Domingo XXVIII: Sentirse bendecidos
“El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados, pero no quisieron ir”. (Mt 22, 2-3)
A veces alguien nos pregunta a los católicos por qué hay personas que no tienen fe, al menos aparentemente sin culpa suya. Responder a esta pregunta no es fácil y, en todo caso, no hay duda de que Dios no va a reprochar a nadie su ausencia de fe si no ha tenido la posibilidad de tenerla. La fe es un don y no tenerla es una carencia que te priva del horizonte de la esperanza y de la luz y la fuerza en el orden de la caridad. Sin embargo, lo que sí que es cierto es que con muchísima mayor frecuencia que el caso anterior, se produce otro: el de aquellos que no tienen fe porque no quieren tenerla o incluso porque, aun teniéndola o habiéndola tenido, viven como si no la tuviera o la han ido perdiendo a base de no ejercitarla.
¿Por qué sucede esto? ¿Por qué muchos viven como si no tuvieran fe y llegan incluso a perderla? Sólo hay una explicación: esos consideran que la fe es un inconveniente en la vida, un freno para la realización personal, una incómoda conexión con una conciencia moral que te impide hacer aquello que te gustaría hacer y que podrías hacer porque está al alcance de tu mano y tu bolsillo.
Necesitamos experimentar -o recordar si ya lo hemos experimentado- que la fe es un don, que estar con el Señor es una bendición. Cristo no ha venido a amargarnos la vida, a impedir que disfrutemos, sino a llevarnos a una plenitud de alegría y felicidad que pasa sólo por el camino del amor. Por lo tanto, acudamos a su fiesta cuando nos invite. Participemos en la Eucaristía aunque suponga algún sacrificio, porque si no lo hacemos es muy probable que la fe se entibie e incluso se pierda.