta. Y uno es fiel a pesar de uno mismo. Es el amor de Dios, es la pujanza de la gracia que transforma todo lo que encuentra a su paso. Es mi libre decisión de seguirle. Y tan contento.

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