La Sagrada Familia (B) y pincelada martirial
Tras la solemnidad del Nacimiento del Señor, la liturgia de la Iglesia fija su mirada en la íntima unión de María, José y el Niño; y los presenta como un icono viviente y modélico para todas las familias del mundo y de la historia. Los textos eucarísticos de este día comienzan con la sugerente antífona de entrada tomada del evangelio de San Lucas: Los pastores fueron corriendo y encontraron a María y a José y al Niño acostado en el pesebre (2,16).
¡Qué curioso! La primera manifestación de Cristo a la humanidad, representada en los pastores, es junto a sus padres. Y en nuestros belenes gustamos representar a María y a José escoltando al humilde Niño escondido en el pesebre. Esta imagen plástica contiene una extraordinaria enseñanza cristiana, y puede ser una buena síntesis del mensaje de este día, especialmente para todas nuestras familias.
A la luz del acontecimiento de la Encarnación, la familia es un lugar privilegiado para reconocer la presencia actuante del Señor resucitado. Por medio del sacramento del matrimonio, el Señor permanece junto a los esposos para que se amen con fidelidad perpetua, de modo que el amor conyugal se rige, enriquece y sana por el don de la gracia y la caridad de Cristo.
Las familias cristianas pueden manifestar el milagro de la presencia viva del Salvador en el mundo y la auténtica naturaleza de la Iglesia, ya sea por el testimonio del amor entre sus miembros, por su disposición para comunicar la riqueza de su fe y por su generosidad para responder a las necesidades de todos (Gaudium et Spes, 48).
La familia se convierte de esta forma en el lugar cotidiano de la memoria de Cristo. Un testimonio elocuente de esta realidad nos lo ofrece Santa Teresa del Niño Jesús, al hablarnos de la relación con su padre. En Historia de un alma, Teresita recuerda una Misa solemne en la catedral, sentada al lado de su padre. Este le pide que esté muy atenta, porque el predicador hablaba de Santa Teresa. Pero ella recuerda: “Yo escuchaba bien, en efecto, pero miraba más a papá que al predicador; ¡su bello rostro me decía tantas cosas!…”.
Con razón llamamos a la familia cristiana iglesia doméstica, porque en ella los padres son para sus hijos los primeros testigos de la fe mediante la palabra y el ejemplo (Lumen Gentium, 11), porque su casa abre las puertas al hambriento, al solitario o al que camina sin esperanza, y porque su presencia en medio del mundo es una de las primeras formas de evangelización (Redemptoris missio, 42 b).
Todo esto solo es posible si cada familia está vitalmente injertada en la gran familia de la Iglesia, participando activamente en su vida y en su misión, acompañada y sostenida por una comunidad en la que la familia de los hijos de Dios que es la Iglesia se hace experiencia concretamente vivida[1].
A María y a José no les fue fácil ser familia de Dios. La pobreza, la incomprensión, y la espada de dolor les acompañaron siempre (Lc 2,35); pero no hizo fisura en el amor ni en la obligación de los santos esposos de custodiar al hijo amado, con destino singular.
Tampoco hoy es fácil a los padres y madres de familia educar a sus hijos en los valores que les hagan personas sanas, maduras y responsables, para encarar el futuro con optimismo, como hijos de Dios y miembros de la gran familia de Cristo.
El hogar cristiano es un lugar natural idóneo para que padres e hijos, según las responsabilidades correlativas, aprendan y practiquen las virtudes humanas y religiosas recomendadas en las lecturas que hoy hemos escuchado: el respeto, atención y servicio, la misericordia entrañable, la bondad, humildad, dulzura, comprensión, agradecimiento. Y por encima de todo, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada. Cuando entre los esposos no hay amor la convivencia se hace insoportable, y son los hijos los más perjudicados. Una familia sin los lazos del cariño, el respeto mutuo, el diálogo, la amistad, la piedad… está abocada al fracaso.
Y así se pregunta el padre José María Vidal Martínez[2] si la pérdida de los valores señalados en buena parte de las familias no es la raíz del fracaso de tantos matrimonios, y de los conflictos entre padres e hijos. ¿Cómo pueden ser fuertes en el amor, en la fidelidad, en la paternidad responsable, en la educación de los hijos, los esposos que no viven la santidad del matrimonio? ¿Cómo no extrañarse de la falta de sacrificio, de donación de sí mismos y de la estabilidad en matrimonios jóvenes e incluso en los jóvenes que acceden a los Seminarios e Institutos de vida consagrada? ¿O cómo podemos admirarnos ante la falta de vocaciones?
Si en los hogares no se aprenden y practican los valores básicos, humanos y cristianos, no se podrá forjar una personalidad responsable, disciplinada, generosa, abierta a la comunión con el Señor y con los demás.
El padre Enrique Regis Pupey Girad fue un jesuita que ejerció gran influencia apostólica en Francia a principios de este siglo. Contaba un día su vocación a San Pío X. Su madre sentía grandes deseos de ser religiosa, y fue a consultar su vocación con San Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars, ya muy anciano. Este le oyó complacido y le respondió sonriente:
-Dios no la quiere a usted religiosa, sino madre de familia.
Y el jesuita contaba que su madre tuvo cuatro hijos y los cuatro fueron religiosos. Al oír esto exclamó el Papa:
-¡Pícaro cura de Ars! En vez de una vocación quería cuatro...
La santidad de nuestras familias generará nuevas familias santas. Ya no se trata de un problema específico de vocaciones a la vida consagrada o sacerdotal. Se trata de la llamada general a la santidad, que de forma tan apremiante nos hizo el Concilio Vaticano II, y de la misma llamada que con tanta insistencia realiza el Papa Juan Pablo II en todos sus documentos e intervenciones. ¡Familia, sé lo que eres! O sea, cumple con tus obligaciones.
El triunfo de los inocentes, (1883) de William Holman Hunt. Curiosa representación de los Santos Niños Inocentes de Belén acompañando a la Sagrada Familia en su huida.
La familia como comunidad de personas, al servicio de la vida, en la lucha contra el aborto; en la entrega por la educación de los hijos; en la preocupación por la formación religiosa, también en las escuelas, con las clases de religión -preocupación que depende también del Gobierno, pero que depende asimismo de cada uno de los padres-; en su participación en el desarrollo de la comunidad humana, de la sociedad; en la vida y misión de la Iglesia, donde se realiza la familia cristiana de verdad. Familias para este Tercer Milenio del cristianismo. Comunidades creyentes y evangelizadoras, santuarios domésticos de la Iglesia, comunidades de diálogo con Dios… auténticas escuelas de santos.
Lo que me hace mucho bien -escribe Santa Teresa de Lisieux, Doctora de la Iglesia-, cuando pienso en la Sagrada Familia, es imaginármela llevando una vida totalmente ordinaria. No todo eso que se nos cuenta y todo eso que se supone… en los evangelios apócrifos. En su vida todo discurrió como en la nuestra[3].
Termino con una breve reflexión de Santa Teresa de Calcuta[4]:
Hoy todo el mundo da la impresión de andar acelerado. Nadie parece tener tiempo para los demás: los hijos para sus padres, los padres para sus hijos, los esposos el uno para el otro. La paz mundial empieza a quebrarse en el interior de los propios hogares.
En Jesús, María y José, los integrantes de la Sagrada Familia, se nos brinda un magnífico ejemplo para la imitación. ¿Qué fue lo que hicieron?
José era un humilde carpintero ocupado en mantener a Jesús y a María, proveyéndoles de alimento y vestido: de todo lo que necesitaban para subsistir.
María, la madre, tenía también una humilde tarea: la de ama de casa con un hijo y un marido de los que ocuparse.
A medida que el hijo fue creciendo, María se sentía preocupada porque tuviera una vida normal, porque se sintiera a gusto en casa, con ella y con José.
Era aquel un hogar donde reinaba la ternura, la comprensión y el respeto mutuo. Como he dicho, un magnífico ejemplo para nuestra imitación.
¿Acaso nosotros no podemos vivir con la misma sencillez evangélica de la Sagrada Familia?
Queridas familias, ¡que Dios os bendiga! Y que a todos nos haga santos.
PINCELADA MARTIRIAL
El próximo 18 de enero celebraremos un año más la fiesta de uno de los 11 santos de la persecución religiosa en la España de los años 30: se trata del hermano de La Salle, Jaime Hilario Barbal Cosán que fue beatificado el 29 de abril de 1990 y canonizado el 21 de noviembre de 1999 por el Beato Juan Pablo II junto a los mártires de Turón. Su testimonio viene hoy a colación por el recuerdo que él mismo tenía de sus padres: un hogar cristiano en el que se forjó un mártir.
Su vida
Manuel nació en el seno de una familia de campesinos del Pirineo de Lérida y toda su vida fue un claro ejemplo de las virtudes de aquellas gentes de su tierra: tenacidad, nobleza y realismo. Antes de ingresar en el instituto de La Salle fue alumno del seminario de La Seu d´Urgell. Estuvo en Manresa, Oliana y Mollerussa, dedicado a la enseñanza, su vocación y el objetivo de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Cambio su nombre de pila por el de Jaime Hilario en su profesión.
Sus padres
Me parece hermosa la descripción que él mismo nos dejó de sus padres:
“Mi padre es un cristiano ejemplar, y modelo de ciudadanos honrados. Es irreprochable en su conducta, palabras y procederes. Es prudente y moderado en el hablar, manifiesta mucha delicadeza, tiene don de gentes y sorprendente facilidad de palabra. Siempre comprensivo y optimista, amigo de las tradiciones, de voluntad fuerte y sin consideraciones humanas, Nunca ha dejado de cubrirse la cabeza con la típica “barretina” catalana, cuando, en pleno siglo XX, tantos la habían abandonado.
Mi madre era una santa, tipo y modelo del ama de casa cristiana. Vivió sembrando dulzura y amor. Cariñosa, dulce, sufrida, inalterable ante las penas y amarguras, sin acobardarse por el peso de los trabajos que recaen sobre el ama de una casa de campo algo importante. Economizadora, sin dejar que nada se perdiera o estropeara por negligencia. Ordenada, pues una casa de campo es como un pequeño mundo donde hay de todo, pero si falta el orden, la vida allí se hace imposible. Nunca se sentía ofendida, lo perdonaba o disimulaba todo. Sonriente aunque pasara penas que no comunicaba, alegre aunque sintiera amargura en el corazón”.
Os esperaré en el cielo
Detenido en Mollerusa al estallar la guerra, ingresó en la cárcel de Lérida y luego en el barco prisión “Mahón”, anclado en el puerto de Tarragona. Se conserva el texto de todo el juicio, que tuvo lugar en una de las salas del seminario de Tarragona, donde actuaban los tribunales populares creados en aquellas circunstancias. En estas actas queda claro que la única razón de su condena a muerte es la de ser religioso.
Así que, el 15 de enero de 1937, fue juzgado, junto con otros. Aunque podría haber escapado, diciendo que era el jardinero del colegio, no quiso esconder su condición de hermano lasaliano; aunque el abogado pidió el indulto, le fue negado, siendo el único condenado de los 25 juzgados aquel día. El 18 de enero, por la tarde, fue fusilado en el cementerio de la Oliva, en Tarragona. Murió diciendo: "¡Morir para Cristo es vivir, amigos míos!".
Al ser condenado a muerte, escribió esta carta de despedida a su familia (sobre estas líneas) :
“Querido padre (su madre ya había fallecido) y familia: he sido juzgado y condenado a muerte. Acepto contento la sentencia. No me han hecho ningún cargo. Sólo porque soy religioso he sido condenado. No lloréis; no soy digno de lástima. Moriré por Dios y por mi patria. Adiós, os esperaré en el cielo. Manuel Barbal”.
¡Qué curioso! La primera manifestación de Cristo a la humanidad, representada en los pastores, es junto a sus padres. Y en nuestros belenes gustamos representar a María y a José escoltando al humilde Niño escondido en el pesebre. Esta imagen plástica contiene una extraordinaria enseñanza cristiana, y puede ser una buena síntesis del mensaje de este día, especialmente para todas nuestras familias.
A la luz del acontecimiento de la Encarnación, la familia es un lugar privilegiado para reconocer la presencia actuante del Señor resucitado. Por medio del sacramento del matrimonio, el Señor permanece junto a los esposos para que se amen con fidelidad perpetua, de modo que el amor conyugal se rige, enriquece y sana por el don de la gracia y la caridad de Cristo.
Las familias cristianas pueden manifestar el milagro de la presencia viva del Salvador en el mundo y la auténtica naturaleza de la Iglesia, ya sea por el testimonio del amor entre sus miembros, por su disposición para comunicar la riqueza de su fe y por su generosidad para responder a las necesidades de todos (Gaudium et Spes, 48).
La familia se convierte de esta forma en el lugar cotidiano de la memoria de Cristo. Un testimonio elocuente de esta realidad nos lo ofrece Santa Teresa del Niño Jesús, al hablarnos de la relación con su padre. En Historia de un alma, Teresita recuerda una Misa solemne en la catedral, sentada al lado de su padre. Este le pide que esté muy atenta, porque el predicador hablaba de Santa Teresa. Pero ella recuerda: “Yo escuchaba bien, en efecto, pero miraba más a papá que al predicador; ¡su bello rostro me decía tantas cosas!…”.
Con razón llamamos a la familia cristiana iglesia doméstica, porque en ella los padres son para sus hijos los primeros testigos de la fe mediante la palabra y el ejemplo (Lumen Gentium, 11), porque su casa abre las puertas al hambriento, al solitario o al que camina sin esperanza, y porque su presencia en medio del mundo es una de las primeras formas de evangelización (Redemptoris missio, 42 b).
Todo esto solo es posible si cada familia está vitalmente injertada en la gran familia de la Iglesia, participando activamente en su vida y en su misión, acompañada y sostenida por una comunidad en la que la familia de los hijos de Dios que es la Iglesia se hace experiencia concretamente vivida[1].
A María y a José no les fue fácil ser familia de Dios. La pobreza, la incomprensión, y la espada de dolor les acompañaron siempre (Lc 2,35); pero no hizo fisura en el amor ni en la obligación de los santos esposos de custodiar al hijo amado, con destino singular.
Tampoco hoy es fácil a los padres y madres de familia educar a sus hijos en los valores que les hagan personas sanas, maduras y responsables, para encarar el futuro con optimismo, como hijos de Dios y miembros de la gran familia de Cristo.
El hogar cristiano es un lugar natural idóneo para que padres e hijos, según las responsabilidades correlativas, aprendan y practiquen las virtudes humanas y religiosas recomendadas en las lecturas que hoy hemos escuchado: el respeto, atención y servicio, la misericordia entrañable, la bondad, humildad, dulzura, comprensión, agradecimiento. Y por encima de todo, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada. Cuando entre los esposos no hay amor la convivencia se hace insoportable, y son los hijos los más perjudicados. Una familia sin los lazos del cariño, el respeto mutuo, el diálogo, la amistad, la piedad… está abocada al fracaso.
Y así se pregunta el padre José María Vidal Martínez[2] si la pérdida de los valores señalados en buena parte de las familias no es la raíz del fracaso de tantos matrimonios, y de los conflictos entre padres e hijos. ¿Cómo pueden ser fuertes en el amor, en la fidelidad, en la paternidad responsable, en la educación de los hijos, los esposos que no viven la santidad del matrimonio? ¿Cómo no extrañarse de la falta de sacrificio, de donación de sí mismos y de la estabilidad en matrimonios jóvenes e incluso en los jóvenes que acceden a los Seminarios e Institutos de vida consagrada? ¿O cómo podemos admirarnos ante la falta de vocaciones?
Si en los hogares no se aprenden y practican los valores básicos, humanos y cristianos, no se podrá forjar una personalidad responsable, disciplinada, generosa, abierta a la comunión con el Señor y con los demás.
El padre Enrique Regis Pupey Girad fue un jesuita que ejerció gran influencia apostólica en Francia a principios de este siglo. Contaba un día su vocación a San Pío X. Su madre sentía grandes deseos de ser religiosa, y fue a consultar su vocación con San Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars, ya muy anciano. Este le oyó complacido y le respondió sonriente:
-Dios no la quiere a usted religiosa, sino madre de familia.
Y el jesuita contaba que su madre tuvo cuatro hijos y los cuatro fueron religiosos. Al oír esto exclamó el Papa:
-¡Pícaro cura de Ars! En vez de una vocación quería cuatro...
La santidad de nuestras familias generará nuevas familias santas. Ya no se trata de un problema específico de vocaciones a la vida consagrada o sacerdotal. Se trata de la llamada general a la santidad, que de forma tan apremiante nos hizo el Concilio Vaticano II, y de la misma llamada que con tanta insistencia realiza el Papa Juan Pablo II en todos sus documentos e intervenciones. ¡Familia, sé lo que eres! O sea, cumple con tus obligaciones.
El triunfo de los inocentes, (1883) de William Holman Hunt. Curiosa representación de los Santos Niños Inocentes de Belén acompañando a la Sagrada Familia en su huida.
La familia como comunidad de personas, al servicio de la vida, en la lucha contra el aborto; en la entrega por la educación de los hijos; en la preocupación por la formación religiosa, también en las escuelas, con las clases de religión -preocupación que depende también del Gobierno, pero que depende asimismo de cada uno de los padres-; en su participación en el desarrollo de la comunidad humana, de la sociedad; en la vida y misión de la Iglesia, donde se realiza la familia cristiana de verdad. Familias para este Tercer Milenio del cristianismo. Comunidades creyentes y evangelizadoras, santuarios domésticos de la Iglesia, comunidades de diálogo con Dios… auténticas escuelas de santos.
Lo que me hace mucho bien -escribe Santa Teresa de Lisieux, Doctora de la Iglesia-, cuando pienso en la Sagrada Familia, es imaginármela llevando una vida totalmente ordinaria. No todo eso que se nos cuenta y todo eso que se supone… en los evangelios apócrifos. En su vida todo discurrió como en la nuestra[3].
Termino con una breve reflexión de Santa Teresa de Calcuta[4]:
Hoy todo el mundo da la impresión de andar acelerado. Nadie parece tener tiempo para los demás: los hijos para sus padres, los padres para sus hijos, los esposos el uno para el otro. La paz mundial empieza a quebrarse en el interior de los propios hogares.
En Jesús, María y José, los integrantes de la Sagrada Familia, se nos brinda un magnífico ejemplo para la imitación. ¿Qué fue lo que hicieron?
José era un humilde carpintero ocupado en mantener a Jesús y a María, proveyéndoles de alimento y vestido: de todo lo que necesitaban para subsistir.
María, la madre, tenía también una humilde tarea: la de ama de casa con un hijo y un marido de los que ocuparse.
A medida que el hijo fue creciendo, María se sentía preocupada porque tuviera una vida normal, porque se sintiera a gusto en casa, con ella y con José.
Era aquel un hogar donde reinaba la ternura, la comprensión y el respeto mutuo. Como he dicho, un magnífico ejemplo para nuestra imitación.
¿Acaso nosotros no podemos vivir con la misma sencillez evangélica de la Sagrada Familia?
Queridas familias, ¡que Dios os bendiga! Y que a todos nos haga santos.
PINCELADA MARTIRIAL
El próximo 18 de enero celebraremos un año más la fiesta de uno de los 11 santos de la persecución religiosa en la España de los años 30: se trata del hermano de La Salle, Jaime Hilario Barbal Cosán que fue beatificado el 29 de abril de 1990 y canonizado el 21 de noviembre de 1999 por el Beato Juan Pablo II junto a los mártires de Turón. Su testimonio viene hoy a colación por el recuerdo que él mismo tenía de sus padres: un hogar cristiano en el que se forjó un mártir.
Su vida
Manuel nació en el seno de una familia de campesinos del Pirineo de Lérida y toda su vida fue un claro ejemplo de las virtudes de aquellas gentes de su tierra: tenacidad, nobleza y realismo. Antes de ingresar en el instituto de La Salle fue alumno del seminario de La Seu d´Urgell. Estuvo en Manresa, Oliana y Mollerussa, dedicado a la enseñanza, su vocación y el objetivo de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Cambio su nombre de pila por el de Jaime Hilario en su profesión.
Sus padres
Me parece hermosa la descripción que él mismo nos dejó de sus padres:
“Mi padre es un cristiano ejemplar, y modelo de ciudadanos honrados. Es irreprochable en su conducta, palabras y procederes. Es prudente y moderado en el hablar, manifiesta mucha delicadeza, tiene don de gentes y sorprendente facilidad de palabra. Siempre comprensivo y optimista, amigo de las tradiciones, de voluntad fuerte y sin consideraciones humanas, Nunca ha dejado de cubrirse la cabeza con la típica “barretina” catalana, cuando, en pleno siglo XX, tantos la habían abandonado.
Mi madre era una santa, tipo y modelo del ama de casa cristiana. Vivió sembrando dulzura y amor. Cariñosa, dulce, sufrida, inalterable ante las penas y amarguras, sin acobardarse por el peso de los trabajos que recaen sobre el ama de una casa de campo algo importante. Economizadora, sin dejar que nada se perdiera o estropeara por negligencia. Ordenada, pues una casa de campo es como un pequeño mundo donde hay de todo, pero si falta el orden, la vida allí se hace imposible. Nunca se sentía ofendida, lo perdonaba o disimulaba todo. Sonriente aunque pasara penas que no comunicaba, alegre aunque sintiera amargura en el corazón”.
Os esperaré en el cielo
Detenido en Mollerusa al estallar la guerra, ingresó en la cárcel de Lérida y luego en el barco prisión “Mahón”, anclado en el puerto de Tarragona. Se conserva el texto de todo el juicio, que tuvo lugar en una de las salas del seminario de Tarragona, donde actuaban los tribunales populares creados en aquellas circunstancias. En estas actas queda claro que la única razón de su condena a muerte es la de ser religioso.
Así que, el 15 de enero de 1937, fue juzgado, junto con otros. Aunque podría haber escapado, diciendo que era el jardinero del colegio, no quiso esconder su condición de hermano lasaliano; aunque el abogado pidió el indulto, le fue negado, siendo el único condenado de los 25 juzgados aquel día. El 18 de enero, por la tarde, fue fusilado en el cementerio de la Oliva, en Tarragona. Murió diciendo: "¡Morir para Cristo es vivir, amigos míos!".
Al ser condenado a muerte, escribió esta carta de despedida a su familia (sobre estas líneas) :
“Querido padre (su madre ya había fallecido) y familia: he sido juzgado y condenado a muerte. Acepto contento la sentencia. No me han hecho ningún cargo. Sólo porque soy religioso he sido condenado. No lloréis; no soy digno de lástima. Moriré por Dios y por mi patria. Adiós, os esperaré en el cielo. Manuel Barbal”.
[1] Mensaje para la Jornada de la Familia del año 2000, Subcomisión Episcopal de Familia y Vida de la Conferencia Episcopal Española.
[2] Padre José María VIDAL MARTINEZ, OCSO en Liturgia Dominical, nº 1.143 (Burgos, 26.XII.1999).
[3] Santa TERESA DE LISIEUX, Orar con Teresa de Lisieux, pág. 66 (Bilbao, 1997).
[4] Madre TERESA DE CALCUTA, Orar. Su pensamiento espiritual, pág.94 (Madrid, 1997).
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