El Mesías de Händel LXXXII
por Alfonso G. Nuño
Os voy a declarar un misterio: No todos moriremos, pero todos nos veremos transformados. En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al toque de la última trompeta... (1Cor 15,51-52a).
Como quiera que se trata de la declaración de un misterio, es el bajo, primero con un recitativo, quien va a tomar ahora la palabra.
Pero la declaración del misterio, por parte de S. Pablo, lo es como misterio divino. Nosotros hablamos normalmente de misterio como aquello de lo que sabemos que no sabemos y nos atrae o necesitamos la averiguación de aquello que desconocemos, pero desde el supuesto de que esa ignorancia es algo momentáneo y salvable tarde o temprano por nuestra razón. Esperamos desvelarlo en un momento u otro con nuestro esfuerzo; se suele dar por sentado que los misterios de la naturaleza, por ejemplo, serán penetrados por la ciencia.
Pero lo que el apóstol pone ante nosotros es misterio en cuanto tal. Dios no es misterio porque de momento se escape a nuestro entendimiento, sino porque en sí mismo lo es para nosotros. Su trascendencia respecto a nuestra inteligencia es misterio. Y, en esta vida, paradójicamente, mediante la fe, lo conocemos como tal misterio. La razón por sí misma, a través del conocimiento de lo visible, ni siquiera llega a atisbar el misterio de la intimidad divina, de la vida de amor que hay entre Padre, Hijo y Espíritu Santo, aunque pueda llegar a saber de Dios: "Lo que puede conocerse de Dios lo tienen a la vista: Dios mismo se lo ha puesto delante" (Rm 1,19; cf. C.E.C. n 35). Y la exposición del misterio divino ante nuestro pobre logos no aparece propiamente como tal misterio, sino, a lo más, como problema intelectual a resolver o como absurdo lógico, pero no propiamente como misterio.
Pero la declaración del misterio, por parte de S. Pablo, lo es como misterio divino. Nosotros hablamos normalmente de misterio como aquello de lo que sabemos que no sabemos y nos atrae o necesitamos la averiguación de aquello que desconocemos, pero desde el supuesto de que esa ignorancia es algo momentáneo y salvable tarde o temprano por nuestra razón. Esperamos desvelarlo en un momento u otro con nuestro esfuerzo; se suele dar por sentado que los misterios de la naturaleza, por ejemplo, serán penetrados por la ciencia.
Pero lo que el apóstol pone ante nosotros es misterio en cuanto tal. Dios no es misterio porque de momento se escape a nuestro entendimiento, sino porque en sí mismo lo es para nosotros. Su trascendencia respecto a nuestra inteligencia es misterio. Y, en esta vida, paradójicamente, mediante la fe, lo conocemos como tal misterio. La razón por sí misma, a través del conocimiento de lo visible, ni siquiera llega a atisbar el misterio de la intimidad divina, de la vida de amor que hay entre Padre, Hijo y Espíritu Santo, aunque pueda llegar a saber de Dios: "Lo que puede conocerse de Dios lo tienen a la vista: Dios mismo se lo ha puesto delante" (Rm 1,19; cf. C.E.C. n 35). Y la exposición del misterio divino ante nuestro pobre logos no aparece propiamente como tal misterio, sino, a lo más, como problema intelectual a resolver o como absurdo lógico, pero no propiamente como misterio.
Y, gracias a la fe, todo se nos muestra como misterio: la naturaleza y la historia vehiculando el trascendente obrar salvífico de Dios para con nosotros.
No todos morirán antes de la venida en gloria del Señor. La resurrección de la carne para ellos lo será, a la par, que lo sea para quienes ya hayan entonces muerto. Pero esto no es un dato que abarquemos en la totalidad de su significación. En la fe, lo conocemos como misterio. ¿Pues qué puede saber nuestra razón sobre la resurrección de un cuerpo? ¿Qué puede decirnos nuestra inteligencia natural sobre que todos, vivos y muertos, seremos transformados?
Y misterio pues será obra divina y divina obra. Acción más allá de la causalidad intramundana, tanto natural como histórica ("en un instante, en un abrir y cerrar de ojos"); allende la historia ("al toque de la última trompeta").
Entonces...
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