Viernes, 22 de noviembre de 2024

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Del matrimonio homosexual, legalizado ahora en Portugal

por Luis Antequera

 
            Nuestros vecinos portugueses, a imagen y semejanza de lo ocurrido entre nosotros, van camino de legalizar lo que se da en llamar matrimonio homosexual. La vía utilizada ha sido la misma que en España, a saber, la reforma del Código Civil que ahora define el matrimonio como “el contrato entre dos personas que pretenden constituir una familia mediante la plena comunión de vida”, eliminando la condición de que dichas personas hubieran de ser “de sexo diferente”. La legalización no alcanza a la adopción homosexual, algo en lo que nuestros vecinos portugueses han exhibido mayor sensatez que nuestros legisladores españoles.
 
            Personalmente, soy de los que cree que el estado  no tiene porqué entrar en los afectos de las personas, los cuales se encuadran en su esfera más íntima y por lo tanto, más alejada de lo que debe constituir el escenario de la intervención estatal. Por lo que se refiere a los homosexuales, ello tiene varias implicaciones: la primera es que nadie, y menos que nadie el estado, tiene porqué molestar en modo alguno a quien decide proyectar sus afectos en una orientación homosexual. Cosa distinta es la dimensión moral de la conducta, la cual cada uno ha de resolver consigo mismo aceptando los consejos u orientaciones de las personas o instituciones que estime oportuno o sean merecedores de su confianza: para unos lo será la Iglesia, con las implicaciones de todos conocidas que no voy a entrar a juzgar, para otros, en cambio, no. Y sin que el Estado, efectivamente, tenga nada que decir al respecto mientras los comportamientos no sean motivo de escándalo público en idénticas condiciones que cualquier otra conducta.
 
            Ahora bien, desde mi punto de vista, esta deseable “indiferencia estatal” implica un mandato de inacción tanto negativo, a saber, toda legislación o comportamiento dirigidos a condenar o perseguir las conductas de los homosexuales, como positivo, a saber, toda legislación o comportamiento dirigidos a institucionalizar los sentimientos de los homosexuales. Lo que a mi entender, debe hacerse extensivo a todo tipo de sentimientos, no sólo a los que se profesan los homosexuales, sino también los que se profesan los heterosexuales, porque el estado, repito, ni entiende ni debe entender de afectos.
 
            Todo lo cual no implica, contrariamente a lo que alguien podría estar anticipando, que no se deba legalizar el matrimonio que contraen un hombre y una mujer, y sólo éste. Y dirá Vd. ¿en base a qué? Pues bien, no en modo alguno, quede claro, a que las personas involucradas en él se profesen cariño, amor o la más inconfesable de las pasiones, sentimientos que, por lo que se refiere al aspecto legal de la cuestión, las personas son muy libres de profesarse dentro del matrimonio o fuera de él, o hasta no profesárselo estando casados, y para los que, por supuesto, tan capacitados como los heterosexuales están los homosexuales. No, sino porque dicho matrimonio heterosexual y monógamo es el ámbito en el que de manera natural y no forzada, -esto es muy importante-, nace, crece y se produce algo que sí interesa y debe interesar al estado, y en consecuencia, a la legislación que emana de él: el desarrollo de los futuros miembros de la sociedad, los llamados a procurar su supervivencia y a implementar la mano de obra que trabaje por su futuro y por su prosperidad.
 
            Estado y sociedad deben respetar al hombre más allá de su orientación sexual. Los homosexuales tienen derecho, como cualquier persona que no lo sea, a realizarse en plenitud y también en lo relativo a sus afectos. Lo que, según he tratado de explicar, desde mi punto de vista tiene nula relación con la pretensión de algunos –¡y no de todos los homosexuales, ojo!- de elevar esas relaciones sentimentales a la categoría legal de matrimonio.
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