El Mesías de Händel LXXXV
por Alfonso G. Nuño
Y a dúo, con el apóstol, tanto la contralto como el tenor se preguntan:
¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado es la ley (1Cor 15,55b-56).
Ya ahora la muerte ha dejado de tener fuerza. De la esperada resurrección final participamos por el bautismo y, por ello, los que por miedo a la muerte vivíamos esclavizados por el diablo (cf. Hb 2,15) podemos vivir ahora en la libertad de los hijos de Dios.
El hombre, tras el pecado de los primeros padres, ha saboreado lo que es la muerte. No simplemente la separación del alma y el cuerpo al final de esta vida, pues es consecuencia de la radical, la muerte del alma, ya que el pecado es estar separado de la fuente de la vida.
El hombre vive palpando continuamente, aunque trate de aturdirse para no sentirlo, el vacío existencial de estar lejos de Dios e intenta llenarlo por los medios a su alcance, con lo que puede sin la gracia divina. Y busca mil sucedáneos para dar respuesta a la oquedad que siente en su interior. Tiene miedo a morir de sed de divinidad. Y ese temor a no satisfacer el deseo radical de su existencia es lo que le da capacidad al diablo para esclavizarnos por el engaño. Nos ofrece falsas salvaciones y el hombre trata de aferrarse, sin Dios, a cualquier apariencia de plenitud.
La victoria de Cristo sobre la muerte nos brinda, por gracia, la verdadera vida, la divina, la única que puede saciar nuestra sed y, por ello, la que asienta nuestra vida no en el temor a la muerte eterna, sino en la esperanza en la deificación eterna. Lo único que de verdad necesita el hombre, y que él no puede satisfacer con sus propias fuerzas, se nos da gratuitamente por medio de la fe en Jesucristo: la vida divina.
El hombre, tras el pecado de los primeros padres, ha saboreado lo que es la muerte. No simplemente la separación del alma y el cuerpo al final de esta vida, pues es consecuencia de la radical, la muerte del alma, ya que el pecado es estar separado de la fuente de la vida.
El hombre vive palpando continuamente, aunque trate de aturdirse para no sentirlo, el vacío existencial de estar lejos de Dios e intenta llenarlo por los medios a su alcance, con lo que puede sin la gracia divina. Y busca mil sucedáneos para dar respuesta a la oquedad que siente en su interior. Tiene miedo a morir de sed de divinidad. Y ese temor a no satisfacer el deseo radical de su existencia es lo que le da capacidad al diablo para esclavizarnos por el engaño. Nos ofrece falsas salvaciones y el hombre trata de aferrarse, sin Dios, a cualquier apariencia de plenitud.
La victoria de Cristo sobre la muerte nos brinda, por gracia, la verdadera vida, la divina, la única que puede saciar nuestra sed y, por ello, la que asienta nuestra vida no en el temor a la muerte eterna, sino en la esperanza en la deificación eterna. Lo único que de verdad necesita el hombre, y que él no puede satisfacer con sus propias fuerzas, se nos da gratuitamente por medio de la fe en Jesucristo: la vida divina.
Sostenemos, pues, que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la Ley. […] Él absuelve a los circuncisos en virtud de la fe y a los incircuncisos también por la fe. Entonces, con la fe, ¿derogamos la Ley? Nada de eso, al revés, la Ley la convalidamos (Rm 3,28.30s).La Ley es santa, espiritual y buena (cf. Rm 7,12.14) y da el conocimiento del bien, pero no el poder para realizarlo (7,1418); muestra el mal, pero no capacita para vencerlo. Sin la gracia, la realización material de lo prescrito en la Ley es una obra humana, es amontonar ladrillos que nunca pueden hacer una torre que llegue hasta el cielo. Solamente la gracia nos hace obrar no simplemente con una voluntad meramente humana, sino con la caridad sobrenatural y, por ello, justificados, hechos justos, por la fe en Cristo Jesús, nuestras obras lo son de vida eterna. Con la gracia nuestras obras no son simplemente humanas; ella nos capacita para cumplir divinamente la voluntad de Dios.
Imagen por gentileza de Mónica
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