Abandonarse en Dios
En el comentario a la actualidad de la Iglesia de la semana pasada, afirmé que adaptarse es sucumbir. No soy ningún profeta. Me limito a ver lo que está pasando con las Iglesias protestantes históricas, que se han adaptado en todo y están peor que la Iglesia católica.
Como un eco de lo que dije, se ha sabido esta semana que la Archidiócesis de Münich, el corazón católico de Alemania, ha sufrido más de diez mil apostasías durante 2019; es decir más de diez mil católicos se han dado de baja en la Iglesia y han decidido no pagar el impuesto que en Alemania se cobra a los que se declaran miembros de alguna confesión religiosa autorizada. Es posible que el motivo de la apostasía resida, en la mayoría de los casos, en un simple ahorro económico, pero también es cierto que ese motivo ha estado siempre ahí y que sólo ahora se dan de baja. La Iglesia católica alemana ingresa, por el impuesto religioso, 6.500 millones de euros al año; tiene miles de empleados y es, junto a la Iglesia luterana, la segunda empleadora del país, tras el Estado; sólo la Archidiócesis de Münich tiene seis mil empleados en su sede central, más los que tienen las parroquias. Se estima que la crisis del coronavirus va a acentuar las apostasías y van a recaudar mil millones de euros menos. Quizá estén pensando que la adaptación al mundo frenará la sangría. Ocurrirá lo contrario, perderán a los que se mantienen por inercia y a los que ya no sienten esa Iglesia como la de Cristo. Adaptarse no ayuda a sobrevivir, sino que acelera la hora de la muerte.
Pero esta semana hay una maravillosa noticia que reafirma nuestra esperanza: el beato Charles de Foucauld será canonizado, tras aprobarse un milagro conseguido por su intercesión. La suya fue una vida singular, con altibajos. Fue expulsado del Ejército francés por su convivencia con una actriz, Mimí, a la que presentaba como su esposa; pero también ganó la medalla de oro de la Sociedad Geográfica de París por los descubrimientos topográficos sobre Marruecos. Sin embargo, poco a poco el Señor le fue seduciendo, hasta que se produjo su conversión y, a la vez, su vocación: “Tan pronto como creí que había un Dios, comprendí que no podía hacer otra cosa que vivir para Él”. Una vocación marcada por el deseo de vivir escondido del mundo, que le llevó a la Trapa y, por último, a una vida de ermitaño entre los beduinos en Argelia, donde encontró la muerte, a manos de unos ladrones. De sus numerosos escritos, me ayuda especialmente su oración de abandono en Dios:
“Padre mío,
me abandono a Ti.
Haz de mí lo que quieras.
Lo que hagas de mí te lo agradezco,
estoy dispuesto a todo,
lo acepto todo.
Con tal que Tu voluntad se haga en mí
y en todas tus criaturas,
no deseo nada más, Dios mío.
Pongo mi vida en Tus manos.
Te la doy, Dios mío,
con todo el amor de mi corazón,
porque te amo,
y porque para mí amarte es darme,
entregarme en Tus manos sin medida,
con infinita confianza,
porque Tu eres mi Padre”.
San Carlos de Foucauld se alza ante nosotros, en esta hora oscura de la humanidad y de la Iglesia, para invitarnos a confiar absolutamente, ciegamente, totalmente en Dios. Si creemos en Él no podemos hacer otra cosa más que amarle a Él y, amarle a Él, significa confiarnos, abandonarnos en Él, porque Él es nuestro Padre. En la confianza está nuestra fuerza.