Del jesuíta español Pedro Paéz, verdadero descubridor de las fuentes del Nilo
por En cuerpo y alma
Que unos atribuyen al escocés James Bruce en 1770, y otros al británico John Hanning Speke en 1860, cuando en realidad, varios siglos antes, ya lo había hecho un español, ¡un madrileño! (de esos tantísimos sin calle en Madrid): el jesuita Pedro Páez.
Pedro Páez Jaramillo nace en Olmeda de las Fuentes, por entonces Olmeda de las Cebollas, en la provincia de Madrid, en 1564. Perteneciente a una familia acomodada, Paez estudia primero en Coímbra, luego en Belmonte (Cuenca) con los jesuítas, donde entabla amistad con el teólogo navarro Tomás de Ituren, y luego en la Universidad de Alcalá. Tras ingresar en la orden de San Ignacio de Loyola, en 1585 parte camino de la ciudad india de Goa, dominada entonces por los portugueses. Allí pasa un año en el Colegio de S. Paulo, se ordena sacerdote y en compañía del también jesuita Antonio de Montserrat, parte hacia la complicada misión de Etiopía, en la que los jesuitas estaban presentes desde 1554, y donde tres de los cinco misioneros jesuitas habían muerto.
En el puerto de Diu, al no encontrar navío alguno, los dos misioneros zarpan para Mascate (Omán), también bajo dominio portugués, pero atacada la embarcación por unos piratas, para los que cren que la piratería en la zona es cosa del s. XX, son hechos prisioneros en Yemen. Encadenado habrá de atravesar a pie y encadenado el desierto de Hadramaut, que Páez describe por primera vez en la historia, hasta llegar tras no pocos episodios, a Senna, en donde permanece cautivo durante siete años hasta que Felipe II paga su rescate, quinientos cruzados, en 1595. Durante el viaje, le es ofrecida una extraña bebida, que Paez no rehusa probar: es el café, cahua en la lengua local, bebida que describirá después y que probablemente Paéz fue el primer europeo en beber jamás. Al volver a Goa, muere Montserrat muere.
En 1603, con treinta y nueve años de edad, Páez inicia un nuevo viaje, esta vez a Etiopía, concretamente a la ciudad de Fremona donde se hallaba la base jesuita. Una vez en Etiopía entra en contacto con el Negus, el emperador etíope, primero Jacob, y luego Za Dengel. La proverbial habilidad y simpatía de Paéz junto con su conocimiento de lenguas, hablaba español, portugués, latín, árabe y también el ge’ez y el amárico de los etíopes y otras lenguas locales, le valdrán para convertir al Emperador del cristianismo copto al catolicismo. Lamentablemente, el entusiasta emperador, contrariando los consejos de Páez se empeña en imponer la conversión al pueblo, lo que da lugar a una cruenta guerra civil finalizada con la muerte de Za Dengel.
Páez no desiste en su empeño y con su valioso sentido de la diplomacia, consigue convertir también al sucesor, Susinios Segued III, quien le permite construir una iglesia en Gorgor al norte del lago Tana, y con quien realiza viajes por todo Etiopía, uno de ellos el 21 de abril de 1618 en el que avista por fin las fuentes del Nilo Azul. Se vale de lo que sin verlas había descrito ya de oídas otro jesuita, el Padre Urreta. Lo que convierte a Páez, como ya le ocurriera con el café, en el primer europeo que avista tan mágico espectáculo. Por cierto que después del viaje de Paez y antes de cualquier otro, todavía se producirá el de otro jesuita, el Padre Lobo, en 1626. La búsqueda de las fuentes del Nilo es una antigua quimera, perseguida como sabemos documentalmente ya por griegos y romanos.
En 1620, en las postrimerías de su vida, el Padre Páez escribe una Historia de Etiopía, un verdadero tratado histórico, geográfico, etnológico, antropológico y científico, así como autobiográfico, cuyo probable original se conserva en la ciudad portuguesa de Braga. Amén de ello, traduce el catecismo al ge’ez y se le atribuye el tratado De Abyssinorum erroribus.
A la edad de cincuenta y ocho años muere en Gorgora, en Etiopía, probablemente de malaria, cosa que acontece un 25 de mayo de 1622.
Pedro Páez es un gran olvidado de la Historia, a pesar de sus grandes gestas. Su magna obra sobre la historia de Etiopía no se publicará hasta bien transcurrido el s. XX. Y la expulsión de los jesuitas de Etiopía en 1633, perseguidos por el sucesor de Susinios, Fasílides, hará que se pierda también el rastro dejado por su figura en el país. El jesuita Emmanuel Almeyda escribirá una breve glosa de su figura a finales del s. XVII, lo que ha contribuído a que el olvido no fuera total. Se conservan también las cartas que se escribiera con su gran amigo el teólogo Tomás de Ituren. Pero es preciso recuperar la memoria de este gran sabio español absolutamente silenciado por la historia, y por supuesto por los propios españoles, faltaría más, que buenos somos los españoles para silenciar o falsear nuestra historia y para olvidar e ignorar a nuestros héroes.
“Me alegré de ver lo que tanto desearon ver el rey Ciro, el gran Alejandro y Julio César”.
Lo dijo nuestro sabio de hoy, el jesuita Pedro Páez ante el espectáculo inenarrable de las fuentes del Nilo Azul que los más grandes personajes de la historia habían buscado y sin embargo, sólo a él le estaba reservada la dicha de contemplar el primero entre los europeos. Cuantas veces es así, y los más pequeños personajes de la Historia construyen, sin embargo, las hazañas que los grandes no conquistan. La historia es caprichosa. Todos podemos hacer historia, historia de la que queda en los libros. Pero todos hacemos también historia de la que no se escribe en ningún libro. Y esa también es historia. Nunca lo olvides, eres irrepetible, eres historia, compórtate por ello como el gran protagonista que eres.
Que hagan mucho bien y no reciban menos.
©L.A.
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