Lunes, 23 de diciembre de 2024

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Domingo de la Divina Misericordia y pincelada martirial

por Victor in vínculis

Una antigua leyenda cuenta que la mano de Tomás quedó, hasta su muerte, roja de sangre. Los medievales, inventores de esta leyenda, habían descubierto que la incredulidad puede ser una forma de asesinato; pero no asesinato de aquello en lo que no se cree, sino suicidio de aquel que no se atreve a creer.
 

Incrédulo Tomás de Bernardo Strozzi

El apóstol Tomás representa la resistencia a la luz. Todos los apóstoles -así lo hemos ido escuchando a lo largo de esta semana- se habían mostrado reticentes. Tomás irá mucho más allá, hasta la cerrazón. No le ha convencido ni la tumba vacía; no le han impresionado las meditaciones sobre las Escrituras que le han narrado los dos de Emaús; no se rinde ante el testimonio concorde de todos sus hermanos. Él quiere ver. Se encierra en su incredulidad. En el fondo Tomás se dio cuenta de que si se negaba a creer era por la rabia de no haber estado allí cuando Jesús vino. ¿Los demás iban a verle y él tendría que creer solo por la palabra de los otros? Y cuando todos le aseguran que ellos han visto, quiere ir más allá: ya no sólo ver, sino tocar, sondear la identidad del crucificado metiendo sus dedos, introduciendo su mano en las mismas llagas.

¿Es que Tomás no amaba a su Maestro?, se pregunta José Luis Martín Descalzo[1]. Sí, evidentemente que lo amaba. Pero era testarudo, positivista, obstinado. No solo quería pruebas, sino que las exigía a la medida de su capricho. Tomás es un auténtico hombre moderno, un existencialista que no cree más que lo que toca, un hombre que vive sin ilusiones, un pesimista audaz que quiere enfrentarse con el mal, pero que no se atreve a creer en el bien. Para él lo peor es siempre lo más seguro. Y como él tantos hombres a lo largo de la historia.

Jesús va a prestarse, con admirable condescendencia, a todas las absurdas exigencias del discípulo. Pero dejará pasar ocho días como para dar un plazo a esa incredulidad. De aquel pobre Tomás Jesús ha sacado el acto de fe más hermoso que conocemos. Jesús lo ha amado tanto, lo ha curado con tanto esmero, que de esta falta, de esta amargura, de esta humillación ha hecho un recuerdo maravilloso. Dios sabe perdonar así los pecados. Dios es el único que sabe hacer de nuestras faltas, unas faltas benditas, unas faltas que no nos recordarán más que la maravillosa ternura que se ha revelado con ocasión de las mismas.

Tomás prorrumpe en esa maravillosa profesión de fe: ¡Señor mío y Dios mío! Como ya hizo en otro tiempo Pedro en Cesárea de Filipo (Mt 16,16), así también Tomás en este encuentro pascual deja explotar el grito de la fe que viene del Padre: Jesús crucificado y resucitado es Señor y Dios.

San Juan Pablo II canonizó en el año 2000 a Faustina Kowalska. Tercera de diez hermanos, nació en una familia campesina pobre y religiosa, un 25 de agosto de 1905, en la aldea de Glogowiec (Polonia). Desde su infancia se distinguió por el amor a la oración, el trabajo, la obediencia y su gran sensibilidad ante la pobreza humana. A los 20 años tomó el hábito en la orden de las Hermanas de la Virgen de la Misericordia, donde durante trece años desempeñó las funciones de cocinera, jardinera y portera.

Era recogida y al mismo tiempo natural, serena, llena de simpatía y de amor desinteresado hacia los demás. Su vida, en apariencia ordinaria, escondía una extraordinaria profundidad de unión con Dios y, ya desde su niñez, buscaba colaborar con Jesús en la obra de salvación de las almas, hasta el sacrificio de su vida por los pecadores. El Señor, durante su vida religiosa, le concedió gracias extraordinarias: visiones, estigmas, participación en la pasión del Señor, los dones de profecía, de discernimiento...

Afectada por tisis pulmonar e intestinal murió en Cracovia el 5 de octubre de 1938. El Señor Jesucristo le encomendó una misión dirigida a toda la humanidad, que consistía en recordar la verdad capital sobre el amor misericordioso de Dios hacia cada persona, transmitir nuevas formas de culto a la Misericordia divina e inspirar un movimiento de renovación religiosa en el espíritu evangélico de confianza en Dios y misericordia hacia el prójimo.

Si tenéis ocasión leed su vida y, sobre todo, profundizad en este mensaje de misericordia. En el Diario de Sor Faustina se puede leer, como expresión de Jesús: Antes de que Yo regrese como Juez, vendré como Rey de Misericordia.
 

Pintura original de la Divina Misericordia (por Eugeniusz Kazimirowski, en 1934). Esta es la imagen que se hizo con las instrucciones de Sor Faustina y antes de su muerte en 1938, a diferencia de la versión más conocida de Adolf Hyla, pintada en 1943.

Tenemos que cuidar más este sentimiento de amor que Cristo nos quiere tener, lleno de misericordia.

Y podemos preguntarnos, como escribe Bonhoeffer:
¿Pascua? Nos preocupamos más del morir que de la muerte. Concedemos mayor importancia a la manera de morir que al modo de vencer la muerte... Saber morir pertenece al campo de las posibilidades humanas, mientras que la victoria sobre la muerte tiene un nombre: resurrección. No será el ars amandi, sino la resurrección de Cristo lo que dará un nuevo viento que purifique el mundo actual. Aquí es donde se halla la respuesta al “dame un punto de apoyo y levantaré al mundo”. Si algunos hombres creyeran realmente esto y se dejaran guiar así en su actuación terrestre, muchas cosas cambiarían. Porque la pascua significa vivir a partir de la resurrección. ¿No te parece que la mayor parte de los hombres ignoran de qué viven en el fondo?

La Misericordia del Señor tiene que romper esas ligaduras de miedo que muchas veces nos creamos o nos crean otros. Y es así, con la seguridad que da la infinita Misericordia Divina del Resucitado, con la que debemos anunciar el Evangelio. Sin miramientos; pensando en la salvación de los otros...

¡Ya está bien de rigorismos sin sentido! Es el mismo Señor el que coge nuestra mano, llena de dureza tal vez; a lo mejor llena de indiferencia o de incredulidad, como la de Tomás; quizá llena de temor o de miedo por haberle fallado al Señor. Pero es Él quien coge tu mano y mirándote a los ojos te dice: Trae tu dedo; aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo sino creyente. Y fíate y ama mi Corazón, que será fortaleza para ti, que te salvará en las dificultades.

El Señor nos enseña, nos da esta lección de misericordia no para que nos aprovechemos de Él, sino para que nos aprovechemos de ella: de la misericordia y del amor que Él nos tiene. Y para que descubramos así que es el Señor el que quiere que salgamos de nuestros pecados para amarle a Él, y que vivamos como auténticos resucitados, como los que saben que su Señor, Dios y Hombre, ha vencido a la muerte. Y por eso nos da a nosotros esta capacidad de ser resucitados. Y es por esto por lo que nosotros no podemos estar como “muertos que viven”. La muerte vendrá, pero después de la muerte nosotros, que creemos en la Divina Misericordia de Cristo, vamos a escuchar: Confía en Mí, porque de la misma forma que Yo he roto las ataduras de la muerte, voy a darte a ti la libertad definitiva.
 

El Papa Francisco celebra la Santa Misa frente a la imagen de la Divina Misericordia en la Jornada Mundial de la Juventud 2016.

Le pedimos a la Virgen María que Ella nos siga dando la capacidad de sorprendernos ante las maravillas de Dios, del Señor resucitado, de su Hijo amado. Y que, como Ella, caminemos en la humildad, en la sencillez, en la vida de pureza, en la forma de transmitir la alegría porque el Señor ha resucitado para nosotros, ha resucitado para ti.
 
PINCELADA MARTIRIAL
Recordamos hoy el testimonio del trinitario Juan Otazua que nació el 8 de febrero de 1895 en la pequeña localidad de Rigoitia, en la provincia de Vizcaya. El 30 de septiembre de 1913 comenzó su noviciado con los religiosos trinitarios en el Santuario de la Bien Aparecida (Cantabria). Hizo su profesión simple en dicho santuario, el 11 de octubre de 1914, allí cambió su nombre a Juan de Jesús y María. Profesó sus votos solemnes en la casa de la Trinidad de Córdoba el 17 de mayo de 1918. Fue ordenado sacerdote el 23 de octubre de 1921 en Madrid.

Por muchos años fue conventual de la casa de la Trinidad de Madrid y ejerció su labor pastoral en la iglesia de los vascos de San Ignacio de Loyola, en el hoy conocido barrio de las Letras. Era conocido por su excelente dominio de la música, especialmente del violoncelo.
 

El 13 de marzo de 1936 la iglesia de San Ignacio fue incendiada por las turbas, en el ambiente de guerra civil, lo que llevó a la desintegración de la comunidad trinitaria y la repartición de los religiosos por diversos conventos de España. A Juan de Jesús y María le trasladaron al Santuario de la Virgen de la Cabeza en Andújar.

El 28 de julio de 1936 la comunidad de los trinitarios del santuario, también fue dispersada, algunos de sus religiosos fueron arrestados y ejecutados días después. Sin embargo, un tribunal popular condenó al Padre Juan a veinte años de prisión, pero él no se defendió y tuvo que sufrir muchas vejaciones. La noche del 2 de abril, hacia las doce, se presentó un centinela con una lista en el dormitorio de la cárcel donde se hallaba el Padre Juan. Uno de los vigilantes, un tal Ortega Valdivia, dijo: “Oído, los que se lean que se vistan y salgan a la galería”. El beato dormía en lo que era capilla para los condenados. Al oír su nombre se acercó al sacerdote Bartolomé Torres y le dijo: “Don Bartolomé, me han nombrado en la lista de los condenados a muerte, quiero confesarme. Diga a los Padres Trinitarios que quiero morir como buen religioso, que me perdonen mis defectos. Adiós, hasta la eternidad”. Le llevaban a la muerte y él iba cantando cánticos piadosos. Fue fusilado en la madrugada del 3 de abril de 1937, en las inmediaciones del cementerio de Mancha Real (Jaén).

Juan de Jesús y María fue beatificado por el Papa Benedicto XVI el 28 de octubre de 2007. Su nombre se encuentra incluido en la lista encabezada por Mariano de San José y compañeros mártires, que a su vez se halla en la numerosa lista de 498 mártires del siglo XX de España.
 

[1] José Luis MARTÍN DESCALZO, Vida y misterio de Jesús de Nazaret III, página 402 y siguientes     (Salamanca, 1996).
 
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