III Domingo de Cuaresma (B) y pincelada martirial
La expulsión del Templo por Carl Heinrich Bloch. Este suceso da pie a Jesús para hablar de la realidad de la Pascua... Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.
El evangelio de hoy nos presenta a Jesús subiendo hacia Jerusalén. La Cuaresma es una ascensión hasta Jerusalén. Vamos a ver cómo Cristo muere por nosotros; pero, sobre todo, vamos a ver cómo Cristo nos salva. Para eso ha venido al mundo, no para que le veamos morir, sino para darnos la salvación. Se acercaba la Pascua, dice el evangelio. Para el evangelista Juan este último ascenso de Jesús a la ciudad santa supone un camino callado, camino consciente para vivir el misterio pascual.
Los judíos quieren signos. La primera carta a los Corintios nos presenta la diatriba que tuvieron que soportar los cristianos en la primera predicación apostólica: los judíos se escandalizan cuando anuncian el misterio pascual de Cristo. No soportan la cruz, sino que buscan la fuerza extraordinaria de los signos espectaculares. Lo débil no es de Dios. Y, sin embargo, Pablo nos hace entender, porque él lo ha experimentado, que lo débil de Dios es más fuerte que los hombres. Es más fuerte que esa prepotencia que muchas veces utilizamos los hombres.
Los griegos, por su parte, quieren sabiduría. Los primeros cristianos chocaron también con la mentalidad griega que valora la sabiduría expresada en fascinantes palabras. La ignorancia no es de Dios. Y, sin embargo, Pablo afirma que lo necio de Dios es más sabio que los hombres, que cualquier sabiduría humana.
Ni judíos ni griegos reconocen que la fuerza y la sabiduría de Dios son el misterio de Cristo encarnado en María, muerto y resucitado, corazón de la nueva alianza, que rompe con todo lo antiguo, que lo lleva a plenitud, que crea una nueva alianza entre los hombres y Dios, que busca nuestra salvación, que llora -podríamos decir humanamente- porque sus hijos le abandonan, se separan. Y el Padre entrega a su propio Hijo para salvarnos.
Dios quiere una alianza de amor, quiere romper la dureza de nuestro corazón lleno de pecado, para convertirlo en un corazón de amor. La primera lectura nos habla de los mandamientos centrales de la ley mosaica. El Decálogo era el corazón de la “primera alianza”. Y el signo espacial de la alianza entre Dios y su pueblo era el templo, centro de la vida religiosa. Destruid este templo. Y el corazón que está cerrado se mofa. Tantos años ha tardado en hacerse este templo, ¿y tú ahora lo vas a reconstruir en tres días? Y con la delicadeza del que lee con profundidad, dice el evangelista: Estaba hablando de su propio cuerpo. O sea, estaba hablando de nuestra salvación.
Esto es la Cuaresma: reconstruir nuestra vida cristiana, mejorándola. Si somos buenos cristianos, no conformarnos con la bondad, sino buscar la santidad, buscar la salvación de nuestra alma.
No podemos convertir en un mercado la casa de Dios. La sociedad judía del tiempo de Jesús había hecho del mercado su verdadero templo y su religión, por las circunstancias, por la necesidad, por esos animales que era preciso comprar lo más cerca de la puerta del templo para poderlos ofrecer después. Y ahora viene el Señor encarnado y entrega su propio cuerpo. Ya no hay necesidad de más mediación ni de más víctimas, ni de más animales. Cristo el Señor, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, entrega su vida.
Jesús reacciona ante esta nueva forma de profanación de lo más sagrado que vacía de valores religiosos el corazón del hombre. Un puro formulismo; la dureza del corazón que cumple, la necedad del que se separa de Dios. Y nos dice: Aquí estoy. No solo entra en el mundo para presentarse a nosotros, sino para morir y darnos la salvación.
Cuaresma significa limosna, significa oración, significa penitencia. Pero Cuaresma significa, sobre todo, amor de Dios. Nosotros debemos buscar este amor que el Señor constantemente nos regala. María dice: Aquí está la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra. Por eso después Jesucristo mismo la ensalza: porque cumple la palabra de Dios. No busquemos otros caminos que el de meternos en el corazón del Evangelio, porque eso romperá nuestra dureza y abrirá nuestra mente. Como sucedió a los de Emaús, se abrirán nuestros ojos para entender qué es lo que el Señor quiere de nosotros. Hay que romper con el desánimo, con la tristeza, con dejar que el demonio se meta en nuestro corazón. Hay que buscarle al Señor, porque Él viene para nosotros. María nos lo ha entregado. El Señor pide de nosotros una respuesta clara, concreta: abrir nuestro corazón para que Él tenga su estancia en nosotros. Y que con María digamos: Aquí está la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra.
Como María, como los santos: anteayer, primer viernes de mes, recordábamos al beato Engelmar Hubert Unzeitig.
Estando a punto de terminar la Segunda Guerra Mundial, el 2 de marzo de 1945, moría en el campo de concentración de Dachau (Alemania) este joven sacerdote y misionero de Mariannhill. Allí había llegado a mediados de 1941 como prisionero y durante los casi cuatro años que estuvo confinado no dejó por ello de ser misionero. Era por fuera un habitante más de aquella ciudad de muerte, identificado con el número 26.147; pero por dentro guardaba un fiel religioso, un celoso sacerdote, un valiente misionero y a todo un gigante de la caridad cristiana. El testimonio de su vida y de su oración, su afabilidad y paciencia, la fidelidad a su consagración religiosa, su prudencia al hablar y su sabiduría al callar, su generosidad a la hora de compartir lo que tenía y su coraje para mendigar a favor de los más necesitados, dieron una eficacia insospechada a su presencia en Dachau. En la última carta que escribió leemos:
El amor multiplica las fuerzas, inventa cosas, da libertad interior y alegría. No se puede imaginar el corazón del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman… Lo bueno es inmortal y la victoria debe ser de Dios, aunque a veces parezca tarea inútil extender el amor de Dios en el mundo. De cualquier forma, el corazón del hombre desea el amor; al final nada se resiste a la fuerza del amor, con tal de que esté basado en Dios y no en las criaturas. Sigamos haciendo lo posible y ofrezcamos sacrificios para que el amor y la paz reinen pronto otra vez[1].
Terminó sus días en coherencia con la que había sido la tónica de su existencia: ofreciéndose voluntario para atender a los enfermos, víctimas de una epidemia de tifus. En pocas semanas, tras contraer él la enfermedad, moría de tifus el que había ayudado a tantos moribundos a bien morir. Salió de este mundo como había vivido en él: Con el corazón en la mano.
PINCELADA MARTIRIAL
El Beato Ricardo Plá Espí nació en Agullent (Valencia) el 12 de diciembre de 1898. Con diez años ingresó en el colegio de San José de Valencia. Posteriormente, estudió en el seminario de la misma ciudad. Se doctoró en Filosofía, Teología y Derecho Canónico en la Universidad Pontificia Gregoriana de Roma. Fue ordenado sacerdote en 1922 y el arzobispo Reig y Casanova le nombró profesor del seminario de Valencia. Cuando monseñor Enrique Reig fue creado cardenal y nombrado arzobispo de Toledo, se llevó consigo a Ricardo Plá como secretario, cargo que desempeñó hasta la muerte del cardenal en 1927.
A partir de entonces, Plá Espí fue nombrado profesor y secretario de estudios de la Facultad de Filosofía de la Universidad Pontificia de Toledo, capellán mozárabe de la Catedral Primada y consiliario del Centro de Toledo de la Asociación Católica de Propagandistas.
El 24 de julio de 1936, Ricardo Plá fue detenido junto a sus padres y su hermana Consuelo. Esta explicaría años más tarde cómo fueron colocados los cuatro ante el paredón de fusilamiento y cómo en ese momento, un joven vestido de miliciano interpuso su cuerpo al del sacerdote, al tiempo que gritaba “¿qué vais a hacer, bárbaros? Este cura es un santo. De los cuatro respondo yo”.
Con este gesto consiguió que se les pusiese en libertad, pero días después fueron de nuevo por él. Antes de salir de su casa, Ricardo Plá se dirigió a su madre y le dijo: “Madre, ¿usted no me ha criado para el cielo? Pues esta es la hora. No merecía yo tanto. Dios me premia con largueza al concederme la palma del martirio”. Mientras, su madre sacó aún fuerzas para decirle: -Hijo mío, mucho valor para sufrir, pero mucho más amor para perdonar. Se lo llevaron al toledano paseo del Tránsito y allí lo fusilaron, dándole un tiro de gracia en la frente y otro en el costado. El 28 de octubre de 2007, Benedicto XVI lo elevó a los altares.
Años antes de su martirio, en 1933, en las notas de un Sermón del Viernes de Pasión, podemos leer:
Estaba la Madre Dolorosa junto a la Cruz, llorosa, mientras que de ella pendía el Hijo de sus entrañas, canta el poema alegórico por excelencia de los Dolores de la Virgen, puesto en boca de la Iglesia por uno de sus esclarecidos hijos, Santiago Bendetti.
No hay amor, había dicho repetidas veces el Divino Maestro a las gentes que le seguían, ávidas de sus enseñanzas saludables y de regeneración suprema, ni más generoso ni más fuerte, ni más entero y acabado como el de aquel que está pronto y dispuesto a dar todo cuanto tiene y posee, incluso la propia vida, en beneficio de aquellos seres a quienes ama.
Pues bien, fue en la cima del Calvario donde traduciendo en hechos fehacientes la verdad de tan celestial doctrina, se entregó voluntariamente el Redentor Divino en manos de sus verdugos y sayones en calidad de víctima para poder lavar con la sangre preciosísima, que manaría a torrentes de su cuerpo sacratísimo, aquella mancha antigua con que aparecía la entera humanidad.
Pero notad, mis hermanos, mientras Jesucristo agoniza y muere en lo alto de la Cruz, para otorgar de nuevo al hombre la vida que perdiera por el primer pecado, otra víctima, más silenciosa y callada, pero de muy subido valor y significado precio, se inmolaba también, aunque de manera incruenta, a los pies del ara de la Cruz por la redención del mundo: la Virgen sin mancilla, la sin par Dolorosa.