Todos los Santos y pincelada martirial
Un autor español del siglo VII afirma: Cristo, esperanza de los creyentes, llama durmientes, no muertos, a los que salen de este mundo, ya que dice: Lázaro, nuestro amigo, está dormido. Y el apóstol san Pablo quiere que no nos entristezcamos por la suerte de los difuntos, pues nuestra fe nos enseña que todos los que creen en Cristo, según se afirma en el Evangelio, no morirán para siempre: por la fe, en efecto, creemos que ni Cristo murió para siempre ni nosotros tampoco moriremos para siempre[1].
Escribe el cardenal Hans Urs von Balthasar[2]:
«Todo en la Iglesia de Cristo tiene que ser amor. En ella, en efecto, solo se puede estar por decisión libre, porque se quiere amar, beber en las fuentes del amor, sentarse en la mesa donde se come y donde se bebe el amor del Cordero, arrodillarse donde el hijo pródigo puede caer en los brazos del Padre y estar responsablemente en un mundo no cristiano robustecido por el Espíritu Santo, que desde la profundidad de la comunión de los santos me confirma también a mí como miembro de esta comunión.
Solo si la Iglesia hace visible la comunión de los santos, si en ella se ve enseguida esta comunión... sólo así se ha comprendido a sí misma y su misión en el mundo».
Si se transparenta esta santidad ante los demás, la sociedad, la gente que vive a nuestro alrededor se va a sentir atraída por ella. No vale decir: La Iglesia es santa. Nosotros tenemos que ser santos; nuestros pecados tienen que desaparecer de nuestra vida. La vida de gracia tiene que inundar nuestro corazón, para que la gente diga: La Iglesia es santa porque Cristo, su fundador es santo; pero también porque sus miembros buscan esta misma santidad.
Si la realidad actual lleva de hecho la unión de la solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de los fieles difuntos, no seamos nosotros los que la anulemos, pero démosle ciertamente el auténtico significado.
He leído que en una comunidad monástica griega católica, según el rito bizantino, en la madrugada del domingo de Pascua, después del oficio de resurrección, la comunidad, llevando velas encendidas, se dirige al cementerio, en el fondo del claustro del monasterio. Van cantando la estrofa: Cristo ha resucitado de entre los muertos. Por su muerte, la muerte ha muerto. A los que están en las tumbas les da la vida… Y estos religiosos saludan a cada uno de sus difuntos; les llaman por su nombre como para hacerles partícipes, a pesar de que han muerto, de una realidad: Cristo ha resucitado. A cada uno se le anuncia la Buena Nueva de su resurrección en Cristo. Y delante de cada tumba se deposita una luz.
He aquí una elocuente experiencia de comunión de los vivos y los difuntos en la vida de Cristo. No solo vale una visita al cementerio, sin más; porque también se pone de moda. Es necesario acompañar nuestras flores con una oración de súplica; pedir por la suerte de esos difuntos, unirnos a la comunión de todos los santos.
El dolor de la separación, a veces, no lo alivia ni mucho menos el paso del tiempo. La muerte es un acontecimiento duro en la vida de los hombres. Pero cuando Santa Teresa de Lisieux se encontraba ya a punto de morir, el médico le preguntó si estaba resignada. Y ella contestó:
- ¿Resignada? Resignación se necesita para vivir, pero no para morir. A la hora de morir -puede creerme-, lo que yo experimento es una indecible alegría.
A lo largo del año litúrgico la Iglesia conmemora a numerosos santos de toda época y condición, pero son muchos más los que han sido beatificados o canonizados ya por la Iglesia, e innumerables los que habitan en el cielo, pero cuyos nombres permanecen desconocidos para nosotros. En este día celebramos a todos esos hombres y mujeres que gozan para siempre de la bienaventuranza eterna, y acudimos confiados a su poderosa intercesión ante Dios, al tiempo que recordamos que también nosotros estamos llamados a la santidad que ellos han alcanzado.
Pero estos días recordaba cómo antes y después de 1 de noviembre se celebra a un hermano lego jesuita, portero durante 40 años y al famoso Fray Escoba, nuestro querido San Martín de Porres, a quien la iconografía siempre ha representado con su famosa escoba.
Ayer, 31 de octubre, se cumplía el IV centenario de la muerte de San Alonso Rodríguez, es uno de esos santos que comprenden a la perfección esta última palabra del evangelio: El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido. Fue hijo de un tejedor de Segovia, practicó el mismo oficio de su padre. Casado, vio pronto fallecer a su madre, a su mujer y a sus dos hijos. En 1571 entró en la Compañía de Jesús, siendo destinado al colegio de Montesión (Mallorca). Aquí desempeñó el oficio de portero durante 40 años, hasta su muerte. La oración, la obediencia y la humildad hicieron de él un modelo y ejemplo para propios y extraños. Todo el que acudía a la portería de los padres jesuitas de Palma sabía que su portero tenía llaves para otras muchas puertas. Gran maestro de almas por su don de consejo, modelo del hombre santo que realiza su vida en el trabajo humilde y silencioso. Su frase favorita cuando le llamaban a la portería era: -Ya voy, Señor. Todo el que acudía a la portería del convento era para él el mismo Jesucristo.
Orad conmigo, queridos hermanos, con esta hermosa reflexión que nos dejó el Cardenal Eduardo Pironio[3] y que resume magistralmente la intensidad de lo que estamos viviendo:
A la luz de la muerte de Cristo ¡qué hermoso es pensar que la muerte no es un fin, sino que es el comienzo, pensar que nuestra vida no termina sino que se transforma, pensar que es el gran día!
A la luz de la muerte de Cristo ¡qué bueno es pensar en nuestra propia muerte! Pensar en nuestra propia muerte sin miedo; como una cosa normal. Dios nos hizo para sí y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse definitivamente en Él… Ahora bien, el Señor no nos hizo para la muerte; nos hizo para la vida; nos hizo para la alegría; nos hizo para la esperanza. No nos hizo para la noche; nos hizo para la luz, para el día; por eso somos hijos de la luz, hijos del día.
Esperamos porque Cristo resucitó y vive.
Esperamos porque Cristo, nuestra Pascua, vive en nosotros.
Esperamos porque el Padre de las misericordias nos hizo para sí y nos aguarda como el Padre de la parábola del hijo pródigo.
Esperamos porque María, nuestra Madre, va haciendo el camino con nosotros, un camino de esperanza. Ella, a quien muchísimas veces durante el día le estamos diciendo: ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.
A la Santísima Virgen María, Reina de todos los Santos, le pedimos con aquellas palabras que siempre empleaba el Padre José Ramón Bidagor:
La única medida está en eso: amar con exigencia para ser engrandecidos por el Señor, como María canta en el Magníficat: para ser santos.
PINCELADA MARTIRIAL
Camposanto Mártires de Aravaca (Madrid)
Felix Schlayer fue la primera persona que relató las persecuciones, los asesinatos políticos masivos y las torturas de las checas en el Madrid republicano de 1936, en su obra Diplomat im roten Madrid (“Un diplomático en el Madrid rojo”), publicada en Berlín en 1938, en pleno nazismo, y no traducida al español hasta el año 2005, con el título nuevo de Matanzas en el Madrid republicano.
«A unos diez kilómetros de Madrid, a un lado de mi carretera y a unos trescientos metros de distancia de la misma, estaba al cementerio, relativamente nuevo y poco utilizado todavía, del pueblo de Aravaca; formaba un cuadrilátero enmarcado por una tapia de ladrillo, de cierta altura. Durante algún tiempo fue éste lugar de cita preferido por esos verdugos. Allí fueron aniquilados y enterrados en pocas semanas, de trescientos a cuatrocientos seres humanos, hasta que se llenó aquello y ya no quedaba sitio. Cerca, en la carretera general, se había instalado uno de los puestos de guardia; una mañana, mientras pasábamos por allí en el coche, alguien me contó que ocho monjas habían subido a pie desde Madrid, naturalmente sin documentación. Las habían echado de su convento y no tenían dónde alojarse, ni tampoco comida. Así, iban andando hacia la sierra, donde la lucha seguía su curso. Al pasar por el puesto de guardia, les dieron el alto y ellas manifestaron que querían ir a pie hasta Villalba para poder ser de alguna utilidad, como enfermeras o cuidadoras o de alguna otra manera y ganarse así el sustento. Pero no las creyeron, les atribuyeron intenciones de espionaje y el Comité del pueblo las condenó “in situ” a muerte. El argumento decisivo para ello fue precisamente su condición de monjas. Y se llevaron a las ocho monjas al referido cementerio para ejecutarlas, disparando contra ellas junto a una fosa. La mayor de ellas gritó: “¡Supongo que serán mujeres las que disparen contra nosotras, porque sería una vergüenza que los hombres se pusieran a matar mujeres!”. Lo dicho avergonzó incluso a aquellas bestias ya dispuestas a disparar. Mandaron a buscar, en el pueblo, mujeres que quisieran hacer de verdugos, pero todas las mujeres, adultas y jóvenes, se negaron a ello. El Comité tuvo que llamar por teléfono a Madrid, desde donde, sin más rodeos, les mandaron media docena de las criminales más endurecidas que cumplieron el “encargo”, pocos minutos antes de que yo pasara por allí, sin el menor sentimiento de humanidad, ante las grandeza de esas mujeres que fueron a la muerte sin una queja y consolándose mutuamente con la esperanza del “más allá”. Pocos días antes, les había tocado a dos sacerdotes, que, asimismo, vagaban a pie por allí, morir, sin más, a tiros, por el crimen de ser curas y no en virtud de sentencia, sino como liebres en campo abierto, donde quedaron sus cuerpos» (páginas 38-39 de la edición preparada por Tomás García Madrid, con la trascripción anotada y comentada de la obra de Schlayer, Madrid 2006).
Beatificados en 2001, 2007, 2011, 2013 y 2017
El Camposanto de los Mártires de Aravaca es otro relicario de la Archidiócesis de Madrid y de la Iglesia de España. Un total de 25 beatos reposan en este santo lugar. De las 800 personas que fueron enterradas en fosas comunes, se conoce el nombre aproximadamente de trescientas.
En el pontificado de San Juan Pablo II fue beatificado el terciario capuchino Crescencio García Pobo:
https://www.religionenlibertad.com/manana-del-3-de-octubre-en-el-cementerio-de-aravaca-18027.htm
En el de Benedicto XVI, en 2007 en Roma, dos salesianos; y, en 2011 en Madrid, siete Oblatos de María Inmaculada y un laico.
En el del Papa Francisco, en 2013 en Tarragona: 5 Hijas de la Caridad (por las declaraciones del enterrador, son las únicas que conocen la fosa común en la que reposan las beatas; bajo estas líneas); 4 Hermanos Maristas; 3 Siervas de María.
Finalmente José Garví y Eduardo Campos, laicos vinculados a la familia vicenciana, que serán beatificados en Madrid el próximo 11 de noviembre y reposan en este Camposanto.
El 1 de noviembre de 1940 tuvo lugar una misa de campaña en este cementerio de Aravaca, donde se bendijo y fue inaugurado el monumento a los 800 “caídos por Dios y por España” (como recoge la crónica del ABC), desde entonces la Asociación familiar Pro Mártires de Aravaca no ha faltado a su cita, junto a ella la parroquia de San Josemaría Escrivá (frente al Camposanto) y la de la Asunción.
Bajo estas líneas, el recordatorio del año 1942:
Escribe el cardenal Hans Urs von Balthasar[2]:
«Todo en la Iglesia de Cristo tiene que ser amor. En ella, en efecto, solo se puede estar por decisión libre, porque se quiere amar, beber en las fuentes del amor, sentarse en la mesa donde se come y donde se bebe el amor del Cordero, arrodillarse donde el hijo pródigo puede caer en los brazos del Padre y estar responsablemente en un mundo no cristiano robustecido por el Espíritu Santo, que desde la profundidad de la comunión de los santos me confirma también a mí como miembro de esta comunión.
Solo si la Iglesia hace visible la comunión de los santos, si en ella se ve enseguida esta comunión... sólo así se ha comprendido a sí misma y su misión en el mundo».
Si se transparenta esta santidad ante los demás, la sociedad, la gente que vive a nuestro alrededor se va a sentir atraída por ella. No vale decir: La Iglesia es santa. Nosotros tenemos que ser santos; nuestros pecados tienen que desaparecer de nuestra vida. La vida de gracia tiene que inundar nuestro corazón, para que la gente diga: La Iglesia es santa porque Cristo, su fundador es santo; pero también porque sus miembros buscan esta misma santidad.
Si la realidad actual lleva de hecho la unión de la solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de los fieles difuntos, no seamos nosotros los que la anulemos, pero démosle ciertamente el auténtico significado.
He leído que en una comunidad monástica griega católica, según el rito bizantino, en la madrugada del domingo de Pascua, después del oficio de resurrección, la comunidad, llevando velas encendidas, se dirige al cementerio, en el fondo del claustro del monasterio. Van cantando la estrofa: Cristo ha resucitado de entre los muertos. Por su muerte, la muerte ha muerto. A los que están en las tumbas les da la vida… Y estos religiosos saludan a cada uno de sus difuntos; les llaman por su nombre como para hacerles partícipes, a pesar de que han muerto, de una realidad: Cristo ha resucitado. A cada uno se le anuncia la Buena Nueva de su resurrección en Cristo. Y delante de cada tumba se deposita una luz.
He aquí una elocuente experiencia de comunión de los vivos y los difuntos en la vida de Cristo. No solo vale una visita al cementerio, sin más; porque también se pone de moda. Es necesario acompañar nuestras flores con una oración de súplica; pedir por la suerte de esos difuntos, unirnos a la comunión de todos los santos.
El dolor de la separación, a veces, no lo alivia ni mucho menos el paso del tiempo. La muerte es un acontecimiento duro en la vida de los hombres. Pero cuando Santa Teresa de Lisieux se encontraba ya a punto de morir, el médico le preguntó si estaba resignada. Y ella contestó:
- ¿Resignada? Resignación se necesita para vivir, pero no para morir. A la hora de morir -puede creerme-, lo que yo experimento es una indecible alegría.
A lo largo del año litúrgico la Iglesia conmemora a numerosos santos de toda época y condición, pero son muchos más los que han sido beatificados o canonizados ya por la Iglesia, e innumerables los que habitan en el cielo, pero cuyos nombres permanecen desconocidos para nosotros. En este día celebramos a todos esos hombres y mujeres que gozan para siempre de la bienaventuranza eterna, y acudimos confiados a su poderosa intercesión ante Dios, al tiempo que recordamos que también nosotros estamos llamados a la santidad que ellos han alcanzado.
Pero estos días recordaba cómo antes y después de 1 de noviembre se celebra a un hermano lego jesuita, portero durante 40 años y al famoso Fray Escoba, nuestro querido San Martín de Porres, a quien la iconografía siempre ha representado con su famosa escoba.
Ayer, 31 de octubre, se cumplía el IV centenario de la muerte de San Alonso Rodríguez, es uno de esos santos que comprenden a la perfección esta última palabra del evangelio: El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido. Fue hijo de un tejedor de Segovia, practicó el mismo oficio de su padre. Casado, vio pronto fallecer a su madre, a su mujer y a sus dos hijos. En 1571 entró en la Compañía de Jesús, siendo destinado al colegio de Montesión (Mallorca). Aquí desempeñó el oficio de portero durante 40 años, hasta su muerte. La oración, la obediencia y la humildad hicieron de él un modelo y ejemplo para propios y extraños. Todo el que acudía a la portería de los padres jesuitas de Palma sabía que su portero tenía llaves para otras muchas puertas. Gran maestro de almas por su don de consejo, modelo del hombre santo que realiza su vida en el trabajo humilde y silencioso. Su frase favorita cuando le llamaban a la portería era: -Ya voy, Señor. Todo el que acudía a la portería del convento era para él el mismo Jesucristo.
Orad conmigo, queridos hermanos, con esta hermosa reflexión que nos dejó el Cardenal Eduardo Pironio[3] y que resume magistralmente la intensidad de lo que estamos viviendo:
A la luz de la muerte de Cristo ¡qué hermoso es pensar que la muerte no es un fin, sino que es el comienzo, pensar que nuestra vida no termina sino que se transforma, pensar que es el gran día!
A la luz de la muerte de Cristo ¡qué bueno es pensar en nuestra propia muerte! Pensar en nuestra propia muerte sin miedo; como una cosa normal. Dios nos hizo para sí y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse definitivamente en Él… Ahora bien, el Señor no nos hizo para la muerte; nos hizo para la vida; nos hizo para la alegría; nos hizo para la esperanza. No nos hizo para la noche; nos hizo para la luz, para el día; por eso somos hijos de la luz, hijos del día.
Esperamos porque Cristo resucitó y vive.
Esperamos porque Cristo, nuestra Pascua, vive en nosotros.
Esperamos porque el Padre de las misericordias nos hizo para sí y nos aguarda como el Padre de la parábola del hijo pródigo.
Esperamos porque María, nuestra Madre, va haciendo el camino con nosotros, un camino de esperanza. Ella, a quien muchísimas veces durante el día le estamos diciendo: ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.
A la Santísima Virgen María, Reina de todos los Santos, le pedimos con aquellas palabras que siempre empleaba el Padre José Ramón Bidagor:
Una exigencia sin amor me subleva,
un amor sin exigencia me empequeñece.
UN AMOR CON EXIGENCIA ME ENGRANDECE.
un amor sin exigencia me empequeñece.
UN AMOR CON EXIGENCIA ME ENGRANDECE.
La única medida está en eso: amar con exigencia para ser engrandecidos por el Señor, como María canta en el Magníficat: para ser santos.
PINCELADA MARTIRIAL
Camposanto Mártires de Aravaca (Madrid)
Felix Schlayer fue la primera persona que relató las persecuciones, los asesinatos políticos masivos y las torturas de las checas en el Madrid republicano de 1936, en su obra Diplomat im roten Madrid (“Un diplomático en el Madrid rojo”), publicada en Berlín en 1938, en pleno nazismo, y no traducida al español hasta el año 2005, con el título nuevo de Matanzas en el Madrid republicano.
«A unos diez kilómetros de Madrid, a un lado de mi carretera y a unos trescientos metros de distancia de la misma, estaba al cementerio, relativamente nuevo y poco utilizado todavía, del pueblo de Aravaca; formaba un cuadrilátero enmarcado por una tapia de ladrillo, de cierta altura. Durante algún tiempo fue éste lugar de cita preferido por esos verdugos. Allí fueron aniquilados y enterrados en pocas semanas, de trescientos a cuatrocientos seres humanos, hasta que se llenó aquello y ya no quedaba sitio. Cerca, en la carretera general, se había instalado uno de los puestos de guardia; una mañana, mientras pasábamos por allí en el coche, alguien me contó que ocho monjas habían subido a pie desde Madrid, naturalmente sin documentación. Las habían echado de su convento y no tenían dónde alojarse, ni tampoco comida. Así, iban andando hacia la sierra, donde la lucha seguía su curso. Al pasar por el puesto de guardia, les dieron el alto y ellas manifestaron que querían ir a pie hasta Villalba para poder ser de alguna utilidad, como enfermeras o cuidadoras o de alguna otra manera y ganarse así el sustento. Pero no las creyeron, les atribuyeron intenciones de espionaje y el Comité del pueblo las condenó “in situ” a muerte. El argumento decisivo para ello fue precisamente su condición de monjas. Y se llevaron a las ocho monjas al referido cementerio para ejecutarlas, disparando contra ellas junto a una fosa. La mayor de ellas gritó: “¡Supongo que serán mujeres las que disparen contra nosotras, porque sería una vergüenza que los hombres se pusieran a matar mujeres!”. Lo dicho avergonzó incluso a aquellas bestias ya dispuestas a disparar. Mandaron a buscar, en el pueblo, mujeres que quisieran hacer de verdugos, pero todas las mujeres, adultas y jóvenes, se negaron a ello. El Comité tuvo que llamar por teléfono a Madrid, desde donde, sin más rodeos, les mandaron media docena de las criminales más endurecidas que cumplieron el “encargo”, pocos minutos antes de que yo pasara por allí, sin el menor sentimiento de humanidad, ante las grandeza de esas mujeres que fueron a la muerte sin una queja y consolándose mutuamente con la esperanza del “más allá”. Pocos días antes, les había tocado a dos sacerdotes, que, asimismo, vagaban a pie por allí, morir, sin más, a tiros, por el crimen de ser curas y no en virtud de sentencia, sino como liebres en campo abierto, donde quedaron sus cuerpos» (páginas 38-39 de la edición preparada por Tomás García Madrid, con la trascripción anotada y comentada de la obra de Schlayer, Madrid 2006).
Beatificados en 2001, 2007, 2011, 2013 y 2017
El Camposanto de los Mártires de Aravaca es otro relicario de la Archidiócesis de Madrid y de la Iglesia de España. Un total de 25 beatos reposan en este santo lugar. De las 800 personas que fueron enterradas en fosas comunes, se conoce el nombre aproximadamente de trescientas.
En el pontificado de San Juan Pablo II fue beatificado el terciario capuchino Crescencio García Pobo:
https://www.religionenlibertad.com/manana-del-3-de-octubre-en-el-cementerio-de-aravaca-18027.htm
En el de Benedicto XVI, en 2007 en Roma, dos salesianos; y, en 2011 en Madrid, siete Oblatos de María Inmaculada y un laico.
En el del Papa Francisco, en 2013 en Tarragona: 5 Hijas de la Caridad (por las declaraciones del enterrador, son las únicas que conocen la fosa común en la que reposan las beatas; bajo estas líneas); 4 Hermanos Maristas; 3 Siervas de María.
Finalmente José Garví y Eduardo Campos, laicos vinculados a la familia vicenciana, que serán beatificados en Madrid el próximo 11 de noviembre y reposan en este Camposanto.
El 1 de noviembre de 1940 tuvo lugar una misa de campaña en este cementerio de Aravaca, donde se bendijo y fue inaugurado el monumento a los 800 “caídos por Dios y por España” (como recoge la crónica del ABC), desde entonces la Asociación familiar Pro Mártires de Aravaca no ha faltado a su cita, junto a ella la parroquia de San Josemaría Escrivá (frente al Camposanto) y la de la Asunción.
Bajo estas líneas, el recordatorio del año 1942:
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