Lunes, 23 de diciembre de 2024

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El Mesías de Händel LXXXII

por Alfonso G. Nuño

Entonces,
...la trompeta resonará, y los muertos despertarán incorruptibles y nosotros nos veremos transformados. Porque esto corruptible tiene que vestirse de incorrupción, y esto mortal tienen que vestirse de inmortalidad (1Cor 15, 52b-53).
El bajo, del recitativo, pasa a cantar un aria en un mano a mano con la trompeta solista, porque la trompeta sonará. Tajantemente se expresa S. Pablo. No se trata de quimeras ni de especulaciones. El final llegará, la historia tiene un último punto. Y la trompeta última inexorablemente, sin que nada ni nadie la pueda detener, sonará. Por ello, el diablo tiene prisa, porque sabe que el tiempo de que dispone para actuar está contado, es limitado; por eso, además de por nublar la razón y presionar, mete prisa, porque él la tiene y no puede perder tiempo. La obra de Dios, en cambio, se deja sentir porque no tiene agobio de premura, aunque dé diligencia, pues Él es el Señor del tiempo y de la historia.

En la antigüedad, la trompeta, por su sonido fuerte y penetrante, era usada en la guerra para dar señales a los ejércitos o por los heraldos para anunciar algo. La última trompeta proclamará la acción del Juez Supremo y será también llamada.

Sonará para comunicar a todos la intervención del Resucitado y para que los muertos despierten. En el pasaje original, el apóstol usa el verbo griego egeiro que, en principio, significa despertar, levantar, suscitar y que vino a querer decir resucitar. En contraste con el mundo pagano, en las sepulturas cristianas se decía que el fallecido dormía, pues esperaba la resurrección. Para quienes no creían en ella, la muerte era considerada como la liberación del cuerpo, tras la cual, el alma inmortal tendría una existencia sin ataduras.

El cristiano cree que Dios lo ha hecho todo bien y lo ha hecho a él bien. La materia no es mala ni el cuerpo, lo único malo es el pecado. Y Dios nos ama en la totalidad de lo que somos y nosotros queremos amar con plenitud en la totalidad de lo que somos, en alma y cuerpo. Por ello, la única liberación que deseamos es la del pecado y la de la muerte, es decir, la de la separación del alma y el cuerpo.

Este cuerpo que con su debilidad tras el pecado de Adán, con su corruptibilidad y mortalidad, me ha ido recordando que soy limitado, que no soy Dios; que me ha ido, mediante el dolor físico y anímico sentidos gracias a él, llamando a alejarme de la soberbia y acercarme a la humildad; que con él he sentido el agua sobre mi cabeza en el Bautismo, he oído la Palabra divina, gustado el Cuerpo eucarístico, palpado la fraternidad de la fe en la Iglesia, olido a los pobres y necesitados; estos brazos con los que he estrechado a los seres amados, estos labios que han besado, estos pies que han caminado al encuentro de los demás; este cuerpo que ha visto la creación divina está llamado a contemplar a Dios cara a cara. Si no fuera así, yo no gozaría en la totalidad de lo que soy la vida eterna. Y el amor de Dios, ¿no resultaría limitado?

Vivos y muertos, en el Señor, gozarán de la vida eterna en cuerpo y alma.
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