¿Qué hacía el beato Álvaro del Portillo en 1936?
Vamos a conocer el episodio de la vida de algunos santos durante los trágicos días de la persecución religiosa en la España de 1936. Hoy nos acercamos al sucesor de San Josemaría Escrivá: el beato Álvaro del Portillo, bajo estas líneas, con San Juan Pablo II.
Álvaro del Portillo nació en Madrid (España) el 11 de marzo de 1914, tercero de ocho hermanos, en una familia cristiana. Era Doctor Ingeniero de Caminos y Doctor en Filosofía y en Derecho Canónico. Fue beatificado en Valdebebas (Madrid) por el cardenal Angelo Amato el 27 de septiembre de 2014. Su fiesta se celebra el 12 de mayo.
En 1935 se incorporó al Opus Dei, fundado por san Josemaría Escrivá de Balaguer el 2 de octubre de 1928. Vivió con fidelidad plena la vocación al Opus Dei, mediante la santificación del trabajo profesional y el cumplimiento de los deberes ordinarios, y desarrolló una amplísima actividad apostólica entre sus compañeros de estudio y con los colegas de trabajo. Muy pronto se convirtió en la ayuda más firme de San Josemaría, y permaneció a su lado durante casi cuarenta años, como su colaborador más próximo.
Durante su época de estudiante, fue militante de la Comunión Tradicionalista.
En 1934 estuvo a punto de morir varias veces a manos de un grupo de antirreligiosos exaltados que, en la parroquia de San Ramón Nonato de Vallecas, atacaron a Álvaro que catequizaba a los jóvenes de la zona. Los delincuentes le golpearon en la cabeza brutalmente con una llave inglesa.
[Sobre este incidente:
http://www.todosloslibros.info/index.php/libros-sobre-el-opus-dei-y-san-josemaria/32-lazaro-linares/1559-unos-recuerdos-del-fundador-y-de-alvaro-del-portillo ]
Tras la detención de su padre por la policía gubernamental, tuvo que abandonar el domicilio familiar y estuvo en situación de fugitivo, huyendo de refugio en refugio. En octubre de 1936 le concedieron asilo en la embajada de Finlandia. Los días 3 y 4 de diciembre de 1936, los guardias de asalto asediaron dicha embajada y el día 5 entraron en algunos edificios anejos a dicha embajada y arrestaron a todos los refugiados, entre ellos, a Álvaro del Portillo. Los trasladaron a la cárcel de San Antón.
«El beato Álvaro del Portillo casi nunca mencionó los sufrimientos padecidos en la guerra civil. Una de las raras veces en que lo hizo fue en 1987, durante un viaje pastoral al Extremo Oriente. Se encontraba impartiendo una charla a sacerdotes, y la pregunta de uno de los asistentes le llevó a detenerse sobre el deber cristiano de perdonar las ofensas. Entonces, describió la situación de aquella cárcel:
Había una capilla en la que estaban encerrados cuatrocientos presos. Una vez, un miliciano comunista se subió al altar pateándolo y puso una colilla [un cigarrillo] en los labios de un santo; entonces, uno de los que estaban conmigo se subió al altar y le quitó la colilla. Lo mataron inmediatamente por haber hecho eso. Era un odio increíble a la religión.
Y añadió: Yo no había intervenido en ninguna actividad política (…) y me metieron en la cárcel sólo por ser de familia católica. Entonces llevaba gafas, y alguna vez se me acercó uno de los guardas -le llamaban Petrof-, me ponía una pistola en la sien y decía: “-Tú eres cura, porque llevas gafas”. Podía haberme matado en cualquier momento.
Durante la estancia en San Antón padeció hambre, malos tratos, torturas psíquicas y físicas, humillaciones de todo tipo. Le hicieron comer --según contaba poco después san Josemaría a sus hijos de Valencia en una carta de 6 de abril de 1937- «¡pobre hijo de mi alma!, de todo», incluso excrementos humanos. Su madre y su hermana Pilar trataban de aliviar su situación, pero era inútil: Le llevábamos comida, cosa que en aquellas circunstancias terribles nos resultaba muy difícil de conseguir: mi madre tenía que hacer cola durante varias horas para comprarla. Y luego, allí, en la cárcel actuaban con la arbitrariedad más absoluta: por ejemplo, un día le llevamos una tortilla y, al dársela a un miliciano para que se la entregara, se la comió delante de nosotros. Cuando acabó la guerra, nos contó que nunca le entregaron lo que le llevábamos.
Las veces que acudían a visitarle casi no podían hablar, por el alboroto que había en la cárcel y por lo separados que nos ponían a unos de otros. Álvaro nos decía que nos paseásemos por la calle Fuencarral, porque las ventanas de su celda daban allí. Se conformaba con vernos, aunque nos advirtió que no mirásemos a su ventana. Y nos repetía que no nos preocupásemos por él. Vivía aquella situación con una gran serenidad, con aquel sosiego interior que le caracterizaba.
Buena prueba de esa paz es una carta -la única que se conserva- enviada desde la cárcel a su madre, en la que escribía: Querida mamá; estoy en S. Antón muy bien. Tienen muchas atenciones con nosotros. (…) La comida es muy abundante; me suelo tomar dos o tres raciones de rancho.
El 28 de enero de 1937 Álvaro fue juzgado y -sin que mediara explicación alguna, como sucedió cuando le arrestaron- fue puesto en libertad al día siguiente. Habían transcurrido dos meses de encarcelamiento injustificado: nunca hubo acusación, ni verdadero proceso, ni sentencia».
[Cfr. José Carlos Martín de la Hoz, Roturando los caminos (2012) y Javier Medina, Álvaro del Portillo. Un hombre fiel (2013)].
De allí se dirigió a la embajada de México, donde estaba su madre. Al cabo de un mes, las autoridades de la embajada lo expulsaron. El 13 de marzo de 1937 se exilió en la legación Honduras. Posteriormente se presentó con identidad falsa como voluntario al Ejército Popular de la República con el fin de pasarse a la zona del Bando Nacional, siendo enviado al frente.
Los documentos del proceso de beatificación destacan que nunca guardó rencor, pues sabía perdonar. Lo había aprendido, decía, de Clementina, su madre, exiliada a España con motivo de la revolución mexicana.
Después de este período y tras los estudios de teología, el 25 de junio de 1944 fue ordenado sacerdote, junto con José María Hernández Garnica y José Luis Múzquiz: son los tres primeros sacerdotes del Opus Dei, después del fundador. Desde entonces se dedicó enteramente al ministerio pastoral, en servicio de los miembros del Opus Dei y de todas las almas.
En 1946 fijó su residencia en Roma, junto a San Josemaría. Su servicio infatigable a la Iglesia se manifestó, además, en la dedicación a los encargos que le confirió la Santa Sede como consultor de varios Dicasterios de la Curia Romana y, especialmente, mediante su activa participación en los trabajos del Concilio Vaticano II.
El 15 de septiembre de 1975 fue elegido primer sucesor de San Josemaría. El 28 de noviembre de 1982, al erigir la Obra en Prelatura Personal, San Juan Pablo II le nombró Prelado del Opus Dei, y el 6 de enero de 1991 le confirió la ordenación episcopal. Toda la labor de gobierno de don Álvaro se caracterizó por la fidelidad al fundador y su mensaje, en un trabajo pastoral incansable para extender los apostolados de la Prelatura, en servicio de la Iglesia.
Su entrega al cumplimiento de la misión recibida, siguiendo las enseñanzas de San Josemaría, hundía sus raíces en un hondo sentido de la filiación divina, fruto de la acción del Espíritu Santo, que le llevaba a buscar la identificación con Cristo en un abandono confiado a la voluntad de Dios Padre, constantemente alimentado por la oración, la Eucaristía y una tierna devoción a la Santísima Virgen.
Su amor a la Iglesia se manifestaba por su profunda comunión con el Papa y los Obispos. Su caridad con todos, la solicitud infatigable por sus hijas e hijos en el Opus Dei, la humildad, la prudencia y la fortaleza, la alegría y la sencillez, el olvido de sí y el ardiente afán de ganar almas para Cristo, reflejado también en el lema episcopal -Regnare Christum volumus!-, junto con la bondad, la serenidad y el buen humor que irradiaba su persona, son rasgos que componen el retrato de su alma.
En la madrugada del 23 de marzo de 1994, pocas horas después de regresar de una peregrinación a Tierra Santa, donde había seguido con intensa piedad los pasos terrenos de Jesús, desde Nazaret al Santo Sepulcro, el Señor llamó a Sí a este siervo suyo bueno y fiel. La mañana precedente había celebrado su última Misa en el Cenáculo de Jerusalén.
San Josemaría y el beato Álvaro del Portillo
Álvaro del Portillo nació en Madrid (España) el 11 de marzo de 1914, tercero de ocho hermanos, en una familia cristiana. Era Doctor Ingeniero de Caminos y Doctor en Filosofía y en Derecho Canónico. Fue beatificado en Valdebebas (Madrid) por el cardenal Angelo Amato el 27 de septiembre de 2014. Su fiesta se celebra el 12 de mayo.
En 1935 se incorporó al Opus Dei, fundado por san Josemaría Escrivá de Balaguer el 2 de octubre de 1928. Vivió con fidelidad plena la vocación al Opus Dei, mediante la santificación del trabajo profesional y el cumplimiento de los deberes ordinarios, y desarrolló una amplísima actividad apostólica entre sus compañeros de estudio y con los colegas de trabajo. Muy pronto se convirtió en la ayuda más firme de San Josemaría, y permaneció a su lado durante casi cuarenta años, como su colaborador más próximo.
Durante su época de estudiante, fue militante de la Comunión Tradicionalista.
En 1934 estuvo a punto de morir varias veces a manos de un grupo de antirreligiosos exaltados que, en la parroquia de San Ramón Nonato de Vallecas, atacaron a Álvaro que catequizaba a los jóvenes de la zona. Los delincuentes le golpearon en la cabeza brutalmente con una llave inglesa.
[Sobre este incidente:
http://www.todosloslibros.info/index.php/libros-sobre-el-opus-dei-y-san-josemaria/32-lazaro-linares/1559-unos-recuerdos-del-fundador-y-de-alvaro-del-portillo ]
Tras la detención de su padre por la policía gubernamental, tuvo que abandonar el domicilio familiar y estuvo en situación de fugitivo, huyendo de refugio en refugio. En octubre de 1936 le concedieron asilo en la embajada de Finlandia. Los días 3 y 4 de diciembre de 1936, los guardias de asalto asediaron dicha embajada y el día 5 entraron en algunos edificios anejos a dicha embajada y arrestaron a todos los refugiados, entre ellos, a Álvaro del Portillo. Los trasladaron a la cárcel de San Antón.
«El beato Álvaro del Portillo casi nunca mencionó los sufrimientos padecidos en la guerra civil. Una de las raras veces en que lo hizo fue en 1987, durante un viaje pastoral al Extremo Oriente. Se encontraba impartiendo una charla a sacerdotes, y la pregunta de uno de los asistentes le llevó a detenerse sobre el deber cristiano de perdonar las ofensas. Entonces, describió la situación de aquella cárcel:
Había una capilla en la que estaban encerrados cuatrocientos presos. Una vez, un miliciano comunista se subió al altar pateándolo y puso una colilla [un cigarrillo] en los labios de un santo; entonces, uno de los que estaban conmigo se subió al altar y le quitó la colilla. Lo mataron inmediatamente por haber hecho eso. Era un odio increíble a la religión.
Y añadió: Yo no había intervenido en ninguna actividad política (…) y me metieron en la cárcel sólo por ser de familia católica. Entonces llevaba gafas, y alguna vez se me acercó uno de los guardas -le llamaban Petrof-, me ponía una pistola en la sien y decía: “-Tú eres cura, porque llevas gafas”. Podía haberme matado en cualquier momento.
Durante la estancia en San Antón padeció hambre, malos tratos, torturas psíquicas y físicas, humillaciones de todo tipo. Le hicieron comer --según contaba poco después san Josemaría a sus hijos de Valencia en una carta de 6 de abril de 1937- «¡pobre hijo de mi alma!, de todo», incluso excrementos humanos. Su madre y su hermana Pilar trataban de aliviar su situación, pero era inútil: Le llevábamos comida, cosa que en aquellas circunstancias terribles nos resultaba muy difícil de conseguir: mi madre tenía que hacer cola durante varias horas para comprarla. Y luego, allí, en la cárcel actuaban con la arbitrariedad más absoluta: por ejemplo, un día le llevamos una tortilla y, al dársela a un miliciano para que se la entregara, se la comió delante de nosotros. Cuando acabó la guerra, nos contó que nunca le entregaron lo que le llevábamos.
Las veces que acudían a visitarle casi no podían hablar, por el alboroto que había en la cárcel y por lo separados que nos ponían a unos de otros. Álvaro nos decía que nos paseásemos por la calle Fuencarral, porque las ventanas de su celda daban allí. Se conformaba con vernos, aunque nos advirtió que no mirásemos a su ventana. Y nos repetía que no nos preocupásemos por él. Vivía aquella situación con una gran serenidad, con aquel sosiego interior que le caracterizaba.
Buena prueba de esa paz es una carta -la única que se conserva- enviada desde la cárcel a su madre, en la que escribía: Querida mamá; estoy en S. Antón muy bien. Tienen muchas atenciones con nosotros. (…) La comida es muy abundante; me suelo tomar dos o tres raciones de rancho.
El 28 de enero de 1937 Álvaro fue juzgado y -sin que mediara explicación alguna, como sucedió cuando le arrestaron- fue puesto en libertad al día siguiente. Habían transcurrido dos meses de encarcelamiento injustificado: nunca hubo acusación, ni verdadero proceso, ni sentencia».
[Cfr. José Carlos Martín de la Hoz, Roturando los caminos (2012) y Javier Medina, Álvaro del Portillo. Un hombre fiel (2013)].
De allí se dirigió a la embajada de México, donde estaba su madre. Al cabo de un mes, las autoridades de la embajada lo expulsaron. El 13 de marzo de 1937 se exilió en la legación Honduras. Posteriormente se presentó con identidad falsa como voluntario al Ejército Popular de la República con el fin de pasarse a la zona del Bando Nacional, siendo enviado al frente.
Los documentos del proceso de beatificación destacan que nunca guardó rencor, pues sabía perdonar. Lo había aprendido, decía, de Clementina, su madre, exiliada a España con motivo de la revolución mexicana.
Después de este período y tras los estudios de teología, el 25 de junio de 1944 fue ordenado sacerdote, junto con José María Hernández Garnica y José Luis Múzquiz: son los tres primeros sacerdotes del Opus Dei, después del fundador. Desde entonces se dedicó enteramente al ministerio pastoral, en servicio de los miembros del Opus Dei y de todas las almas.
En 1946 fijó su residencia en Roma, junto a San Josemaría. Su servicio infatigable a la Iglesia se manifestó, además, en la dedicación a los encargos que le confirió la Santa Sede como consultor de varios Dicasterios de la Curia Romana y, especialmente, mediante su activa participación en los trabajos del Concilio Vaticano II.
El 15 de septiembre de 1975 fue elegido primer sucesor de San Josemaría. El 28 de noviembre de 1982, al erigir la Obra en Prelatura Personal, San Juan Pablo II le nombró Prelado del Opus Dei, y el 6 de enero de 1991 le confirió la ordenación episcopal. Toda la labor de gobierno de don Álvaro se caracterizó por la fidelidad al fundador y su mensaje, en un trabajo pastoral incansable para extender los apostolados de la Prelatura, en servicio de la Iglesia.
Su entrega al cumplimiento de la misión recibida, siguiendo las enseñanzas de San Josemaría, hundía sus raíces en un hondo sentido de la filiación divina, fruto de la acción del Espíritu Santo, que le llevaba a buscar la identificación con Cristo en un abandono confiado a la voluntad de Dios Padre, constantemente alimentado por la oración, la Eucaristía y una tierna devoción a la Santísima Virgen.
Su amor a la Iglesia se manifestaba por su profunda comunión con el Papa y los Obispos. Su caridad con todos, la solicitud infatigable por sus hijas e hijos en el Opus Dei, la humildad, la prudencia y la fortaleza, la alegría y la sencillez, el olvido de sí y el ardiente afán de ganar almas para Cristo, reflejado también en el lema episcopal -Regnare Christum volumus!-, junto con la bondad, la serenidad y el buen humor que irradiaba su persona, son rasgos que componen el retrato de su alma.
En la madrugada del 23 de marzo de 1994, pocas horas después de regresar de una peregrinación a Tierra Santa, donde había seguido con intensa piedad los pasos terrenos de Jesús, desde Nazaret al Santo Sepulcro, el Señor llamó a Sí a este siervo suyo bueno y fiel. La mañana precedente había celebrado su última Misa en el Cenáculo de Jerusalén.
San Josemaría y el beato Álvaro del Portillo
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