Esparza nos explica la quema de conventos de 1931
José Javier Esparza, en su programa Tiempos Modernos, habla con el historiador Fernando Paz sobre La quema de conventos de 1931.
No había pasado un mes desde la proclamación de la República cuando elementos exaltados de la órbita republicana protagonizaron las primeras algaradas. Objetivos: primero, los monárquicos. Enseguida, las iglesias, y ello a pesar de que la Iglesia, institucionalmente, había observado una exquisita neutralidad durante todo el proceso de instauración del nuevo régimen. Era el 10 de mayo de 1931. Cuando el Gobierno conoció la intención de las turbas de quemar templos, Azaña, cínico, comentó que sería un caso de “justicia inmanente”. Otros ministros interpretaron la amenaza como un “tributo” que la Iglesia debía pagar “al pueblo soberano”. El ministro Maura propuso sacar a la Guardia Civil para frustrar los incendios, pero Azaña pronunció aquella frase tristemente célebre: “Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano”.
El Gobierno no movió un dedo para impedir los incendios. Cuando una comisión de los incendiarios llegue a Presidencia, el ministro radical-socialista Marcelino Domingo se dirigirá afectuosamente al jefe de los pirómanos: era Pablo Rada, compañero de Ramón Franco en el Plus Ultra y, como él, jacobino y exaltado. El alcalde de Madrid, Pedro Rico, de la órbita de Azaña, emitió un bando tras los incidentes donde se dirigía a los asaltantes y elogiaba la “nobleza ingenua de vuestra exaltación”. No hubo represión por estos hechos. Al revés, Azaña aprovechó la situación para plantear la expulsión de los jesuitas. Mientras esa medida llegaba, el Gobierno expulsará al obispo de Vitoria, Mateo Múgica, y al cardenal Segura. Y Largo Caballero, como de costumbre, pedirá que se arme al “pueblo”, o sea, a los militantes del PSOE.
La furia anticlerical de 1931 se extendió de Madrid a Levante y Andalucía. Ardió un centenar de iglesias y edificios, incluidos centros de enseñanza: la escuela de Artes y Oficios, el Colegio (obrero) de los Padres de la Doctrina Cristiana en Cuatro Caminos, escuelas de Salesianos. Fueron quemadas las bibliotecas de la casa profesa de los Jesuitas (80.000 volúmenes, con ediciones príncipe del Siglo de Oro) y la del Instituto Católico de Artes e Industrias (20.000 volúmenes y archivos científicos). Perecieron numerosas obras de arte: Zurbarán, Valdés Leal, Pacheco, Van Dyck, Coello, Mena, Montañés, Alonso Cano, templos monumentales. Fueron arrasadas las sedes de siete periódicos derechistas en Levante y Andalucía. Hubo tres muertos. Los atentados contra iglesias y centros religiosos seguirán, de manera esporádica, durante toda la República.
No había pasado un mes desde la proclamación de la República cuando elementos exaltados de la órbita republicana protagonizaron las primeras algaradas. Objetivos: primero, los monárquicos. Enseguida, las iglesias, y ello a pesar de que la Iglesia, institucionalmente, había observado una exquisita neutralidad durante todo el proceso de instauración del nuevo régimen. Era el 10 de mayo de 1931. Cuando el Gobierno conoció la intención de las turbas de quemar templos, Azaña, cínico, comentó que sería un caso de “justicia inmanente”. Otros ministros interpretaron la amenaza como un “tributo” que la Iglesia debía pagar “al pueblo soberano”. El ministro Maura propuso sacar a la Guardia Civil para frustrar los incendios, pero Azaña pronunció aquella frase tristemente célebre: “Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano”.
El Gobierno no movió un dedo para impedir los incendios. Cuando una comisión de los incendiarios llegue a Presidencia, el ministro radical-socialista Marcelino Domingo se dirigirá afectuosamente al jefe de los pirómanos: era Pablo Rada, compañero de Ramón Franco en el Plus Ultra y, como él, jacobino y exaltado. El alcalde de Madrid, Pedro Rico, de la órbita de Azaña, emitió un bando tras los incidentes donde se dirigía a los asaltantes y elogiaba la “nobleza ingenua de vuestra exaltación”. No hubo represión por estos hechos. Al revés, Azaña aprovechó la situación para plantear la expulsión de los jesuitas. Mientras esa medida llegaba, el Gobierno expulsará al obispo de Vitoria, Mateo Múgica, y al cardenal Segura. Y Largo Caballero, como de costumbre, pedirá que se arme al “pueblo”, o sea, a los militantes del PSOE.
La furia anticlerical de 1931 se extendió de Madrid a Levante y Andalucía. Ardió un centenar de iglesias y edificios, incluidos centros de enseñanza: la escuela de Artes y Oficios, el Colegio (obrero) de los Padres de la Doctrina Cristiana en Cuatro Caminos, escuelas de Salesianos. Fueron quemadas las bibliotecas de la casa profesa de los Jesuitas (80.000 volúmenes, con ediciones príncipe del Siglo de Oro) y la del Instituto Católico de Artes e Industrias (20.000 volúmenes y archivos científicos). Perecieron numerosas obras de arte: Zurbarán, Valdés Leal, Pacheco, Van Dyck, Coello, Mena, Montañés, Alonso Cano, templos monumentales. Fueron arrasadas las sedes de siete periódicos derechistas en Levante y Andalucía. Hubo tres muertos. Los atentados contra iglesias y centros religiosos seguirán, de manera esporádica, durante toda la República.
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