Lunes, 23 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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Domingo 25 T.O. (A) y pincelada martirial

por Victor in vínculis

El Reino de los Cielos es semejante a un propietario que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros a su viña. Habiéndose ajustado con los obreros en un denario al día, los envió a su viña (Mt 20, 1-2).

La parábola del Evangelio que escuchamos este domingo despliega ante nuestra mirada la inmensidad de la viña del Señor y la multitud de personas, hombres y mujeres, que son llamadas por Él y enviadas para que tengan trabajo en ella. La viña es el mundo entero, que debe ser transformado según el designio divino en vista de la venida definitiva del Reino de Dios.

Salió luego hacia las nueve de la mañana, vio otros que estaban en la plaza desocupados y les dijo: “Id también vosotros a mi viña” (Mt 20, 3-4).
 

Parábola de los obreros en la viña: Obreros, en la viña (abajo) y en el momento de cobrar (arriba), Evangelio Bizantino del siglo XI, Biblioteca Nacional de Francia, Cód. gr. 74.

El llamamiento del Señor Jesús -Id también vosotros a mi viña- no cesa de resonar en el curso de la historia desde aquel lejano día; se dirige a cada hombre que viene a este mundo.

En nuestro tiempo, por medio del Concilio Vaticano II, la Iglesia ha madurado una conciencia más viva de su naturaleza misionera y ha escuchado de nuevo la voz de su Señor, que la envía al mundo como sacramento universal de salvación.

Id también vosotros. La llamada no se dirige solo a los pastores, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, sino que se extiende a todos; también los fieles laicos son llamados personalmente por el Señor, de quien reciben una misión a favor de la Iglesia y del mundo[1].

Y tenemos el ejemplo admirable de la Iglesia Católica de Corea, a cuyos mártires -un grupo de ciento tres- celebrábamos esta semana. La verdad sobre Jesucristo llegó también a tierras de Corea. Llegó hasta allí a través de libros traídos de China. Y de una forma maravillosa, la gracia divina movió inmediatamente a aquellos hombres, primero a investigar la verdad de la Palabra de Dios, y luego a creer vivamente en el Salvador Resucitado.

Anhelando una mayor participación en la fe cristiana, enviaron a uno de los suyos en 1784 a Pekín, donde fue bautizado. De esta buena semilla nació la primera comunidad cristiana de Corea, una comunidad única en la historia de la Iglesia por el hecho de que fue fundada enteramente por laicos. Esta Iglesia reciente, tan joven y sin embargo tan fuerte en la fe, resistió el continuo combate de duras persecuciones[2].
 
Lo más admirable es que existía una unión cada vez más profunda con su obispo de Pekín -de otra nación distinta a Corea- y con el Papa en la lejana Roma. Sin soberbias, sin provincialismos exacerbados que no conducen a ninguna parte, sino a la destrucción. Creciendo en el amor a la Iglesia universal, profesando en la persecución: Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica...  ¡Cuántas lecciones debemos aprender de los santos!

El espléndido florecimiento actual de la Iglesia en Corea es realmente el fruto del heroico testimonio de los mártires.
Se pusieron a trabajar en la viña, a otra hora distinta, a finales del siglo XVIII. Obreros de la última hora. Pero con qué fidelidad escucharon la voz del Señor, que les llamaba a trabajar en su viña: Id también vosotros a mi viña.

Desde Peter Yu, un jovencito de trece años, hasta Mark Chong, un anciano de setenta y dos, hombres y mujeres, clérigos y seglares, pobres y ricos, gente del pueblo y nobles -hasta formar ese grupo de ciento tres-, muchos de ellos descendientes de anteriores mártires desconocidos: todos murieron contentos por la causa de Cristo. Y así, tenemos ocasión de unirnos a los católicos coreanos, para seguir profesando nuestra fe universal. Católicos que en la parte del Norte siguen sufriendo persecución.

Pero volvamos al Evangelio. ¿Cómo aplicarnos esta parábola? Nos lo recuerda San Gregorio Magno quien, predicando al pueblo, comenta de este modo la parábola de los obreros de la viña:

 Fijaos en vuestro modo de vivir, queridos hermanos, y comprobad si ya sois obreros del Señor. Examine cada uno lo que hace y considere si trabaja en la viña del Señor.

El Concilio Vaticano II nos exhorta a todos, haciéndose eco del llamamiento de Cristo, a trabajar en la viña:
Este Sacrosanto Concilio ruega en el Señor a todos los laicos que respondan con ánimo generoso y prontitud de corazón a la voz de Cristo, que en esta hora invita a todos con mayor insistencia, y a los impulsos del Espíritu Santo...

Qué paz da poder sentir la voz de misericordia de Cristo, ante aquellos que se sienten discriminados: ¿No te he pagado según lo contratado?  ¿Vas a ser tú malo porque yo sea bueno?

Afirma el P. Aldama[3]:

Cristo el Señor nos llama desde la infancia; nos llama en la juventud; nos llama en la vida madura; nos llama hasta en la vejez. Siempre nos llama para darnos Él el premio. No se cansa de llamar, ni cuando nosotros no le hemos escuchado muchas veces. No se cansa de llamar ni cuando nosotros hemos sido ingratos a sus llamamientos repetidas veces. No se cansa de llamar, ni cuando nosotros nos hemos cansado de trabajar y lo dejamos todo; también entonces nos llama el Señor. A la última hora, como a la primera hora.

Fijaos con qué facilidad quisiéramos nosotros que se excluyese del reino de los cielos, o por lo menos, que no se les diese el reino en plenitud, a los que a última hora se han arrepentido y han muerto en gracia de Dios. Y se les da el reino de los cielos, igual que a los que no han pecado nunca; igual que a los que han vivido una vida fervorosa, excepto que se les da más o menos, pero la parábola no es para explicar eso; la parábola es para explicar que se les da aquello que el Señor les ha prometido. Y lo que nos ha prometido es que nos va a dar el reino de los cielos. Lo que ha prometido es su posesión, que le vamos a poseer a Él, que le vamos a ver, que le vamos a tener y a amar con todas las fuerzas eternamente. Y eso nos lo ha prometido a todos.

Todo depende, no del tiempo, sino de la caridad. No hace injusticia. ¿Qué injusticia va a hacer? Cumple lo que ha dicho. Es suyo el reino de los cielos y se lo da a quien quiere, y se lo da con las exigencias que él quiere y se lo da a quien vuelve a Él, a quien trabaja con su gracia, a quien va buscándole en su corazón, a quien va amándolo con toda su alma y con todo su ser. ¿Qué injusticia, ni para unos ni para otros, si a todos les da, si no tiene obligación de dar nada, si lo que da es por misericordia? ¡Si es suyo todo, si es regalo suyo este reino de los cielos!

Dios me llama a todas horas. Dios no se cansa de mis negligencias. Dios no se cansa de mis caídas. Dios no se cansa de mi pereza. Me sigue llamando y me sigue amando para darme el mismo premio. Dios me llama hoy, en este momento; y hoy, en este momento, me puedo entregar todo a su amor. Poco importa que otros lo hayan hecho antes; lo que importa es que yo lo haga ahora. Y me defenderá el Señor, y les dirá a los otros: ¿Por qué te enfadas? ¿No ha hecho él lo que Yo le he dicho? ¿No ha cumplido él mi contrato? ¿No ha hecho en pocas horas lo que a lo mejor tú no has hecho en todo el día? ¿No puedo Yo dar lo mío a quien quiera? Y ¿voy Yo a ser injusto porque regalo lo que me parece a quien me parece?

Es su misericordia la que nos salva...

Para mucha gente de nuestra tierra está a punto de comenzar la vendimia, pero para todos es tiempo de escuchar la voz del Señor, que nos dice: ¡Id también vosotros a mi viña!
      
PINCELADA MARTIRIAL
Princesa de Barcelona, es el título con que Mn. Jacinto Verdaguer invoca a la Virgen de la Merced en sus conocidos Gozos. Hoy, 24 de septiembre, es su fiesta. Todo lo que pasó en la iglesia de la Merced lo dejó por escrito antes de sufrir el martirio Mn. Luis Pelegrí Nicolás; luego fue publicado por mosén José Sanabre, archivero de la diócesis de Barcelona.

La tarde del 19 de julio de 1936 la chusma frenética invadió el edificio de Capitanía General y, acto seguido, se dirigió a la iglesia de la Merced exigiendo su destrucción. No fue hasta el día siguiente que, acompañados de la fuerza pública, pudieron penetrar en el templo después de disparar numerosos balas de fusil contra la fachada. Luego prendieron fuego en el interior de la iglesia de manera que se quemaron las pinturas de la bóveda mayor, se ahumaron los frescos la de la cúpula. Las tribunas de madera, el órgano y todas las imágenes de los altares laterales quedaron destruidas. Los bomberos velaron para que el fuego sólo quemara la iglesia y no pasara a las viviendas cercanas. El fuego fue avivado de nuevo en varias ocasiones los días posteriores.

La imagen de talla de la Virgen fue lanzada desde el camarín sobre el Sagrario del altar mayor y, días después, otros revolucionarios la tumbaron en el suelo frente al altar.

Mn. Luis Pelegrí Nicolás, presbítero beneficiado de la parroquia de San Miguel y de la Virgen de la Merced, se propuso rescatar la imagen gótica. Mañana narraremos estos sucesos.

Como decíamos mosén Pelegrí dejó escrito el relato de lo sucedido en la basílica de la Merced en el verano de 1936 y el manuscrito para seguridad lo enterró, pero reveló antes de su muerte la localización a su hermano quien, con ayuda de mosén José Sanabre y de Teresa Coll Muñarch realizaron la trascripción de las deterioradas cuartillas manuscritas, dando paso al artículo De cómo fue salvada la imagen de la patrona de Barcelona, de mosén Sanabre en Diario de Barcelona el 24 de septiembre de 1949. La documentación pasó al archivo de la parroquia pero no tuvo otra divulgación que el referido artículo periodístico.

Mosén Pelegrí fue detenido y asesinado el 30 de marzo de 1937. Se trata -escribe el arquitecto Juan Bassegoda Nonell- de un caso de martirio "casi provocado", pues se dedicaba a confesar a sus feligreses sentado en un banco de la plaza de Urquinaona.
 


Muy buena y completa la página creada por el actual Rector de la Basílica, Mn. Joan Martínez Porcell:
http://www.basilicadelamerce.es
 

[1] San JUAN PABLO II, Christifideles laici, 1-2
[2] San JUAN PABLO II, Homilía canonización 103 mártires coreanos. Seúl, 6 de mayo de 1984.
[3] José Antonio ALDAMA, S.J. Homilías, Ciclo A, págs. 311-317 (Granada, 1995).
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