IV Domingo de Cuaresma (B) y pincelada martirial
De qué forma tan hermosa San Agustín, en los escritos que tiene sobre el evangelio de San Juan, nos habla de lo que acabamos de escuchar:
Si amas a Jesús, síguele. Yo le amo -me dices-, pero ¿por qué camino le sigo? Si el Señor, tu Dios, te hubiese dicho: Yo soy la verdad y la vida, y tú deseases la verdad y anhelaras la vida, sin duda que hubieras preguntado por el camino para alcanzarlas, y te estarías diciendo: Gran cosa es la verdad, gran cosa es la vida; ojalá mi alma tuviera la posibilidad de llegar hasta ellas.
También nosotros cuando nos fatigamos decimos lo mismo: -Ojalá pudiésemos llegar a Cristo. Y se pregunta San Agustín:
¿Quieres saber por dónde has de ir? Oye que el Señor dice primero: Yo soy el camino. Antes de decirte adónde, te dijo por dónde: Yo soy el camino. ¿Y adónde lleva el camino? A “la verdad y a la vida”. Primero dijo por dónde tenías que ir, y luego adónde. Yo soy el camino y la verdad y la vida. Permaneciendo junto al Padre, es la verdad y la vida; al vestirse de carne, se hace camino[1].
Podíamos recordar a aquella profesora de la Universidad de Leningrado, la actual San Petersburgo, Tatiana Góricheva. Ella misma se define como comunista, divorciada y liberal, y cuenta en su libro Hablar de Dios resulta peligroso el doloroso vaciamiento de su existencia, hasta que -por caminos inimaginables– pudo volver a Dios.
Como había perdido el sentido de la vida, buscó refugio -como tantos otros- en la práctica del yoga, con la finalidad de recuperar en parte la paz, el sosiego y el equilibrio perdidos. En la academia de yoga les daban unas oraciones escritas como simple ejercicio de concentración mental. A ella le tocó el Padrenuestro. Leyendo que Dios es Padre y que era capaz del perdón, desfiló en su cabeza toda su vida de pecado.
Acabamos de escuchar en el evangelio: Todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz. No desea verse acusado por sus obras y por eso no se acerca a la luz. Ella, a tientas, sin que nadie le hubiera hablado aún del sacramento de la Penitencia, buscaba el rostro de Dios que intuía. Sentía la imperiosa necesidad de confesar sus pecados y de que alguien la garantizase el perdón de Dios. Tras una larga búsqueda pudo encontrar lo que anhelaba y pudo confesarse en un monasterio de Ucrania.
Se da un encuentro personal. Cristo sale a nuestro encuentro. La luz lo invade todo. Jesús es el amigo que nunca nos abandona; Jesús nos conoce uno por uno, personalmente; sabe nuestros nombres, nos sigue, nos acompaña, camina con nosotros cada día; participa de nuestras alegrías y nos consuela en los momentos de dolor y de tristeza. Pero es necesario seguir su camino. Jesús es el amigo del que ya no se puede prescindir cuando se le ha encontrado y se ha comprendido que nos ama y quiere nuestro amor.
Los santos se acercan a la luz porque viven en la verdad, sus obras están hechas según Dios. Por eso, a diferencia del mundo protestante, se nos piden unas obras. No hay ninguna contradicción en lo que acabamos de escuchar cuando Pablo escribe a los Efesios. Nos está diciendo que es necesario no envalentonarse, no creerse que nuestras obras lo hacen todo, que por nosotros se hace todo. Por pura gracia, por el amor que Dios nos tiene, por el encuentro de Dios, que nos ama, hemos sido salvados. Y después Pablo también repite al final: Somos obra suya. Pero ahora, cuando tú sales al mundo, cuando comienzas a caminar por Cristo Camino, es necesario que tus obras te acompañen.
La pasión y la muerte de Cristo habían sido ya anunciadas en el Antiguo Testamento, no como final de su misión, sino como el paso indispensable requerido para ser exaltado por Dios. Lo dice de un modo especial el canto de Isaías, hablando del Siervo de Yahveh como Varón de dolores: He aquí que mi Siervo tendrá éxito, será enaltecido, levantado y ensalzado sobremanera… (Is 52,13). Y el mismo Jesús, cuando advierte que el Hijo del Hombre… será matado, añade que resucitará al tercer día (Mt 8,31).
Esta es la exaltación. Lo mismo que Moisés eleva la serpiente en el desierto para que los judíos encuentren la salvación, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre.
Nos encontramos, pues, ante un designio de Dios que, aunque parezca tan evidente, considerado en el curso de los acontecimientos descritos por los evangelios, sigue siendo un misterio que la razón humana no puede explicar de manera exhaustiva. En este espíritu, el Apóstol Pablo se expresará con aquella paradoja extraordinaria: Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres (1Co 1,25). Estas palabras de Pablo sobre la cruz de Cristo son reveladoras. Con todo, aunque es verdad que al hombre le resulta difícil encontrar una respuesta satisfactoria a la pregunta: ¿por qué la cruz de Cristo?... La respuesta a este interrogante nos la ofrece una vez más la Palabra de Dios.
Jesús mismo nos lo dice: Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna (Jn 3,16). Cuando Jesús pronuncia estas palabras en el diálogo nocturno con Nicodemo, su interlocutor no podía suponer aún, probablemente, que la frase “dar su Hijo” significaba entregarlo a la muerte en la cruz. Pero Juan, que introduce esa frase en su relato, conocía muy bien su significado. Comienza diciéndonos al principio de su evangelio: Vino a los suyos y los suyos no le recibieron. Juan escribe su evangelio después de haber vivido al lado del Señor. El desarrollo de los acontecimientos había demostrado que ése era exactamente el sentido de la respuesta a Nicodemo: Dios ha dado a su Hijo unigénito para la salvación del mundo, entregándole a la muerte de cruz por los pecados del mundo, entregándolo por amor: ¡Tanto amó Dios al mundo, a la creación, al hombre! El amor sigue siendo la explicación definitiva de la redención mediante la cruz. Es la única respuesta a la pregunta ¿por qué?, a propósito de la muerte de Cristo incluida en el designio eterno de Dios.
El autor del cuarto evangelio, donde encontramos el texto de la respuesta de Cristo a Nicodemo, volverá a la misma idea en una de sus Cartas: En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados (1Jn 4,10)[2]. Aquí está la gratuidad de Dios. Dios no viene a pagar nada; viene a rescatarnos con su propio Hijo; viene a darnos vida a través de la muerte de Cristo. Por eso es necesario que nuestras obras sean conforme a la luz; que sean vistas por todos. Es tremendamente dura la expresión que tiene el Señor: El que es perverso detesta la luz, se esconde, no quiere ser visto por los demás; no se acerca a la luz para no ser acusado por las mismas obras que está haciendo. En cambio, el que vive en la verdad, el que no tiene miedo a expresarse en la verdad, vive en la luz.
Este domingo de alegría -domingo laetare- dentro del tiempo de Cuaresma, nos recuerda que si la victoria se da por medio de la Cruz, es necesario que nuestras obras sean fruto de ese amor que Dios nos tiene. No lo olvidemos: por pura gracia, por el amor que Dios nos tiene hemos sido salvados. Ahora a nosotros nos toca procurarnos esa salvación, frecuentar la vida de sacramentos, seguir trabajando en la vida de sacrificio, de oración, de entrega. Jesucristo entra en el mundo para darnos la vida. Él es el Camino. Ya no hay que preguntar por dónde, porque Cristo nos ha dado su palabra para que le sigamos.
Que María Santísima, al pie de la Cruz, sea fuerza para nosotros, sea camino -como el mismo Señor nos dice que Él lo es-, por ser quien sigue de verdad el camino del Evangelio, por ser quien cumple la Palabra de Dios en su vida.
PINCELADA MARTIRIAL
Hace ya 17 años, el 11 de marzo de 2001, San Juan Pablo II elevó a los altares a 233 mártires de la persecución española, la práctica totalidad vinculados a la Archidiócesis de Valencia. Era la más numerosa hasta la fecha (luego superada por Roma en 2007 y Tarragona en 2013).
Escuchemos al mismo Pontífice en las palabras de su homilía:
José Aparicio Sanz y sus doscientos treinta y dos compañeros, [fueron] asesinados durante la terrible persecución religiosa que azotó España en los años treinta del siglo pasado. Eran hombres y mujeres de todas las edades y condiciones: sacerdotes diocesanos, religiosos, religiosas, padres y madres de familia, jóvenes laicos. Fueron asesinados por ser cristianos, por su fe en Cristo, por ser miembros activos de la Iglesia. Todos ellos, según consta en los procesos canónicos para su declaración como mártires, antes de morir perdonaron de corazón a sus verdugos.
Los testimonios que nos han llegado hablan de personas honestas y ejemplares, cuyo martirio selló unas vidas entretejidas por el trabajo, la oración y el compromiso religioso en sus familias, parroquias y congregaciones religiosas. Muchos de ellos gozaban ya en vida de fama de santidad entre sus paisanos. Se puede decir que su conducta ejemplar fue como una preparación para esa confesión suprema de la fe que es el martirio.
¿Cómo no conmovernos profundamente al escuchar los relatos de su martirio? La anciana María Teresa Ferragud fue arrestada a los ochenta y tres años de edad junto con sus cuatro hijas religiosas contemplativas. El 25 de octubre de 1936, fiesta de Cristo Rey, pidió acompañar a sus hijas al martirio y ser ejecutada en último lugar para poder así alentarlas a morir por la fe. Su muerte impresionó tanto a sus verdugos que exclamaron: Esta es una verdadera santa.
No menos edificante fue el testimonio de los demás mártires, como el joven Francisco Castelló y Aleu, de veintidós años, químico de profesión y miembro de la Acción Católica que, consciente de la gravedad del momento, no quiso esconderse, sino ofrecer su juventud en sacrificio de amor a Dios y a los hermanos, dejándonos tres cartas, ejemplo de fortaleza, generosidad, serenidad y alegría, escritas instantes antes de morir, a sus hermanas, a su director espiritual y a su novia.
O también el neosacerdote Germán Gozalbo, de veintitrés años, que fue fusilado solo dos meses después de haber celebrado su primera Misa, después de sufrir un sinfín de humillaciones y malos tratos.
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