Lunes, 23 de diciembre de 2024

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La Asunción de la Virgen (A) y pincelada martirial

por Victor in vínculis

Los peregrinos que recorren el Camino Francés para venerar el sepulcro del Apóstol Santiago, al llegar a Triacastela pueden dirigir sus pasos al Monasterio de San Julián de Samos. Este monasterio tiene sus orígenes en la época del reinado de los suevos en Galicia. En tiempos del rey Ordoño II, en el año 922, fue cuando se llevó a cabo la importante restauración de la vida religiosa con el Santo Abad Virila, que envió 17 monjes a Samos, con cuyo motivo se adoptaría la regla benedictina. Pasados cinco años, Virila comunica a sus monjes el propósito de ir en peregrinación a Roma. Finalizaría sus días siendo abad de Leyre (Navarra). De él se cuenta que estando angustiado en su corazón sobre si la vida del cielo sería tan entretenida y amena como explicaban los libros de piedad, mientras pasaba por una fuente oyó el canto de un pájaro. Aquellos trinos le sumieron en un éxtasis de consuelos inefables que él creyó apenas habían durado unos segundos. Cuando volvió al monasterio quedó profundamente sorprendido: no conocía a nadie. Los monjes ya no vestían el hábito negro benedictino, sino el blanco de los cistercienses, que ahora ocupaban el monasterio. ¡Habían pasado tres siglos! Pero San Virila había obtenido la respuesta que buscaba: en el cielo no tendría tiempo de aburrirse…
 

La Asunción de María (hacia 1590) de Anibal Carraci.

Esta historia, tal vez, no es más que el afán pedagógico-catequético del momento. Pero, por encima de ello, María hoy nos habla de LA ALEGRÍA DEL CIELO. En la actualidad se da una gravísima epidemia de indiferencia. “La gloria de Dios[1] consiste en la salvación de las almas, que Cristo ha redimido con el alto precio de su muerte en la cruz. La salvación y la santificación más perfecta del mayor número de almas debe ser el ideal más sublime de nuestra vida apostólica…”.

San Maximiliano Kolbe, -al que recordábamos ayer-, uno de los más importantes teólogos del siglo XX, muerto mártir en Auschwitz y canonizado por san Juan Pablo II, acercaba la definición que la Virgen hace de sí misma en Lourdes y la que la Iglesia hace del Espíritu Santo. El Espíritu Santo es concepción de una pureza y de una santidad absoluta, concepción que resulta del amor eterno del Padre por el Hijo y del Hijo por el Padre.

“Solamente -afirma Jean Guitton- es posible comprender a la Virgen María, contemplando la relación sustancial extraordinaria que ella tiene con el Padre, de quien ella es la hija; con el Hijo, de quien ella es la madre; y con el Espíritu, de quien ella es la esposa... En el siglo XXI, los cristianos incluirán a la Virgen en el interior de la Trinidad. La Iglesia se verá empujada a definir al Espíritu Santo de forma mucho más completa que antes. Nos aproximamos al final de un tiempo, por lo tanto, nos acercamos a María que es patrona de la escatología, del final de los tiempos, como se ve en el libro del Apocalipsis. La Virgen está en el Alfa y la Omega. El Espíritu y la esposa dicen “Ven”, “Ven, Señor Jesús”... Esas últimas palabras del libro del Apocalipsis nos revelan por sí solas el papel clave que debe jugar la Virgen, instrumento del Espíritu Santo, en los últimos tiempos...”.

Y nos enseña  a nosotros a ser también instrumentos, a imitarla a Ella. “Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque ha mirado la humillación de su esclava”.

Estos tiempos tiene que seguir estando claro, para nosotros los cristianos, puesta la mirada en el Cielo, que allí está el lugar de nuestra salvación. Como nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: “... el cielo es el fin último del hombre y la realización de sus aspiraciones más profundas, el estado de felicidad suprema y definitiva. Los creyentes, en cuanto amados en modo especial por parte del Padre, son resucitados con Cristo y hechos ciudadanos del cielo, tras el recorrido de la vida terrena pasando a través de la inserción en el misterio pascual. El alcance del cielo no es una cuestión totalmente metafísica” (nº 1024).

El cielo es nuestra realidad íntima.

“Contemplando el misterio de la Asunción de la Virgen, es posible comprender el plan de la Providencia divina con respecto a la humanidad: después  de Cristo, Verbo encarnado, María es la primera criatura humana que realiza el ideal escatológico, anticipando la plenitud de la felicidad, prometida a los elegidos mediante la resurrección de los cuerpos.

En la Asunción de la Virgen podemos ver también la voluntad divina de promover a la mujer.

Como había sucedido en el origen del género humano y de la historia de la salvación, en el proyecto de Dios el ideal escatológico no debía revelarse en una persona, sino en una pareja. Por eso, en la gloria celestial, al lado de Cristo resucitado hay una mujer resucitada, María: el nuevo Adán y la nueva Eva, primicias de la resurrección general de los cuerpos de toda la humanidad"[2].

Esto no es una teoría. Es el fin de nuestras vidas: el llevarnos María de la mano, el ser conducidos por Cristo, que promueve nuestra salvación, que nos da el Evangelio, su Palabra, para entrar en la gloria de Dios.

“Ciertamente, la condición escatológica de Cristo y la de María no se han de poner en el mismo nivel. María, nueva Eva, recibió de Cristo, nuevo Adán, la plenitud de gracia y de gloria celestial habiendo sido resucitada mediante el Espíritu Santo por el poder soberano del Hijo.

María entró en la gloria, porque acogió al Hijo de Dios en su seno virginal y en su corazón. Contemplándola, el cristiano aprende a descubrir el valor de su cuerpo y a custodiarlo como templo de Dios, en espera de la resurrección.”

Al recibir a Jesucristo en la Eucaristía, también nosotros renovamos esos templos de Dios que afirma el apóstol San Pablo que somos.

"La Asunción, privilegio concedido a la Madre de Dios, representa así un inmenso valor para la vida y el destino de la humanidad”[3].

En el año 1000 el arzobispo de Santiago, san Pedro Mezonzo, dirigía a la Virgen María la hermosa oración de la Salve. El segundo milenio comenzaba en Compostela invocando a María como “vida, dulzura y esperanza nuestra”.
También nosotros en este Tercer Milenio… saludamos con los ecos de la Salve a María, la Virgen Peregrina, suplicándole que nos muestre a Jesús, fruto bendito de su vientre…”.
 

San Pedro de Mezonzo de José Ferreiro, en la iglesia del Monasterio de San Martín Pinario en Santiago de Compostela.

Cristo al frente de todo en nuestra vida. A ello nos llama siempre nuestra Madre, la Virgen. A Ella nos dirigimos confiados. Y con san José: custodio del Redentor y modelo de todo hijo de la Iglesia.
 
PINCELADA MARTIRIAL
De todos los mártires podemos decir que celebran esta fiesta solemne de Cielo y de amor a María Santísima… Pero, a las 0:30 de la madrugada, del 15 de agosto de 1936, en la Pradera de San Isidro de Madrid, aparece el cuerpo martirizado de la beata María del Sagrario de San Luis Gonzaga, carmelita descalza y toledana de nacimiento.

Beata María del Sagrario de San Luis Gonzaga
Elvira Moragas y Cantarero nació en Lillo (Toledo), el 8 de enero de 1881. Su abuelo y su padre fueron farmacéuticos, y ella seguiría sus pasos antes de ingresar en el Carmelo. En 1885, la familia se traslada a Madrid, donde su padre, don Ricardo, es proveedor farmacéutico de la Casa Real. Tras acabar sus estudios en el Instituto Cardenal Cisneros, entra en la Facultad de Farmacia, de la Universidad Central de Madrid. Fue la vigésimo novena mujer en España que realizó estudios universitarios, licenciándose el 16 de junio de 1905.

De profesión, farmacéutica
Elvira Moragas fue una de las primeras mujeres licenciadas en la Facultad de Farmacia, de la Universidad Central de Madrid. No era una época fácil para que una mujer participase en igualdad de derechos en la vida académica, considerada como exclusivo patrimonio masculino; las pocas que lo hacían, se enfrentaban a un largo recorrido de trámites y permisos especiales. Se trataba de algo tan novedoso que Elvira tenía que seguir las lecciones desde la mesa del profesor, para que su presencia entre el resto de alumno no alterase el orden de las clases. Después de superar sus estudios, en 1905, Elvira empezó a ayudar a su padre en la farmacia de su propiedad, que tenía en el número 11 de la madrileña calle de San Bernardino. Cuando su padre murió, en 1909, le relevó en la atención de la farmacia, hasta que entró en el Carmelo de Santa Ana y San José, de Madrid, en 1915. Allí siguió su labor, de alguna manera; sus compañeras señalaban que “ahorraba mucho dinero a la comunidad haciendo medicinas. En muchas ocasiones hacía de médico y de farmacéutica”.
 

Carmelo de Santa Ana y San José
Ingresó en el Carmelo (en la que es hoy la calle Conde Peñalver) de Madrid en 1915, cuando contaba 34 años. Tomó el hábito el 21 de diciembre de ese mismo año, haciendo su primera Profesión el 24 de diciembre de 1916, y la definitiva el 6 de enero de 1920. En el convento ejerció diversas labores, desde enfermera hasta tornera y maestra de novicias.

El 1 de julio de 1936 fue elegida, por segunda vez, Priora del convento. Diecisiete días más tarde, el día del alzamiento, fueron apedreadas las ventanas de la iglesia conventual. Ante la difícil situación que preveía para sus Hermanas, la Madre María del Sagrario dijo a las religiosas que, si querían irse con su familia, eran libres de hacerlo. Preguntada después si ella iba a marcharse, respondió: «Yo no me voy, me quedo aquí», a lo que todas respondieron: «Pues nosotras también nos quedamos». Finalmente, ante los ruegos de algunos familiares, se marcharon unas cuantas, y se quedaron en el convento diez, incluida la Priora. Los seglares que vivían cerca de las monjas les pidieron que salieran, pero ellas decidieron quedarse.

Hacia el martirio
El día 20, la fachada del convento recibió los impactos de numerosas balas de fusil; dentro, las carmelitas no cesaban de rezar. De repente, una multitud entró en el convento destrozándolo todo, empeñándose con saña en los objetos del culto litúrgico, que acabarían quemando en una hoguera levantada en el exterior. A las monjas las detuvieron y las llevaron a la Dirección General de Seguridad; por el camino, iban cantando la Salve y el Te Deum, entre el desprecio de los guardias. Allí, en medio de la confusión, las dejaron libres para marcharse cada una a su casa. La Madre María del Sagrario se refugió en casa de sus padres, desde donde continuaba velando a distancia por aquellas con las que compartía su vida religiosa: “Tengo que velar -decía- por todas mis pequeñas”.

El día 14 de agosto, mientras rezaba el Oficio, unos milicianos se presentaron en su casa, la detuvieron y la condujeron a una checa cercana. Allí le interrogaron por “los tesoros del convento”, a lo que ella respondió escribiendo en un papel: ¡Viva Cristo Rey! Desde allí, la llevarán a la pradera de San Isidro, donde la fusilarían entre las 12 y la 1 de la madrugada del 15 de agosto, ya día de la Asunción. La Hermana Natividad, que estuvo junto a la Madre Sagrario en esas últimas horas que pasó en la checa, afirmó: “Siempre veía a la Madre como a una santa; la veía siempre recogida, con un semblante de paz y de serenidad”. El 10 de mayo de 1998, San Juan Pablo II beatificó a aquella que siempre quiso perder la vida por amor a Jesucristo.
 

[1] San Maximiliano María KOLBE, Del Oficio de Lectura. Liturgia de las Horas, t. IV, pág.1870.
[2] San JUAN PABLO II, Audiencia general, 9 de Julio de 1997.
[3] San JUAN PABLO II, Audiencia general, 9 de Julio de 1997.
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