Miércoles, 18 de septiembre de 2024

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Domingo XXIV del Tiempo Ordinario

Domingo XXIV del Tiempo Ordinario

por La alegría de la Buena Noticia

«El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga.»

Queridos hermanos, hoy celebramos el domingo XXIV del tiempo ordinario, y la Iglesia nos invita a reflexionar sobre el amor y el sacrificio que forman parte esencial de la vida cristiana. En la primera lectura, tomada del profeta Isaías, se nos recuerda el primer mandamiento del cristiano: "Escucha, Israel", que va seguido por el mandato de "amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón". Isaías nos muestra cómo el Señor abre nuestro oído para escuchar, pero escuchar no es solo oír, sino también obedecer y estar dispuestos a aceptar el sufrimiento que conlleva el seguimiento de Dios.

El profeta dice: "Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban, y mis mejillas a los que arrancaban mi barba; no oculté mi rostro ante las injurias y los salivazos". Este pasaje es una imagen clara del sacrificio de Jesús en la cruz, donde no se resistió al sufrimiento, sino que lo aceptó con humildad. Isaías nos muestra la misión de un cristiano: estar dispuestos a poner la otra mejilla, a no resistir el mal con mal, sino a confiar en que el Señor no nos defraudará. "¿Quién me condenará?", pregunta el profeta. Es una confianza total en la justicia de Dios.

En respuesta a esta lectura, el salmo 114 nos invita a caminar en presencia del Señor: "Amo al Señor porque escucha mi voz suplicante, porque inclina su oído hacia mí el día que lo invoco". El salmista expresa una profunda confianza en el Señor, quien nos libra de la tristeza, la angustia y la muerte. Dios escucha nuestras súplicas, nos rescata del abismo y nos sostiene en momentos de debilidad. Solo debemos invocar su nombre y confiar en su misericordia. El Señor nos guarda y nos salva, arrancando nuestra alma de la muerte, secando nuestras lágrimas y manteniéndonos firmes en su presencia.

La segunda lectura, tomada de la carta de Santiago, nos confronta con una pregunta fundamental: "¿De qué sirve, hermanos, que alguien diga que tiene fe si no tiene obras?". Santiago nos recuerda que la fe sin obras está muerta. No basta con decir que creemos; debemos vivir esa fe a través de nuestras acciones. "Enséñame tu fe sin obras, y yo te mostraré mi fe por mis obras", dice el apóstol. La fe verdadera se manifiesta en actos de amor, servicio y sacrificio por los demás, tal como Cristo nos lo enseñó. ¿Qué obras nos pide el Señor? Vivir el sermón de la montaña, responder con amor al que nos hiere, ofrecer nuestra vida al servicio de los demás.

Finalmente, el Evangelio de San Marcos nos presenta una pregunta crucial que Jesús hace a sus discípulos: "¿Quién dice la gente que soy yo?". Ellos le responden que algunos lo ven como Juan el Bautista, otros como Elías o uno de los profetas. Pero Jesús va más allá y les pregunta directamente: "¿Y vosotros, quién decís que soy yo?". Pedro, en nombre de los demás, responde: "Tú eres el Mesías". Esta es una confesión de fe que implica mucho más que palabras. Jesús entonces les anuncia que debe sufrir, ser rechazado, morir y resucitar al tercer día. Pedro, sin comprender plenamente, se escandaliza y trata de detenerlo, pero Jesús lo reprende: "¡Quítate de mi vista, Satanás! Porque piensas como los hombres, no como Dios".

Jesús nos enseña que el camino del cristiano no está exento de sufrimiento. Si queremos seguirlo, debemos negarnos a nosotros mismos, tomar nuestra cruz y seguirlo. "El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará". Estas palabras nos recuerdan que la verdadera vida se encuentra en el sacrificio, en la entrega total a Dios y a los demás. No se trata de aferrarnos a nuestras comodidades o deseos, sino de estar dispuestos a dar nuestra vida, tal como lo hizo Jesús.

Este es el legado que debemos dejar a nuestros hijos y familiares: no las riquezas materiales, no las posesiones terrenales, sino la herencia de la fe y la vida eterna. Todo lo demás es pasajero, pero la fe que se vive con obras y entrega es lo que realmente perdura. Que nuestra vida sea un testimonio del amor de Cristo, que sepamos negarnos a nosotros mismos, tomar nuestra cruz y seguir al Señor con alegría y confianza.

Que este espíritu de sacrificio y entrega habite en cada uno de nosotros, y que, a través de nuestras obras, podamos manifestar nuestra fe y amor a Dios. Que la bendición de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre todos vosotros y os acompañe siempre.

Mons. José Luis del Palacio

Obispo E. del Callao

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