Lunes, 23 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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Domingo 19 T.O. (A) y pincelada martirial

por Victor in vínculis

Tal vez[1] el lugar en que Jesús nos explica mejor lo que, para Él, es la fe, sea la narración de Pedro caminando sobre el mar (Mt 14, 28-31).

Una noche, los discípulos navegan por el lago de Genesaret. Y cuando ya están fatigados, en la cuarta vigilia, se les aparece Jesús. Los discípulos se asustan y tienen miedo. Lo ven y no lo ven. Le ven y no lo reconocen. Pero, a invitación de Jesús, Pedro se baja de la barca y se lanza al abismo inquietante.

La fe empuja al creyente a descender a un terreno en el que no hace pie. La fe no es suponer que el agua puede sostenernos. Es atreverse a creer en una palabra que invita, y apostar por una realidad que se juzga más real que la misma realidad visible. No es apostar por la irrealidad. Es apostar por otra realidad más sólida que el agua. Es la opción audaz en favor de una palabra que promete y que lo hace en medio de un mundo amenazante.
 

San Pedro salvado de las aguas, tabla perteneciente al Retablo de San Pedro de Lluís Borrassà (1411). Iglesia de Santa María de Tarrasa (Barcelona).

Y, como la fe es débil, no excluye los miedos ni los gritos de petición de socorro. En momentos, incluso con fe, parece que la realidad visible fuera más dura y que se resquebrajara esa palabra prometedora. Pero la fe es un modelo de existencia que camina entre miedos y dudas, pero que ella misma no es ni miedo ni dudas. La fe, en definitiva, para Jesús es la convicción de que Dios está siempre cerca, más de lo que aparenta y sentimos; y que está cerca, con solo que el hombre esté dispuesto a convertirse a él. Dios es el rico todopoderoso que sólo precisa que el hombre se deje obsequiar.

Por eso la fe es, de algún modo, omnipotente. Tened fe en Dios, dice Jesús. En verdad os digo que cualquiera que dijera a este monte: quítate de ahí y échate al mar, y lo dijera no vacilando en su corazón, sino creyendo que cuanto dijere se ha de hacer, así se hará. Todo es posible para el que cree (Mc 11, 23; 9, 23).

¿Estamos en el mundo de la locura? Estamos, al menos, en el mundo de lo sobrehumano. Estamos en el mundo de la omnipotencia del amor, que es Dios. Porque esta fe es más que humana. Solo podemos vivirla en Cristo. Creer, en definitiva, es abrirse a la acción salvadora de Dios que ha acontecido en Cristo. Porque fe es la confianza que tenemos en Dios por Cristo (2Co 3, 4). Esta confianza total es el primer paso imprescindible de todo amor a Dios.

Afirma el Papa Francisco[2]: el Evangelio de hoy nos presenta el episodio de Jesús que camina sobre las aguas del lago (cf. Mt 14, 22-33). Este relato es una hermosa imagen de la fe del apóstol Pedro. En la voz de Jesús que le dice: Ven, él reconoció el eco del primer encuentro en la orilla de ese mismo lago, e inmediatamente, una vez más, dejó la barca y se dirigió hacia el Maestro. Y caminó sobre las aguas. La respuesta confiada y disponible ante la llamada del Señor permite realizar siempre cosas extraordinarias. Pero Jesús mismo nos dijo que somos capaces de hacer milagros con nuestra fe, la fe en Él, la fe en su palabra, la fe en su voz. En cambio Pedro comienza a hundirse en el momento en que aparta la mirada de Jesús y se deja arrollar por las adversidades que lo rodean. Pero el Señor está siempre allí, y cuando Pedro lo invoca, Jesús lo salva del peligro. En el personaje de Pedro, con sus impulsos y sus debilidades, se describe nuestra fe: siempre frágil y pobre, inquieta y con todo victoriosa, la fe del cristiano camina hacia el encuentro del Señor resucitado, en medio de las tempestades y peligros del mundo.
 

Cristo salvando a Pedro de las aguas, obra de Lorenzo Veneziano (1370).

Es muy importante también la escena final. En cuanto subieron a la barca, amainó el viento. Los de la barca se postraron ante Él diciendo: ¡Realmente eres Hijo de Dios! (vv. 32-33). Sobre la barca estaban todos los discípulos, unidos por la experiencia de la debilidad, de la duda, del miedo, de la «poca fe». Pero cuando a esa barca vuelve a subir Jesús, el clima cambia inmediatamente: todos se sienten unidos en la fe en Él. Todos, pequeños y asustados, se convierten en grandes en el momento en que se postran de rodillas y reconocen en su maestro al Hijo de Dios. ¡Cuántas veces también a nosotros nos sucede lo mismo! Sin Jesús, lejos de Jesús, nos sentimos asustados e inadecuados hasta el punto de pensar que ya no podemos seguir. ¡Falta la fe! Pero Jesús siempre está con nosotros, tal vez oculto, pero presente y dispuesto a sostenernos.

Esta es una imagen eficaz de la Iglesia: una barca que debe afrontar las tempestades y algunas veces parece estar en la situación de ser arrollada. Lo que la salva no son las cualidades y la valentía de sus hombres, sino la fe, que permite caminar incluso en la oscuridad, en medio de las dificultades. La fe nos da la seguridad de la presencia de Jesús siempre a nuestro lado, con su mano que nos sostiene para apartarnos del peligro. Todos nosotros estamos en esta barca, y aquí nos sentimos seguros a pesar de nuestros límites y nuestras debilidades. Estamos seguros sobre todo cuando sabemos ponernos de rodillas y adorar a Jesús, el único Señor de nuestra vida.

Son muchas las representaciones de esa barca que se hunde. En el Templo Expiatorio del Tibidabo de Barcelona, podemos ver esta bella representación. Se encuentra en la capilla de San José.
 

También cuenta José María Tarragona, hablando de la Sagrada Familia, cómo el siervo de  Dios Antonio Gaudí representa la nave de la Iglesia en su fachada del Nacimiento.

En el primer semestre de 1910, se hizo la maqueta de yeso de la fachada del Nacimiento para la exposición de Bellas Artes de París, Antoni Gaudí determinó los terminales de los tres portales de la Fe, la Esperanza y la Caridad. El más cercano al mar es el portal de la Esperanza, cuya escena más alta es los Desposorios de María y José. Sobre los carámbanos que la enmarcan, el arquitecto dispuso una barca, con un farol de grandes proporciones para iluminar a la Humanidad en las furiosas borrascas, un ancla de salvación y una vela que sostiene y dirige el Espíritu Santo en forma de paloma.
 

Se trata, obviamente, de la Iglesia católica, la esperanza más alta de cada hombre y de la Humanidad en su conjunto, en una de sus representaciones más tradicionales: la barca de Jesucristo. Pero Antoni Gaudí no puso pilotando la barca de la Iglesia católica a San Pedro, sino a San José. Hasta entonces, el Papa -comenzando por el primero, San Pedro- era quien capitaneaba la Iglesia figurada como una barca. Antoni Gaudí modificó esta iconografía clásica, plasmando el magisterio del beato Pío IX sobre San José, que lo había nombrado patrón de la Iglesia Universal, el 8 de diciembre de 1870.
 

Fachada del Nacimiento de la Sagrada Familia de Barcelona. Representación de la barca de la Iglesia. El parecido de San José con el propio Antonio Gaudí es increíble.

Cristo al frente de todo en nuestra vida. Por Cristo, con Él y en Él. A ello nos llama siempre nuestra Madre, la Virgen. A Ella nos dirigimos confiados. Y con San José: Custodio del Redentor y modelo de todo hijo de la Iglesia.

PINCELADA MARTIRIAL
Ya hemos recordado varias veces el martirio de los claretianos de Barbastro. Tal vez, uno de los episodios de la persecución religiosa en España con más repercusión, desde el mismo momento que sucedieron los hechos. El martirio de los 51 Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María de Barbastro aconteció durante los días 2, 12, 13, 15 y 18 del mes de agosto de 1936. Fueron beatificados por San Juan Pablo II el 25 de octubre de 1992.

A continuación, reproducimos varios testimonios que dejaron escritos estos mártires durante su cautiverio, días y horas antes de su muerte:

– “Así como Jesucristo en lo alto de la cruz expiró perdonando a sus enemigos, así muero yo mártir perdonándolos de todo corazón y prometiendo rogar de un modo particular por ellos y por sus familias. Adiós”. Beato Tomás Capdevila Miró, seminarista, 23 años. + 13 agosto 1936.

– “No tenemos miedo, más bien sentimos hambre y grandes deseos de sufrir y ser mártires”. Beato Ramón Illa, seminarista, 22 años. + 15 agosto 1936.

– “Morimos contentos por Cristo y su Iglesia, y por la fe de España”. Beato Manuel Martínez, hermano coadjutor, 23 años. + 15 agosto 1936.

–“Si hablamos es para animarnos a morir como mártires; si rezamos, es para perdonar a nuestros enemigos”. Beato Faustino Pérez, seminarista, 25 años. + 15 agosto 1936.

– “¡Viva Cristo Rey! ¡Viva el Corazón de María! ¡Viva la Iglesia Católica! ¡Señor! Perdono de todo mi corazón a todos mis enemigos, y os pido que mi sangre, que solo por vuestro amor he derramado, lave tantos pecados como se han cometido en este Barbastro mártir. ¡Viva Cristo Rey y el Corazón de María!”. Beato Eduardo Ripoll, seminarista, 24 años. + 15 agosto 1936.

– “Nos matan por odio a la Religión. ¡Señor, perdónales! En casa no hicimos ninguna resistencia. La conducta en la cárcel, irreprochable. ¡Viva el Corazón Inmaculado de María! Nos fusilan únicamente por ser Religiosos. Mamá, no lloréis, Jesús me pide la sangre; por su amor la derramaré; seré mártir, voy al cielo. Allá os espero”. Beato Salvador Pigem, seminarista, 23 años. + 13 agosto 1936.

– “Seis de nuestros compañeros son ya Mártires. Pronto esperamos serlo nosotros también, pero antes queremos hacer constar que morimos perdonando a los que nos quitan la vida y ofreciéndola por la ordenación cristiana del mundo obrero, por nuestra querida Congregación y por nuestras queridas familias. ¡La ofrenda última a la Congregación, de sus hijos Mártires!”. Beatos Mártires de Barbastro, “Ofrenda última a la Congregación.
 

[1] José Luis MARTÍN DESCALZO, Vida y Misterio de Jesús de Nazaret II, pág. 186 (Salamanca 1998).
[2] Papa FRANCISCO, Catequesis del domingo 10 de agosto de 2014.
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