El máster y el cura
Ni el olor a fritanga es el aroma del pueblo ni el máster es el aura del sabio. Si el pueblo degusta churros es porque carece de posibles para consumir helado de castañas. Si la clase política hace un máster es porque no tiene talento para redactar el principio de Arquímedes, que aporta al fluido la base científica que le niega la literatura. En manos de un poeta el canalón es el barítono del agua mientras que en las de un físico ahorma la ley de los vasos comunicantes. El punto medio, por lo que tiene de ficticio, de literario, es el máster, el apellido compuesto del sistema educativo. Nadie, salvo yo, quiere ser López a secas y nadie, salvo Mariano, quiere ser registrador a secas.
A un político no hay que pedirle que sea Einstein, claro, sino que sea De Gaulle, pero raramente será De Gaulle si presume de ser Einstein. Para ser De Gaulle no hace falta entonar La marsellesa, sino desbaratar el mayo francés, que en España es el 15-M, cuyas terminales mediáticas acabarán con Cristina Cifuentes, la mujer que, en lugar de querer ser la De Gaulle de la izquierda, ha querido ser la Mariana Pineda de la derecha. Cifuentes es la Pasionaria rubia y sin luto que asiste atónita a su entierro político por ornamentar presuntamente su currículo con un máster de tan poca monta que es como si Di Stéfano, para inflar el suyo, se hubiera inventado que lo fichó Osasuna.
Frente al político, que aspira siempre a ser Kennedy, el cura nunca aspira a ser Dios. De hecho, muchos sacerdotes llevarían más a gala trabajar en la viña de Liberia como misioneros que almorzar con el Papa en la casa Santa Marta. Sin embargo, ni presumen de evangelizar a niños mandingas ni de haberle pasado a Francisco la bandeja del pan. El cura, respecto al político, es como el pecador respecto al filisteo: sabe que sus fuerzas no provienen de él. Por eso no necesita adornar su vida laboral, donde sólo refleja lo importante, esto es, la llamada. No creo que un obispo doctorado en teología incluya en su currículo que no le persigue la izquierda y omita que fue monaguillo.
A un político no hay que pedirle que sea Einstein, claro, sino que sea De Gaulle, pero raramente será De Gaulle si presume de ser Einstein. Para ser De Gaulle no hace falta entonar La marsellesa, sino desbaratar el mayo francés, que en España es el 15-M, cuyas terminales mediáticas acabarán con Cristina Cifuentes, la mujer que, en lugar de querer ser la De Gaulle de la izquierda, ha querido ser la Mariana Pineda de la derecha. Cifuentes es la Pasionaria rubia y sin luto que asiste atónita a su entierro político por ornamentar presuntamente su currículo con un máster de tan poca monta que es como si Di Stéfano, para inflar el suyo, se hubiera inventado que lo fichó Osasuna.
Frente al político, que aspira siempre a ser Kennedy, el cura nunca aspira a ser Dios. De hecho, muchos sacerdotes llevarían más a gala trabajar en la viña de Liberia como misioneros que almorzar con el Papa en la casa Santa Marta. Sin embargo, ni presumen de evangelizar a niños mandingas ni de haberle pasado a Francisco la bandeja del pan. El cura, respecto al político, es como el pecador respecto al filisteo: sabe que sus fuerzas no provienen de él. Por eso no necesita adornar su vida laboral, donde sólo refleja lo importante, esto es, la llamada. No creo que un obispo doctorado en teología incluya en su currículo que no le persigue la izquierda y omita que fue monaguillo.
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