Sábado, 02 de noviembre de 2024

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Los Reyes Magos según la Beata Ana Catalina Emmerick

Revelaciones de la Beata Ana Catalina Emmerick sobre los Reyes Magos

por Juan García Inza


La adoración de los Reyes Magos
Vi la caravana de los tres Reyes llegando a una puerta situada hacia el Sur.
Un grupo de hombres los siguió hasta un arroyo que hay delante de la ciudad, volviéndose luego. Cuando hubieron pasado el arroyo, se detuvieron un momento para buscar la estrella en el cielo. Habiéndola divisado dieron un grito de alegría y continuaron su marcha cantando. La estrella no los conducía en línea recta, sino por un camino que se desviaba un poco al Oeste.
Pasaron delante de una ciudad pequeña, que conozco bien, detrás de la cual los vi que se detenían y oraban en dirección al Sur, en un sitio agradable al lado de un caserío. En este lugar, y delante de ellos, surgió un manantial de la tierra, lo que los llenó de regocijo. Bajaron y cavaron para esta fuente un pilón que rodearon de arena, piedras y césped. Acamparon allí durante varias horas, abrevaron y dieron de comer a sus animales, y tomaron ellos también un poco de alimento, pues en Jerusalén no habían podido descansar a consecuencia de sus diversas preocupaciones. Más tarde, vi a Nuestro Señor detenerse varias veces cerca de esta fuente, con sus discípulos.

La estrella, que brillaba durante la noche como un globo de fuego, se parecía ahora a la luna vista durante el día; no era perfectamente redonda, sino como recortada; a menudo la vi oculta por las nubes.
Sobre el camino directo de Belén a Jerusalén había gran movimiento de viajeros, con equipajes y asnos. Probablemente eran gentes que volvían de Belén después de haber pagado el impuesto, o que iban a Jerusalén al mercado o para visitar el Templo. El camino que seguían los Reyes era solitario, y Dios los llevaba sin duda por allí para que pudieran llegar a Belén durante la noche, sin llamar demasiado la atención.
Los vi ponerse en camino cuando ya el sol se hallaba muy bajo. Iban en el mismo orden, en que habían venido ; Ménsor, el más joven, iba delante; luego venía Saír, el cetrino, y por fin Teóceno, el blanco, que era también el de más edad.
Hoy a la hora del crepúsculo, vi el cortejo de los santos Reyes llegando ante Belén, cerca del mismo edificio en el que José y María se habían hecho inscribir y que era la casa solariega de la familia de David. Sólo quedan algunos restos de muros. Había pertenecido a los padres de San José. Era un gran edificio rodeado por otros más pequeños, con un patio cerrado, delante del cual había una plaza plantada de árboles con una fuente.
En esta plaza vi a unos soldados romanos, porque la casa era como una oficina para el cobro de impuestos. Cuando llegó el cortejo, cierto número de curiosos se agrupó a su alrededor.
Habiendo desaparecido la estrella, los Reyes sentían alguna inquietud. Se les aproximaron algunos hombres y los interrogaron. Ellos echaron pie a tierra, y unos empleados vinieron desde la casa a su encuentro con ramas en la mano, y les ofrecieron algunos refrescos. Ésta era la costumbre para dar la bienvenida a extranjeros distinguidos. Yo, entonces, pienso : «son mucho más amables con ellos que con el pobre San José, tan sólo porque han distribuido pequeñas piezas de oro».


Les hablaron del valle de los pastores como de un buen lugar para levantar sus carpas. Ellos se quedaron durante largo rato indecisos. Yo no les oí preguntar nada acerca del rey de los judíos recién nacido. Sabían que Belén era el sitio designado por la profecía; pero, a causa de lo que Herodes les había dicho, temían llamar la atención.

Pronto vieron brillar en el cielo, sobre un lado de Belén, un meteoro semejante a la luna cuando aparece; montaron entonces nuevamente en sus cabalgaduras, y costeando un foso y unos muros ruinosos, dieron la vuelta a Belén, por el Sur, y se dirigieron al Oriente hacia la gruta del Pesebre, que abordaron por el costado de la llanura donde los ángeles se habían aparecido a los pastores.
Cuando hubieron llegado cerca de la tumba de Maraha, en el valle que está detrás de la gruta del Pesebre, se apearon. Sus gentes deshicieron muchos envoltorios, levantaron una gran carpa que llevaban e hicieron otros arreglos, con ayuda de algunos pastores que les indicaron los sitios más convenientes.
El campamento se hallaba en parte arreglado, cuando los Reyes vieron aparecer la estrella, clara y brillante, sobre la colina del Pesebre, dirigiendo hacia ella perpendicularmente sus rayos de luz. La estrella pareció crecer mucho y derramó una cantidad extraordinaria de luz.


Yo los vi mirando primero todo con un aire de gran asombro. Estaba oscuro; no veían ninguna casa sino tan sólo la forma de una colina semejante a una muralla. De pronto sintieron un gran júbilo, pues vieron en medio de la luz la figura resplandeciente de un niño.
Todos se destocaron para demostrar su respeto; luego los tres Reyes fueron hacia la colina y encontraron la puerta de la gruta. Ménsor la abrió, viéndola llena de una luz celeste, y al fondo a la Virgen, sentada, sosteniendo al Niño, tal como él y sus compañeros la habían visto en sus visiones.
Volvió sobre sus pasos para contar a los otros lo que acababa de ver.

Entonces José salió de la gruta, acompañado por un viejo pastor, para ir a su encuentro. Los tres Reyes le dijeron con toda sencillez cómo habían venido para adorar al rey recién nacido de los judíos, cuya estrella habían visto, y para ofrecerle sus presentes. José los acogió muy afectuosamente, y el anciano pastor los acompañó hasta su séquito y los ayudó en sus arreglos, junto con otros pastores que se encontraban allí.
Ellos mismos se prepararon como para una ceremonia solemne.
Los vi ponerse unos grandes mantos, blancos con una cola que tocaba el suelo. Tenían un reflejo brillante, como si fueran de seda natural; eran muy hermosos y flotaban ligeramente a su alrededor. Eran éstas las vestiduras ordinarias para las ceremonias religiosas. En la cintura llevaban unas bolsas y unas cajas de oro colgadas de cadenas, cubriendo todo esto con sus amplios mantos. Cada uno de los Reyes venía seguido por cuatro personas de su familia, además de algunos servidores de Ménsor que llevaban una mesa pequeña, una carpeta con flecos y otros objetos.


Los Reyes siguieron a San José, y al llegar bajo el alero que estaba delante de la gruta, cubrieron la mesa con la carpeta y cada uno de ellos puso encima las cajas de oro y los vasos que desprendieron de su cintura : eran los presentes que ofrecían entre todos.
Ménsor y los demás se quitaron las sandalias, y José abrió la puerta de la gruta. Dos jóvenes del séquito de Ménsor iban delante de él; tendieron una tela sobre el piso de la gruta, retirándose luego hacia atrás ; otros dos los siguieron con la mesa, sobre la que estaban los presentes.
Una vez llegado delante de la Santísima Virgen, Ménsor los tomó, y poniendo una rodilla en tierra, los depositó respetuosamente a sus plantas. Detrás de Ménsor se hallaban los cuatro hombres de su familia que se inclinaban con humildad. Saír y Teóceno, con sus acompañantes, se habían quedado atrás, cerca de la entrada.
Cuando se adelantaron, estaban como ebrios de alegría y de emoción, e inundados por la luz que llenaba la gruta. Sin embargo, allí sólo había una luz : la Luz del mundo.


María, apoyada sobre un brazo, se hallaba más bien recostada que sentada sobre una especie de alfombra, a la izquierda del Niño Jesús, el cual estaba acostado dentro de una gamella cubierta con una carpeta y colocada sobre una tarima, en el lugar en que había nacido; pero en el momento en que ellos entraron, la Santísima Virgen se sentó, se cubrió con su velo y tomó entre sus brazos al Niño Jesús, cubierto también por su amplio velo.
Ménsor se arrodilló, y colocando los presentes ante él, pronunció palabras conmovedoras rindiéndole homenaje, cruzando las manos sobre el pecho e inclinando su cabeza descubierta.
Entre tanto, María había desnudado el busto del Niño, el cual miraba con semblante amable desde el centro del velo en que se hallaba envuelto; su madre sostenía su cabecita con uno de sus brazos y lo rodeaba con el otro. Tenía sus manitas juntas sobre el pecho, y a menudo las tendía graciosamente a su alrededor.
¡Oh, qué felices se sentían de adorar al Niño Rey aquellos buenos hombres venidos de Oriente!


Viendo esto me decía a mí misma: «Sus corazones son puros y sin mancha, llenos de ternura y de inocencia como corazones de niños piadosos. No hay nada violento en ellos, y sin embargo están llenos de fuego y de amor. Yo estoy muerta, yo no soy ya más que un espíritu; de otro modo no podría ver esto, pues esto no existe ahora, y sin embargo existe ahora; pero no existe en el tiempo; en Dios no hay tiempo; en Dios todo es presente; yo estoy muerta, ya no soy más que un espíritu». Mientras me asaltaban aquellos pensamientos tan extraños, escuché una voz que me decía : «¿Qué te puede importar eso? Mira y ataba al Señor, que es eterno y en quien todo es eterno».

Vi entonces a Ménsor que sacaba de una bolsa, colgada de su cintura, un puñado de pequeñas barras compactas, pesadas, del largo de un dedo, afiladas en la extremidad y brillantes como el oro; era su regalo, que colocó humildemente sobre las rodillas de la Santísima Virgen al lado del Niño Jesús. Ella lo tomó con un agradecimiento lleno de gracia y lo cubrió con un extremo de su manto. Ménsor dio aquellas pequeñas barras de oro, virgen porque era muy sincero y caritativo, y buscaba la verdad con un ardor constante e inquebrantable.


Después se retiro, retrocediendo con sus cuatro acompañantes, y Saír, el Rey cetrino, se adelanto con los suyos y se arrodilló con una profunda humildad, ofreciendo su presente con palabras conmovedoras. Era un vaso de oro para poner el incienso, lleno de pequeños granos resinosos, de color verdoso; lo puso sobre la mesa delante del Niño Jesús. Saír dio el incienso, porque era un hombre que se conformaba respetuosamente y desde el fondo de su corazón, a la voluntad de Dios y la seguía con amor. Se quedó largo rato arrodillado con un gran fervor antes de retirarse.
Luego vino Teóceno, el mayor de los tres. Tenía mucha edad; sus miembros estaban endurecidos, no siéndole posible arrodillarse; pero se puso de pie, profundamente inclinado, y colocó sobre la mesa un vaso de oro con una hermosa planta verde. Era un precioso arbusto de tallo recto, con pequeños ramos crespos coronados por lindas flores blancas: era la mirra. Ofreció la mirra, por ser el símbolo de la mortificación y de la victoria sobre las pasiones, pues este hombre excelente había sostenido perseverante lucha contra la idolatría, la poligamia y las costumbres violentas de sus compatriotas. En su emoción, se quedó durante tanto tiempo con sus cuatro acompañantes ante el Niño Jesús, que tuve lástima de los otros criados que estaban fuera de la gruta, y que habían esperado tanto para ver al Niño.
Las palabras de los Reyes y de todos sus acompañantes eran llenas de simplicidad y siempre muy conmovedoras. En el momento de prosternarse y al ofrecer sus presentes, se expresaban más o menos en estos términos: «Hemos visto su estrella; sabemos que Él es el Rey de todos los reyes; venimos a adorarlo y a ofrecerle nuestro homenaje y nuestros presentes». Y así sucesivamente.


Estaban como en éxtasis, y en sus oraciones inocentes y afectuosas, recomendaban al Niño Jesús sus propias personas, sus familias, su país, sus bienes y todo lo que tenía algún valor para ellos sobre la tierra. Ofrecían al Rey recién nacido sus corazones, sus almas, sus pensamientos y sus acciones. Le pedían que les diera una clara inteligencia, virtud, felicidad, paz y amor. Se mostraban inflamados de amor y derramaban lágrimas de alegría, que caían sobre sus mejillas y sus barbas. Se hallaban en plena felicidad. Creían haber llegado ellos mismos hasta aquella estrella hacia la cual, desde miles de años atrás, sus antepasados habían dirigido sus miradas y suspiros, con un deseo tan constante. Todo el regocijo de la promesa realizada después de tantos siglos estaba en ellos.


La madre de Dios aceptó todo con humilde acción de gracias; al principio no dijo nada, pero un simple movimiento bajo su velo expresaba su piadosa emoción. El cuerpecito del Niño se mostraba brillante entre los pliegues de su manto.
Por fin, Ella dijo a cada uno algunas. palabras humildes y llenas de gracia, y echó un poco su velo hacia atrás. Allí pude recibir una nueva lección. Pensé: «con qué dulce y amable gratitud recibe cada presente! Ella, que no tiene necesidad de nada, que posee a Jesús, acoge con humildad todos los dones de la caridad. Yo también, en lo futuro, recibiré humildemente y con agradecimiento todas las dádivas caritativas» ¡ Cuánta bondad en María y en José ! No guardaban casi nada para ellos, y distribuían todo entre los pobres.


Cuando los Reyes hubieron abandonado la gruta con sus, acompañantes, volviéndose a sus carpas, sus criados entraron a su vez. Habían levantado las tiendas, descargado los animales, puesto todo en orden, y esperaban delante de la puerta, llenos de paciencia y de humildad. Eran más de treinta, y estaba también con ellos un grupo de niños que llevaban solamente un paño ceñido a los riñones y un pequeño manto.
Los criados entraron de cinco en cinco, conducidos por uno de los personajes principales bajo cuyas órdenes servían. Se arrodillaban alrededor del Niño y lo honraban en silencio. Finalmente, entraron los niños todos juntos, se pusieron de rodillas y adoraron a Jesús con una alegría inocente y cándida.
Los servidores no se quedaron mucho tiempo en la gruta del Pesebre, pues los Reyes volvieron a entrar solemnemente. Se habían puesto otros mantos largos y flotantes; llevaban en la mano unos incensarios, y con ellos incensaron con gran respeto al Niño, a la Santísima Virgen, a José y a toda la gruta. Luego se retiraron, después de haberse inclinado profundamente.

Ésta era una de las formas de adorar que tenía aquel pueblo.
Durante todo este tiempo, María y José se hallaban penetrados por la más dulce alegría. Jamás los había visto así; lágrimas de ternura corrían a menudo por sus mejillas. Los honores solemnes rendidos al Niño Jesús, a quien ellos se veían obligados a alojar tan pobremente, y cuya dignidad suprema quedaba escondida en sus corazones, los consolaba infinitamente. Veían que la Providencia todopoderosa de Dios, a pesar de la ceguera de los hombres, había preparado para el Niño de la Promesa, y le había enviado desde las regiones más lejanas, lo que ellos por sí no podían darle: la adoración debida a su dignidad, y ofrecida por los poderosos de la tierra con una santa magnificencia. Adoraban a Jesús con los santos Reyes. Los homenajes ofrecidos los hacían muy felices.

Las tiendas estaban levantadas en el valle situado detrás de la gruta del Pesebre, hasta la gruta de la tumba de Maraha ; los animales se hallaban puestos en filas y atados a estacas, y separados por medio de cuerdas. Cerca de la carpa grande que estaba al lado de la colina del Pesebre, había un espacio cubierto con esteras, donde estaba depositada una porción del equipaje; sin embargo, la mayor parte fue llevada a la gruta de la tumba de Maraha.
Cuando todos hubieron abandonado el Pesebre, ya se habían levantado las estrellas. Se reunieron en círculo cerca del viejo terebinto que se alzaba sobre la gruta de Maraha, y entonaron cantos solemnes en presencia de las estrellas. No me es posible decir la emoción de aquellos cantos que resonaban en medio del valle silencioso. ¡Durante tantos siglos sus antepasados habían mirado los astros, rezado, cantado, y he aquí que ahora todos sus deseos habían sido escuchados ! Cantaban como ebrios de alegría y de agradecimiento.

Entre tanto, José, con la ayuda de dos viejos pastores, había preparado una comida frugal en la tienda de los tres Reyes. Trajeron pan, frutas, panales de miel, algunas hierbas y frascos de bálsamo, poniéndolo todo sobre una mesa baja, cubierta con una carpeta. José había conseguido estas cosas desde la mañana para recibir a los Reyes, cuya venida le había sido anunciada de antemano por la Santísima Virgen.
Cuando los Reyes volvieron a su carpa, vi que San José los recibía muy cordialmente, y les rogaba, que siendo sus huéspedes, se dignaran aceptar la sencilla comida que les ofrecía. Se ubicó al lado de ellos junto a la mesa, y luego empezaron a comer.
San José no mostraba timidez alguna; hallábase tan contento que derramaba lágrimas de alegría.

( Cuando vi esto, pensé en mi difunto padre, el pobre campesino, que en ocasión de mi toma de hábito en el convento, se vio obligado a sentarse a la mesa en compañía de muchas personas distinguidas. En su sencillez y su humildad, al principio había sentido mucho miedo; luego, púsose tan contento que hasta derramó lágrimas de alegría. Sin querer, ocupaba el primer lugar en la fiesta. )


 
Después de aquella pequeña comida, José los dejó. Algunas de las personas más importantes de la caravana fueron a una posada de Belén; las otras se echaron sobre sus lechos, que estaban preparados formando un círculo bajo la carpa grande, y en ellos reposaron. José, que había vuelto a la gruta, puso todos los presentes a la derecha del Pesebre, en un rincón en el cual había colocado un tabique, de manera que no se pudiera ver lo que había detrás.


La criada de Ana, que después de la partida de esta se había quedado al lado de la Santísima Virgen, se había mantenido oculta en una gruta lateral durante toda la ceremonia, no volviendo a aparecer hasta que todos se hubieron marchado. Era una mujer inteligente y de espíritu grave. No vi a la Sagrada Familia, ni a esta criada mirando los presentes de los Reyes con satisfacción mundana; todo fue aceptado con humilde agradecimiento y casi de inmediato distribuido caritativamente.


Esta noche, vi en Belén un poco de agitación con motivo de la llegada de la caravana a la casa en que se pagaba el impuesto; más tarde hubo muchas idas y venidas en la ciudad. Las gentes que habían seguido el cortejo hasta el valle de los pastores, no habían tardado en volver. Luego, mientras los tres Reyes, llenos de alegría y de fervor, adoraban y depositaban sus presentes en la gruta del Pesebre, vi a algunos judíos rondando por los alrededores, a cierta distancia, que espiaban y murmuraban en voz baja. Más tarde, los vi ir y venir dentro de Belén, y presentar diversos informes.

No pude dejar de llorar amargamente por estos desgraciados. Sufro mucho viendo a estas malas personas que entonces, y todavía ahora, cuando el Salvador se acerca a los hombres, se ponen a murmurar y a observar, y luego, arrastrados por su malicia, propagan mentiras. ¡Cuán dignos de compasión me parecían aquellos desgraciados ! Tienen la salvación tan cerca de ellos, y la rechazan, mientras que estos buenos Reyes, guiados por s fe sincera en la Promesa, han venido desde tan lejos han encontrado la salvación. ¡Ay! ¡Con cuánto dolor lloro por estos hombres endurecidos y ciegos !


En Jerusalén vi hoy, durante el día, a Herodes leyendo todavía unos rollos en compañía de unos escribas, y hablando de lo que habían dicho los tres Reyes. Después todo entro nuevamente en calma, como si se hubiera querido acallar este asunto.
Hoy por la mañana temprano vi a los Reyes y a algunas personas de su séquito, visitando sucesivamente a la Sagrada Familia. Los vi también, durante el día, cerca de su campamento y de sus bestias de carga, ocupados en hacer diversas distribuciones. Estaban llenos de júbilo y de felicidad, y repartían muchos regalos. Vi que entonces, se solía siempre hacer esto, en ocasión de acontecimientos felices.

Los pastores que habían prestado servicios al séquito de los Reyes, recibieron valiosas gratificaciones; también a muchos pobres les fueron ofrecidos presentes. Vi que ponían unos chales sobre los hombros de algunas pobres viejitas encorvadas que habían ido allí.
Entre las personas del séquito de los tres Reyes, había algunas que se encontraban a gusto en el valle cerca de los pastores y que deseaban quedarse allí para vivir junto a ellos. Dieron a conocer su deseos a los Reyes, y obtuvieron el permiso de quedarse, habiendo recibido además muy ricos regalos, entre otros, colchas, vestidos, oro en grano, y además los asnos en los que habían montado. Viendo a los Reyes que distribuían también muchos trozos de pan, me pregunté al principio dónde podían haberlo conseguido; pero luego recordé haberlos visto varias veces, en los sitios en que establecían su campamento, preparar, gracias a su provisión de harina, dentro de moldes de hierro que llevaban, pequeños panes chatos, parecidos a las galletas, que ponían sobre sus bestias de carga, amontonados dentro de livianas cajas de cuero. Hoy vinieron también muchas personas de Belén que se agrupaban alrededor de ellos, para conseguir algunos obsequios, bajo diferentes pretextos.

Por la noche, fueron al Pesebre para despedirse. Primero fue sólo Ménsor.
María le puso al Niño Jesús en los brazos; él lloraba y resplandecía de alegría.
Luego vinieron los otros dos, y derramaron lágrimas al despedirse. Trajeron todavía muchos presentes; piezas de tejidos diversos, entre los cuales algunos que parecían de seda sin teñir, y otros de color rojo o floreados; también trajeron muy hermosas colchas. Quisieron además dejar sus grandes mantos de color amarillo pálido, que parecían hechos con una lana extremadamente fina; eran muy livianos y el menor soplo de aire los agitaba. Traían también varias copas, puestas las unas sobre las otras, cajas llenas de granos, y en una cesta, unos tiestos donde había hermosos ramos de una planta verde con lindas flores blancas. Aquellos tiestos se hallaban colocados unos encima de otros dentro de la canasta. Era mirra. Dieron igualmente a José unos jaulones llenos de pájaros, que habían traído en gran cantidad sobre sus dromedarios para alimentarse con ellos.


Cuando se separaron de María y del Niño, todos derramaron muchas lágrimas. Vi a la Santísima Virgen de pie junto a ellos en el momento de despedirse. Llevaba sobre su brazo al Niño Jesús envuelto en su velo, y dio algunos pasos para acompañar a los Reyes hasta la puerta de la gruta ; allí se detuvo en silencio, y para dar un recuerdo a aquellos hombres excelentes, desprendió de su cabeza el gran velo transparente de tejido amarillo que la envolvía, así como al Niño Jesús, y lo puso en las manos de Ménsor. Los Reyes recibieron aquel presente inclinándose profundamente, y un júbilo lleno de respeto hizo palpitar sus_ corazones, cuando vieron ante ellos a la Santísima Virgen sin velo, teniendo al pequeño Jesús. ¡Cuántas dulces lágrimas derramaron al abandonar la gruta ! El velo fue para ellos desde entonces la más santa de las reliquias que poseían.


La Santísima Virgen, recibiendo los presentes, no parecía darles gran valor; y sin embargo, en su conmovedora humildad, mostraba un verdadero agradecimiento a la persona que los ofrecía. Durante esta maravillosa visita no vi en Ella ningún sentimiento de complacencia para consigo misma; solamente al principio, por amor hacia el Niño Jesús y por compasión hacia San José, se dejó llevar con naturalidad por la esperanza de que en adelante, San José y el Niño encontrarían quizás un poco de simpatía en Belén, y que ya no serían tratados con tanto desprecio como lo fueron a su llegada, pues la tristeza y la inquietud de San José la habían afligido mucho.


Cuando los Reyes se despidieron, la lámpara estaba ya encendida en la gruta. Todo estaba oscuro, y ellos se fueron enseguida con sus acompañantes debajo del gran terebinto que había encima de la tumba de Maraha, para celebrar allí, como en la víspera por la noche, las ceremonias de su culto. Debajo del árbol había una lámpara encendida. Cuando las estrellas aparecieron, se pusieron a rezar y a entonar melodiosos cantos. Las voces de los niños producían un efecto muy agradable en aquel coro. Luego, se dirigieron todos a la carpa en la que José había preparado de nuevo una ligera comida. Después de esto, algunos se volvieron a su posada de Belén, mientras otros iban a descansar bajo la carpa.

Hacia la medianoche, tuve de pronto una visión. Vi a los Reyes descansando en su carpa sobre unas colchas tendidas en el suelo, y cerca de ellos percibí a un hombre joven y resplandeciente. Era un ángel que los despertaba y les decía que debían partir de inmediato, sin volver por Jerusalén, sino a través del desierto, siguiendo las orillas del Mar Muerto.
Los Reyes se levantaron en seguida de sus lechos, y todo su séquito pronto estuvo en pie. Uno de ellos fue al Pesebre a despertar a San José, quien corrió a Belén para advertir a los que allí se habían hospedado; pero los encontró en el camino, pues ellos habían tenido la misma aparición. Plegaron la carpa, cargaron el fardaje y todo fue envuelto y preparado con una asombrosa rapidez. Mientras los Reyes se despedían en forma conmovedora de San José una vez más delante de la gruta del Pesebre, su séquito partía en destacamentos separados para tomar la delantera, y se dirigía hacia el Sur con el fin de costear el Mar Muerto atravesando el desierto de Engaddi.
Los Reyes instaron a la Sagrada Familia a que partiera con ellos, porque sin duda alguna un gran peligro la, amenazaba; luego aconsejaron a María que se ocultara con el pequeño Jesús, para no ser molestada a causa de ellos. Lloraron entonces como niños, y abrazaron a San José diciéndole palabras conmovedoras; luego montaron sus dromedarios, ligeramente cargados, y se alejaron a través del desierto. Vi al ángel cerca de ellos, en la llanura, señalarles el camino. Pronto desaparecieron. Seguían rutas separadas, a un cuarto de legua unos de otros, dirigiéndose durante una legua hacia el Oriente, y enseguida hacia el Sur, en el desierto.

 
Beata Ana Catalina Emmerick
Nacimiento e infancia de Jesús
Edit. Edibesa, Madrid. Pág. 88 y ss.
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