Domingo XXX: El mal de la indiferencia
“Él les dijo: ‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu ser’. Este mandamiento es el principal y primer mandamiento. El segundo es semejante a él: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas”. (Mt 22, 36-40)
Jesús concentra toda la antigua Ley moral judía y toda la nueva Ley moral cristiana en un solo precepto, en un solo mandamiento: el del amor. Un amor que tiene que tener, necesariamente, dos dimensiones: la vertical –hacia Dios- y la horizontal –hacia el prójimo-. El amor cristiano, por lo tanto, tiene que ser a la vez un amor motivado religiosamente –por ti, Señor, quiero hacer las cosas- y también un amor que esté lleno de obras concretas, prácticas, necesarias.
Pero en este fragmento del Evangelio el Señor indica otra cosa: establece prioridades. Habla de un “primer” mandamiento y de un “segundo” mandamiento. Los dos son necesarios e imprescindibles, pero sin el primero no existirá el segundo, aunque sin el segundo el primero quedará en el vacío, como un proyecto que no llega a culminar. Por lo tanto, es imprescindible la motivación espiritual como punto de partida, para lo cual serán necesarias aquellas prácticas que la refuerzan: la oración personal y los sacramentos. Después, o a la vez, será también imprescindible que esa carga espiritual que se recibe en la oración se transforme en vida, en obras. En nuestra época están fallando las dos cosas: la motivación espiritual y, como consecuencia inevitable, las obras concretas. Empecemos por el principio, por regar la planta, y luego exijámosle que dé fruto.