Lunes, 23 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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Domingo 28 T.O. (A) y pincelada martirial

por Victor in vínculis

Omnia possum in eo qui me confortat (Filp 4,13).

Todo lo puedo en aquel que me conforta… A la entrada de la basílica de San Pedro, el papa Pío IX colocó el pasado siglo dos impresionantes figuras de los apóstoles Pedro y Pablo, ambos fácilmente reconocibles por sus atributos: las llaves en la mano de Pedro, la espada en las manos de Pablo. Quien sin conocimiento de la historia del cristianismo contempla la vigorosa imagen del apóstol de los gentiles, podría llegar a pensar que se trata de un gran general, de un guerrero, que con la espada habría hecho historia y se habría sometido a los pueblos. De ese modo sería uno de los muchos que se han ganado fama y riqueza a costa de la sangre de los demás. Sin embargo, nosotros sabemos que la espada que se encuentra en las manos de este hombre tiene el significado contrario: es el instrumento con el que fue ejecutado. Quien se adentra en las cartas de Pablo enseguida descubre que la espada puede perfectamente servir como atributo de su vida: he peleado la noble pelea, he combatido el combate de la fe…
 

La lucha que establece Pablo no es la de un arribista, la de un hombre de poder, ni tampoco la de un señor o conquistador. Fue lucha a la manera en que Santa Teresa de Jesús la describe. Ella aclara sus palabras Dios quiere y ama a las almas esforzadas con la siguiente frase: Lo primero que el Señor obra en sus amigos, cuando éstos se debilitan, es que les otorga valor y les quita el temor a los sufrimientos[1].

A la espada puesta en las manos de San Pablo también le podemos atribuir, desde luego, otro significado que el del instrumento del martirio: en la Escritura la espada es también símbolo de la palabra de Dios, que es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos. Juzga los deseos e intenciones del corazón (Hb 4,12).

En la vida cristiana se produce claramente esta lucha interior y exterior entre las cosas buenas y las malas. Pero siempre resuenan en nuestro interior estas palabras del Apóstol: todo lo puedo en Aquel que me conforta.

Y es que entre las parábolas, con las que Jesús reviste de comparaciones y alegorías su predicación sobre el reino de Dios, se encuentra también la que meditamos en este domingo. En ella se narra que muchos de los que fueron invitados primero no acudieron al banquete buscando distintas excusas y pretextos para ello y que, entonces, el rey mandó llamar a otra gente, de los cruces de los caminos, para que se sentaran a su mesa. Pero entre los que llegaron, no todos se mostraron dignos de aquella invitación por no llevar el vestido nupcial requerido.

Esta parábola del banquete, comparada con la del sembrador y la semilla, nos hace llegar a la misma conclusión: si no todos los invitados se sentarán a la mesa del banquete, ni todas las semillas producirán la mies, ello depende de las disposiciones con las que se responde a la invitación o se recibe en el corazón la semilla de la Palabra de Dios. Depende del modo con que se acoge a Cristo, que es el sembrador, y también el hijo del rey y el esposo, como Él mismo se presenta en distintas ocasiones.

Así pues, el reino de Dios es como una fiesta de bodas a la que el Padre del cielo invita a los hombres en comunión de amor y de alegría con su Hijo. Todos están llamados e invitados; pero cada uno es responsable de la propia adhesión o del propio rechazo, de la propia conformidad o disconformidad con la ley que reglamenta el banquete.

Ésta es la ley del amor: se deriva de la gracia divina en el hombre que la acoge y la conserva, participando vitalmente en el misterio pascual de Cristo. Es un amor que se realiza en la historia, a pesar de que se dé el rechazo por parte de los invitados, sin importar su indignidad[2]. La parábola tiene como objetivo esencial descubrir la extensión universal del Evangelio. Al banquete son invitados primero los elegidos, los miembros del pueblo judío, pero luego todos los hombres, cualesquiera que sean (22, 910).
 

La parábola de la boda del hijo del rey de Francisco Goya en el Oratorio de La Santa Cueva de Cádiz.

Si los elegidos son un pequeño número, los llamados o invitados son muy numerosos: muchos (22,14). No se trata, por tanto, de una boda entre Yavé y el pueblo, sino entre Dios y la humanidad. Está claro que el muchos, de suyo, es equivalente a todos. Se trata de un semitismo que nos habla de la universalidad de la palabra de Dios.

Jesús nos invita a una mayor intimidad con Él, a una mayor entrega y confianza. Y cada día nos llama para que acudamos a la mesa que nos tiene preparada. Él es quien invita, y Él mismo se da como manjar, pues este gran banquete es figura también de la Comunión.

Por último, la alegoría del vestido nupcial nos habla de las disposiciones morales requeridas para participar en el reino. La entrada del rey en este festín aparece como un acto judicial. Se trata probablemente del Juicio final.

Afirma San Agustín en el Sermón 250 que cuando los criados salieron a los caminos reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos…

Así está ahora la Iglesia, llena de buenos y malos… Esa muchedumbre la oprime a veces y está a punto de hacerla naufragar. La muchedumbre de los que viven mal turba a los que viven bien, y los perturba hasta el punto de que el que vive bien piensa que está haciendo el tonto, cuando ve a los otros vivir mal; sobre todo porque, según los valores de este mundo, hay muchos malos felices, y hay muchos buenos infelices…

Recalca San Agustín: según los valores de este mundo. No se duda que la unión al rey por la fe se supone en todos los invitados, incluso en el que no está con el vestido nupcial. El bautismo se supone como ingreso a este banquete de boda mesiánico, pero también se exigen condiciones de permanencia en él; si no, continuaríamos la línea de los protestantes; no sólo bastan la fe y el bautismo, son necesarias nuestras obras. Nada de miedos; una de las consecuencias que provoca la herejía del jansenismo es que siga metiéndosenos el miedo ante Dios, y que nos quedemos solamente con el juez duro que imparte despiadadamente justicia. Precisamente la omnipotencia nos hace entender que la justicia será misericordiosa. La fe cristiana se expresa más plenamente en la alegría por haber descubierto el amor personal de Dios… pero acompañando todo esto con nuestras obras.

Hoy celebramos a la santa española más grande de todos los tiempos: santa Teresa de Jesús. Mirad, cuando la Santa se entera de la catástrofe que para la Iglesia ha supuesto la reforma luterana, no se pone a gritar contra el mundo, no condena a nadie, no clama que todo está perdido, no sueña volver al mundo al revés… comenta, sencillamente:

Se está ardiendo el mundo, quieren tornar a sentenciar a Cristo, pues le levantan mil testimonios, y quieren poner su Iglesia por el suelo. Pues bien en medio de estas penas, como me vi mujer y ruin e imposibilitada de aprovechar en lo que yo quisiera en el ser servicio del Señor, y toda mi ansia era, y aún es, que pues tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que ésos fuesen buenos, determiné a hacer eso poquito que era en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo (Camino de perfección, cap.1).
 

Esta es la clave: eso poquito que yo puedo en mí. Nadie nos pide que cambiemos el mundo. Lo que de nosotros se espera es que aportemos ese poquito que podamos, no más.

Le pedimos a la Santísima Virgen María que cuando el Rey nos haga entrar en el banquete descubra que vamos con el atuendo correcto. En la ceremonia del Bautismo, al vestir al niño de blanco, se le dice: Que esta vestidura blanca sea signo de tu dignidad de cristiano. Y que, acompañado por el ejemplo y la palabra de los tuyos, perdure hasta la vida eterna.

Esas ropas blancas del inicio de nuestra vida cristiana son las que deben revestirnos cuando nos encontremos delante del Señor, que, porque nos ama, está deseando invitarnos a su banquete, servirnos, repartirnos su Cuerpo, darnos la Eucaristía.
           
PINCELADA MARTIRIAL
Beato Narciso Basté Basté     
Narciso había nacido en San Andrés de Palomar (Barcelona), el 16 de diciembre de 1866. Estudió Derecho en la Universidad de Barcelona, donde se graduó en 1890. Ingresó ese mismo año en la Compañía de Jesús, que había conocido por su pertenencia a la Congregación Mariana de la Inmaculada y San Luis Gonzaga, de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, de la ciudad condal. Fueron mentores suyos los jesuitas Fiter i Cava y Celestino Matas. Se ordenó sacerdote en 1899. Fue admitido a la profesión perpetua el año 1901.

Luego estuvo destinado en la residencia casa profesa de Valencia, desde octubre de 1901 hasta la disolución de la Compañía de Jesús, en enero de 1932, con el encargo de director de la Congregación Mariana de Nuestra Señora de los Ángeles y San Luis Gonzaga (la del Patronato de Valencia), que llegó a ser la más numerosa de la ciudad.

Desempeñó ejemplarmente su ministerio y estuvo destinado como director del Patronato de la Juventud Obrera, que hacía un enorme bien entre los muchachos trabajadores de la capital valenciana. Fue pionero de la intervención socio-educativa, iniciativas suyas fueron las primeras colonias escolares en Valencia(1906), la Casa de los Obreros (1908) y la fundación del equipo de fútbol Gimnástico Patronato (1909), además de Academias, representaciones del Belén, veladas literarias, salidas campestres, clases al aire libre...

Escribió cuatro libros: “Patronato de jóvenes obreros” (1924), “Vida y milagros de la Santísima Virgen del Puig” (1929), “Catecismo de Apologética” (1935) y “La Religión verdadera” (1935).

El decreto de disolución de la Compañía de Jesús (24 de enero de 1932) le arrancó del Patronato y le forzó a buscar refugio en casas particulares, sobre todo durante los inicios de la persecución religiosa de la guerra civil en Valencia. Fue detenido varias veces, pero lo salvaron sus amigos obreros del Patronato, procurándole la libertad. Cuando, al apresarle, le preguntaban quién era, respondía siempre con modestia y valor: “Soy abogado, sacerdote y jesuita”. Por fin, arrestado por quinta vez, a las pocas horas fue fusilado. Murió el 15 de octubre de 1936, día en que se celebra su fiesta litúrgica, asesinado por las milicias de la C.N.T. en el Picadero de Paterna (Valencia).
 

[1] J. RATZINGER, Imágenes de la esperanza, pág.23 ss. (Madrid 1998).
[2] San JUAN PABLO II, Audiencia general del 27 de abril de 1998, (nº 8 y 9)
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