Damborenea y el apóstata
Elogiar a la Semana Santa por su contribución al acervo cultural en vez de por su vinculación a la religiosidad es como elogiar a Stalin por su contribución a la media melena en lugar de por su vinculación al exterminio. El laicista sabe que frente a la talla de Berruguete poco puede hacer el busto de Lenin, de manera que dice admirar el conjunto escultórico policromado, pero apostilla que ninguna tradición se apuntala en el espíritu, lo cual es cierto en el ámbito de las carreras de sacos, pero no en el del itinerario de pasión, como demuestra el hecho de que ante el paso de la Oración en el Huerto la abuela y la nieta se persignen al mismo tiempo.
Hay, no obstante, católicos que le compran esta teoría al laicista porque creen que al admitir la portentosa belleza de la Semana Santa se aproxima a la fe. Nada más lejos de la realidad, pues el laicista no dice que el cielo sea feo, sino que no existe. Por eso, compadrear con el laicista únicamente porque no observa imperfecciones en la imagen del Crucificado viene a ser como llevarte bien con el rinoceronte sólo porque no te embiste cuando tiene el día bueno. Con la diferencia de que el laicista nunca tiene el día bueno porque un día sin Dios es un ático sin ventanas.
Entre las trampas que tiende el laicista al católico destaca la de mutar en agnóstico para generar menos rechazo que el que suscitaría un ateo. El agnóstico es el preso de confianza que el laicismo sitúa junto al católico dubitativo, no para salvarlo, sino para que se suicide. El suicidio católico es la apostasía, que tiene buena prensa en la mala prensa y que es de usar y tirar. Aunque el apóstata es recibido con aplausos por el laicismo, éste sólo busca servirse de él. A la postre, el porvenir del apóstata es el del socialista Damborenea, cuya cabeza cuelga en la sala de estar de la sede central del PP, junto al trofeo de pádel de Aznar y el salmón de Franco.
Hay, no obstante, católicos que le compran esta teoría al laicista porque creen que al admitir la portentosa belleza de la Semana Santa se aproxima a la fe. Nada más lejos de la realidad, pues el laicista no dice que el cielo sea feo, sino que no existe. Por eso, compadrear con el laicista únicamente porque no observa imperfecciones en la imagen del Crucificado viene a ser como llevarte bien con el rinoceronte sólo porque no te embiste cuando tiene el día bueno. Con la diferencia de que el laicista nunca tiene el día bueno porque un día sin Dios es un ático sin ventanas.
Entre las trampas que tiende el laicista al católico destaca la de mutar en agnóstico para generar menos rechazo que el que suscitaría un ateo. El agnóstico es el preso de confianza que el laicismo sitúa junto al católico dubitativo, no para salvarlo, sino para que se suicide. El suicidio católico es la apostasía, que tiene buena prensa en la mala prensa y que es de usar y tirar. Aunque el apóstata es recibido con aplausos por el laicismo, éste sólo busca servirse de él. A la postre, el porvenir del apóstata es el del socialista Damborenea, cuya cabeza cuelga en la sala de estar de la sede central del PP, junto al trofeo de pádel de Aznar y el salmón de Franco.
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