Bernard-Henri Lévy escribe un necesario artículo
¡SOS por los cristianos de Nigeria!
Bernard-Henri Lévy es un pensador ateo considerado como referencia intelectual de la llamada «nueva izquierda». En 2010 publicó en el Corriere della Sera un artículo titulado Defender a todos los perseguidos comenzando por los cristianos de Oriente. En él, Lévy afirmaba que "es necesario defender a los cristianos perseguidos en todo el mundo, comenzando por Asia Bibi, la mujer condenada a morir en Pakistán acusada de blasfemia".
Ayer volvió a la carga. Vengan ateos así, que a veces son más escuchados. ¡Con la labor de denuncia que lleva haciendo desde hace décadas Ayuda a la Iglesia Necesitada!
El artículo apareció ayer en El Español. Es extenso.
Con la complicidad del Ejército, milicias de la etnia fulani arrasan pueblos enteros y exterminan a los cristianos de forma sistemática.
Viaje a las tinieblas del genocidio más ignorado: SOS por los cristianos de Nigeria
Quien me alertó fue un cristiano pentecostal nigeriano. Es director de una asociación que trabaja por el acercamiento entre las dos comunidades que comparten Nigeria, la cristiana y la musulmana; tiene 36 años, me pide permanecer en el anonimato por motivos de seguridad; tiene algo que me recuerda a la irónica y distendida elegancia de Barack Obama.
¿Conoce a los fulanis?, me preguntó durante nuestro primer encuentro, en ese inglés perfecto y ligeramente cantado, específico de la élite nigeriana. “Son pastores peúles, que es el otro nombre que reciben, un pueblo de alto linaje saheliano, que, oficialmente huye del calentamiento global y baja hacia el sur, con sus rebaños, en busca de pastos verdes. En realidad, son una nueva ola de islamistas, en cierto modo vinculados a Boko Haram. El Índice Global de Terrorismo los coloca en cuarto lugar en la lista mundial de movimientos yihadistas más mortíferos, solo por detrás del Daesh, los talibanes y, justamente, Boko Haram. Asesinan a los cristianos con una determinación implacable, perpetran matanzas que llegan a una escala que ni siquiera los cristianos orientales han conocido. Si no me cree, venga conmigo, por favor se lo pido, venga y juzgue usted mismo”.
Por supuesto había oído hablar de Boko Haram, esa secta de locos de Dios que se refugió en el noreste del país, en las montañas y bosques del estado de Borno, pero no sabía nada de los fulanis. De manera que me fui a Nigeria a comprobarlo de primera mano.
Amputaciones y pueblos arrasados
Fui a Godogodo, estado de Kaduna, en el centro, donde filmé el testimonio de una joven evangelista muy guapa, Jumai Victor; le falta un brazo, pero por la postura que suele adoptar, un poco ladeada, uno no se da cuenta de inmediato. "Sucedió el 15 de julio", recuerda.
Los fulanis llegaron de noche, en motos, tres hombres en cada una, gritando Alá es grande. Quemaron las casas. Mataron a sus cuatro hijos delante de ella. Y cuando le llegó su turno y vieron que estaba embarazada, empezaron a discutir entre ellos: algunos no querían ver cómo la destripaban y al final se limitaron a cortarle el brazo con un machete, como en un matadero: primero los dedos, luego la mano, luego el antebrazo y luego el resto cuando el último del grupo se quejó de que no había podido disfrutar de su parte.
Me cuenta su historia muy rápidamente, sin rabia visible, con la mirada perdida, uno diría que perdió el rostro al mismo tiempo que el brazo. Al jefe de su aldea, que nos hace de traductor, sí que se le rompe la voz. Cuando ella guarda silencio, es a él a quien le cae una lágrima por la mejilla.
Luego fui a Adan, jefatura de Kagoro, más al norte, donde grabé la historia de otra mujer, Lyndia David, superviviente de otra masacre. La mañana de los hechos, el 15 de marzo, corren rumores de que los fulanis estaban merodeando por la zona. Mientras ella se arregla para ir a la iglesia, su marido se prepara para subir a las colinas para vigilar con los demás hombres; antes de irse, él le pide que corra a la casa de su hermana, en un pueblo cercano.
Al poco de llegar, la primera noche, la despiertan los silbidos de los vigías. Sale corriendo y descubre que todo el poblado está en llamas. Intenta escapar, pero un fulani le bloquea el camino. Lo intenta por el otro lado, pero otro fulani le corta el paso. Por el otro lado, lo mismo. Están por todas partes, es una ratonera.
Entonces una voz le dice algo en su propio idioma. -Por aquí, le dice esa voz, hay que escapar por aquí, el camino está despejado, venga. Y ella, confiada, corre hacia su salvador y entonces él sale de la espesura, se abalanza sobre ella, le corta tres dedos de la mano derecha, le hace un corte en la nuca con un machete, le dispara a quemarropa y, creyendo que está muerta o moribunda, rocía su cuerpo con gasolina y le prende fuego. Milagrosamente, con todo el cuerpo convertido en una herida, consigue volver a su aldea natal: los fulanis la atacaron la misma noche; destruyeron todo lo que se encontraron a su paso; murieron 72 aldeanos, incluido su marido.
En Daku, cerca de Jos, la capital del cinturón cristiano, en el corazón de un paisaje de verdes praderas que deleitaban a los colonizadores ingleses, vi una iglesia destruida, el tejado hundido y un montón de rescoldos fríos que son todo lo que queda de la cruz.
Vi otra, intacta, al marcharme de Jos, con un patio hecho polvo por el calor, pero llena de muchachas jóvenes vestidas de blanco y con velo. Un hombre vino a gritarme que a mí no se me había perdido nada por allí. Hablaba inglés. Tuve tiempo de arrancarle algunas palabras en esos pocos minutos de conversación que logré mantener con él; me dijo que era turco, miembro de una red de "ayuda religiosa" financiada por Qatar, responsable de abrir madrasas para niñas peúles en localidades del norte y del centro.
Aquel día, con una escolta de agentes de policía enviados por el distrito vecino, recorrí una franja de este "cinturón cristiano". Lo que me encontré en un radio de unos treinta kilómetros: carreteras destrozadas; puentes que habían sido reducidos a escombros; casas rotas, de sombras incompletas, donde se puede distinguir, entre un jergón de paja quemada, un cubo y algún enser de cocina, senderos de ceniza negra o de sangre; pocos árboles, solo tocones; tierras abandonadas donde las plantas de maíz se pudren porque ya no hay allí ni un alma cristiana que viva.
Los supervivientes, si los hay, están demasiado asustados para salir a los campos a cosechar. Luego, a lo lejos, miríadas de manchas blancas -las bestias que los hombres han ahuyentado-; los rebaños de los fulanis son los que ahora pastan en la exuberante hierba; de repente, el paisaje parece tan vasto... Cuando nos acercamos, los pastores, que estaban armados, nos hacen retroceder; ese día no les saco ni una palabra.
El obispo de Jos, a quien ya le han robado tres veces su ganado, fue arrastrado hasta su habitación, lo pusieron con la cara en el suelo y solo se salvó por su fe (se arrodilló y comenzó a rezar con los ojos cerrados, rezando en voz muy alta, hasta que el sonido de un helicóptero amortiguó su canto y ahuyentó a los atacantes).
Descalzos y con nocturnidad
Me contó cómo solían transcurrir los ataques -un proceso que siempre era el mismo-; aquello me empezaba a parecer, cada vez con mayor claridad, una limpieza étnica y religiosa de lo más metódica. Los fulanis suelen aparecer por la noche. Van descalzos y, cuando no van en moto, no se los oye venir. A veces un perro da la voz de alarma. A veces, cuando es de día, lo hace un vigía. De repente, echan a correr y comienza el horror: polvareda; gritos salvajes, como si necesitaran alentarse unos a otros; y, antes de que los aldeanos puedan hacer barricadas o huir, los peúles entran en las casas, a machetazo limpio, corriendo hacia los gritos que se dispersan en medio de la noche, buscando mujeres embarazadas, quemando, saqueando, violando.
No siempre matan a todo el mundo. En algún momento, paran. Recitan un sura acorde a las circunstancias, reúnen a las bestias asustadas y se van como habían llegado, muy rápidamente, los muertos se quedan como pasto. Tiene que quedar gente viva para que puedan contar lo sucedido. Los testigos tienen que quedarse para que se sepa en todas las aldeas que los fulanis son capaces de todo y solo temen a Dios.
En Abuja, la capital federal, diecisiete líderes de la comunidad cristiana se reúnen conmigo en un discreto recinto a las afueras de la ciudad. Algunos viajaron durante varios días, subidos a la baca de taxis, junto con más gente, o en autobuses atestados. Algunos llegan tarde porque han tenido que evitar los puestos de control del estado de emergencia en Yobe y Adamawa, conducir de noche y, una vez en Abuja, mezclarse con la multitud de esta ciudad que algunos pisan ahora por primera vez.
Pero finalmente han conseguido llegar, cada uno, con una o dos víctimas. Llegan, exhaustos, pero con ánimos, reunidos en torno a una cuarentena de mujeres y hombres conscientes de la gravedad del momento, llenos de expectación: vienen, uno con un USB; otro, con un informe manuscrito; el tercero, con un archivo de fotos con leyenda y fecha, que entregarán, como botellas lanzadas al mar, a un extraño del que no saben nada más que el hecho de que quizás sea el mensajero de su sufrimiento. Recojo todos los documentos que me entregan. Los reviso. Me sofoca el peso de la esperanza y de la tarea que me confían. ¿Y si hubiera entre esas palabras, esas hojas sueltas y esas fotos borrosas la primera piedra del memorial donde algún día se expondrán los horrores que están sufriendo ahora?
Cosecha de atrocidades
En el encuentro, toman la palabra por turnos; los supervivientes del infierno confirman el modus operandi que describía el obispo de Jos. Cada uno, empezando por las víctimas, con la mirada perdida que me hace pensar que están muertos, aunque parezca que están vivos, añade un terrible detalle a mi cosecha de atrocidades.
Los cadáveres mutilados de las mujeres. El mudo al que se le pide que se retracte de su fe y al que se le corta a trocitos, con un machete, para arrancarle al menos un grito. La niña pequeña estrangulada con la cadena de su cruz. Otra, estampada contra un árbol a la entrada de su aldea. Y, cada vez, de nuevo, esa banalidad del mal que ni ellos mismos entienden cómo ha podido calar en otros pastores que, al fin y al cabo, también están condenados a vivir en esa tierra.
¿Ha sido la llamada de las mezquitas radicalizadas por los Hermanos Musulmanes, que se multiplican de manera exponencial a medida que arden más iglesias? ¿Ha sido por la ancestral supremacía fulani llevada al límite por perversos guías espirituales? ¿O simplemente es que el salvajismo de hombres reaparece enseguida cuando conjuramos, ante sus narices, los maleficios pertinentes?
En cualquier caso, me doy cuenta de que esto es una guerra real. Entiendo que es un Boko Haram, pero más grande; un Boko Haram que ha crecido y campa a sus anchas; un Boko Haram deslocalizado, que surge de las aldeas y se ha multiplicado; un Boko Haram que ha salido del recinto donde el mundo pensaba que estaba confinado y que siembra las semillas de la matanza por todas partes; en resumidas cuentas, me encuentro con un bosque de crímenes fulanis que ocultaba el árbol de Boko Haram; crímenes de los que nadie parece ser consciente...
Ambos grupos están vinculados, naturalmente. Un trabajador de ayuda humanitaria estadounidense me habla incluso de entrenamientos “en la selva”, en el estado de Borno, para voluntarios fulanis. Otro me dijo que los instructores enviados por Boko Haram habían sido vistos en el estado de Bauchi, y que estaban allí para que los mejores fulanis se familiarizasen en el uso de las armas de guerra y permitirles dejar atrás el tiempo de los cuchillos.
Pero los peúles, una vez más, no tienen fronteras. Son como Boko Haram, pero ya no están atrapados en un bastión que no abarca más que un cuatro o un cinco por ciento del territorio. Son el salvajismo de Boko Haram que se extiende entre todos los malhechores -cristianos y musulmanes- en Nigeria y, más allá, en el Chad, el Níger y Camerún...
El ejército, cómplice
De camino a las aldeas al oeste de Jos, en el camino a Kafanchan, pedí ver las armas defensivas de las que disponen: arcos y hondas, dagas, palos, látigos de cuero, piedras, lanzas. ¡Y aún gracias! Hasta esas armas improvisadas hay que esconderlas, porque cuando el ejército acude al lugar después de los ataques, dice: "Prohibido por ley", y las confisca.
Varias veces observé que había un puesto militar cerca, supuestamente para proteger a los civiles de los soldados de la selva: pero nadie acudió en su ayuda; o acudieron, pero después de la batalla; o dijeron que no habían recibido a tiempo los mensajes pidiendo ayuda o que no se les había ordenado que se desplazasen, o que se habían encontrado el camino cortado.
¿Cómo no?, se indignaba nuestro conductor cuando salíamos en convoy hacia Daku para ver su iglesia quemada. El ejército es cómplice de los fulanis. Están en el mismo bando. En Byei, hace unos años, después de un ataque, hasta encontraron una placa y un uniforme en la selva.
“No me sorprende nada”, recalcaba Dalyop Salomon Mwantiri, uno de los pocos abogados de la región que se ha puesto al servicio de las víctimas. El personal del ejército nigeriano es fulani. Toda la administración está llena de los de su etnia. Y el presidente Buhari -esa mezcla africana de Erdogan y Mohammad bin Salmán, que ya encabezó la nación entre 1983 y 1985 tras un golpe de Estado, y que ahora mantiene el poder gracias a las subvenciones de Ankara, Qatar y China- también es fulani.
Esta complicidad acaba de confirmarse, en el distrito de Riyom: cuatro desplazados fueron fusilados cerca de Vwak. Los aldeanos conocen a los atacantes. La policía los ha identificado. Todo el mundo sabe que encontraron refugio, después del ataque, en la aldea de Fass, a dos kilómetros de distancia. Pero están bajo la protección del Ardos, una especie de emir local de los fulanis. Y no ha habido detenciones.
Se ha evidenciado, según Sunday Abdu, el líder consuetudinario de los Irigwe, en el distrito de Bassa, durante un asalto a Nkiedonwhro. Esta vez, los militares fueron a advertir que había una amenaza, pero ordenaron a las mujeres y a los niños que se concentrasen en la escuela. Y cuando estuvieron todos allí, uno de los militares disparó al aire, como dando una señal; un segundo disparo resonó, en la distancia, como respuesta; y unos minutos después, la tropa empezó a salir del recinto, los oficiales se justificaron diciendo que iban a perseguir a los asaltantes, pero, a medida que fueron saliendo, entraron directamente a las clases, dispararon a los grupos de mujeres y niños, y los mataron a todos.
Más tarde estuve en Kwi, más al sur, para visitar las tumbas de tres jóvenes que fueron enterrados el día anterior. El drama comenzó el 20 de abril. Acababan de defenderse de un ataque fulani con palos. La policía -que llegó, como de costumbre, muy tarde- se abstuvo de perseguir a los agresores y se llevó a los jóvenes, junto con 14 de sus vecinos, por “violencia intercomunitaria”.
Los 14 vecinos reaparecieron en el pueblo con bastante rapidez, aunque no se libraron de las torturas en dependencias policiales. Pero a los jóvenes no los encontraban por ninguna parte. En los últimos días, los aldeanos han sabido por fin la verdad. Los chicos fueron separados de los demás vecinos; los asesinaron. Sus cuerpos fueron donados al ECWA, el hospital de Jos.
Y así han pasado semanas, en manos de los estudiantes de medicina que, con el consentimiento de las autoridades, han estado haciendo experimentos anatómicos con sus restos desmembrados, conservados en formol y guardados en hielo. "Haced con ellos lo que consideréis", les dijo el jefe de policía a los habitantes de la aldea después de que estos exigieran que se investigase el asunto y finalmente les devolvieran lo que quedaba de los cadáveres. "Pero si los entierran, sin medallitas ni cruces. ¡Lo ha prohibido el Ardos!".
Encuentro con los fulanis
Yo también he visto a los fulanis.
La primera vez, por casualidad. Estaba solo, con Gilles Hertzog y un intérprete, sin escolta, en el Toyota que nos llevó a Godogodo. Llegamos a un puente, estaba en ruinas y tuvimos que descender al lecho del río por un camino de tierra. Nos encontramos con un puesto de control, no era más que una cuerda extendida en el camino y una estera de paja donde dormitaban dos hombres armados. "Ustedes no pasan", dijo el más joven, vestido con una chaqueta llena de insignias en árabe y turco.
"Esta es la tierra de los fulanis, la tierra sagrada de Ousmane dan Fodio, nuestro rey, y los blancos no pasan". Que aún recordasen al rey Fodio, cuyas conquistas, hace dos siglos, permitieron el establecimiento del califato de Sokoto en tierras fulanis y hausas, pensé que era algo que solo se mantenía vivo en los estados del norte. Obviamente me equivocaba. Estamos varios cientos de kilómetros más al sur. Y este sueño de un Estado Islámico resucitado sobre los cadáveres de los animistas, cristianos y musulmanes que se resisten a la radicalización es un ejemplo que ha cundido hasta aquí abajo.
La segunda vez que los vi fue a las puertas de Abuja. Íbamos conduciendo por el campo. Y justo después de Lugbe, nos encontramos con un pueblo que no se parecía en nada a lo que habíamos visto en zona cristiana. Una zanja. Un seto, detrás de la zanja, arbustos y estacas. Un lado cerrado, aislado del mundo. Y, en lugar de casas, chozas de las que salen niños y madres, tapadas de pies a cabeza.
Estamos en un pueblo de fulanis sedentarios. Estamos entre nómadas que no desprecian, cuando el enemigo ha huido y ha dejado libre el terreno, llevar a cabo una “fulanización” local. Al cabo de unos minutos, mientras fingimos interés en un campo de pimientos rojos, nos interpela un adolescente que ha aparecido de la nada y va vestido con una camiseta con una esvástica.
“¿Qué hacéis aquí? ¿Os aprovecháis de que es viernes y estamos en la mezquita para espiar a nuestras mujeres? ¡Eso se castiga en el Corán!”. Le pregunto si llevar una esvástica en el pecho no es contrario a las enseñanzas del Corán y se ruboriza un poco, avergonzado, pero entonces inicia una febril diatriba de la que se desprende que es perfectamente consciente de que lleva una “insignia alemana”, pero que, a excepción de las “almas perversas” que “odian a los musulmanes”, considera que “todos los hombres son hermanos”.
Luego los vi en Lagos, en el extremo sur del país. Allí, al salir del último barrio, en una zona a la que llegamos después de horas en marcha o, lo que es lo mismo, de goslow, esos monstruosos atascos que son como trombosis de la ciudad. Allí los vi en un mercado al aire libre donde acuden a vender sus animales.
Estoy con tres jóvenes cristianos supervivientes de una masacre en el cinturón cristiano que viven en un campamento de personas desplazadas. Dicen que son primos y que vienen a comprar un animal para una celebración familiar. Y mientras regatean por un cebú de cuernos blancos (media hora para que baje de 1.600 a 1.200 dólares, y luego otra hora para que aceptaran recogerlo al día siguiente), me eché a andar en busca de los fulanis.
La mayoría han salido ese mismo día del estado de Jigawa, en la frontera con el Níger. Han cruzado el país de norte a sur, en camión, para llevar a sus animales al mercado. Y aunque no conseguí que me contaran mucho sobre su viaje, no me costó nada que expresaran la alegría que sienten cuando se encuentran aquí, en las afueras de esta ciudad honesta y “prometida”, infecta y deliciosa; al pie del cañón para, como ordenaron sus emires, “sumergir de una vez el Corán en el mar”.
Hay “demasiados cristianos en Lagos”, dice Abdallah, el más hablador, con una mirada algo amenazadora. “Los cristianos son perros e hijos de perros. Usted dice que son cristianos. Pero, para nosotros, son traidores. Adoptaron la religión de los blancos. Aquí no hay lugar para los amigos de los blancos, para esa gente impura”. Los pastores de su alrededor asienten. Parecen convencidos —al igual que el vendedor de postales que se unió al grupo y me ofreció retratos de Erdogan y Bin Laden— de que los cristianos por fin se irán y que Nigeria, entonces, si Dios quiere, será libre....
Siempre podemos relacionar esta violencia con guerras étnicas que se remontan a tiempos inmemoriales.
Me imagino que también ha habido represalias contra las tribus de fulanis y de hausas.
Me queda la terrible sensación, al final de este viaje, de haber viajado al pasado, a 2007, cuando los jinetes sembraban la muerte a su paso en las aldeas de Darfur; o, antes de eso, en el sur de Sudán, cuando la muerte de John Garang todavía no había dado el aviso de guerra total de islamistas contra cristianos; o, incluso antes de eso, en Ruanda, en aquellos días de la primavera de 1994, cuando nadie quería creer que el cuarto genocidio del siglo XX estaba en marcha.
¿Se permitirá que la historia se repita en Nigeria? ¿Esperaremos, como de costumbre, hasta que pase el desastre para llorar?
¿Nos quedaremos con los brazos cruzados mientras la Internacional Islámica, contenida en Asia, combatida en Europa, derrotada en Siria e Irak, abre un nuevo frente en esta inmensa tierra donde los hijos de Abraham convivieron durante mucho tiempo?
Este es el gran dilema de este viaje al corazón de las tinieblas nigerianas.
Este es el sentido del “SOS por los cristianos de Nigeria” que hoy lanzo aquí.