Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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Domingo 17 T.O. (A) y pincelada martirial

por Victor in vínculis

El Papa Francisco[1] al meditar el Evangelio de hoy nos recuerda: “las parábolas del tesoro escondido en el campo y la perla de gran valor nos dicen que el descubrimiento del reino de Dios puede llegar improvisadamente como sucedió al campesino, que arando encontró el tesoro inesperado; o bien, después de una larga búsqueda, como ocurrió al comerciante de perlas, que al final encontró la perla preciosísima que soñaba desde hacía tiempo. Pero en un caso y en otro permanece el dato primario de que el tesoro y la perla valen más que todos los bienes. Quien conoce a Jesús, quien lo encuentra personalmente, queda fascinado, atraído por tanta bondad, tanta verdad, tanta belleza, y todo en una gran humildad y sencillez. Buscar a Jesús, encontrar a Jesús: ¡este es el gran tesoro!”.
 

Parábola del tesoro escondido de Rembrandt (1630), actualmente en el Museo de Bellas Artes de Budapest (Hungria).

Por su parte, José Luis Martín Descalzo[2] en su magnífica trilogía Vida y Misterio de Jesús de Nazaret nos dice:

«Porque Jesús ofrece una respuesta al mal, pero respeta la libertad del hombre ante él, presenta como centro de su mensaje, la visión de la vida como apuesta. Él no trae la salvación automática. Ofrece una esperanza. Pero, para conseguirla, el hombre debe entrar en ella como en un combate. Debe satisfacer una serie de exigencias para alcanzarla… Este doble rostro de “salvados y condenados” es parte sustancial del mensaje de Jesús… Y las palabras de Jesús no dejan lugar a dudas: habrá un juicio en el que los hombres serán medidos y pesados. Y la sentencia de ese juicio será absolutamente radical: los malos serán arrojados al horno de fuego, allí será el llanto y el crujir de dientes (Mt 13, 47-50)

Antes de ese juicio, el hombre deberá vivir en la tierra su gran apuesta, en la que se arriesga nada menos que la pérdida del alma: ¿Qué le aprovecha al hombre ganar el mundo si pierde su alma? (Mc 8,36). El reino de los cielos se parece a una red barredera que se echa al mar para recoger de todo; cuando estuvo llena, los pecadores la sacaron a la orilla, se sentaron y recogieron lo bueno en canastas, y echaron fuera lo malo (Mt 13, 47)».

Mañana, la Iglesia universal celebra la fiesta de San Ignacio de Loyola. Una de las meditaciones más convincentes que el fundador de la Compañía de Jesús propone en sus famosos Ejercicios Espirituales es la de las “dos banderas”. En ella, el fundador de la Compañía presenta la vida espiritual como un campo de batalla donde se enfrentan dos ejércitos: el de Jesucristo, supremo Capitán y Señor, y el de Satanás, mortal enemigo de la naturaleza humana[3].

Ante estos antagónicos comandantes, con rasgos bien definidos, no es posible asumir una postura de neutralidad. “Cristo llama y quiere a todos bajo su bandera, y Lucifer, al contrario, bajo la suya”. No existe una tercera opción; hay que tomar una decisión.

Analizada desde esa perspectiva, la lucha descrita por San Ignacio se presenta infinitamente desigual: el caudillo de los malos solo obtiene poder sobre la inteligencia y la voluntad de las criaturas, a medida que le van abriendo las puertas del alma; Jesús, por el contrario, es quien activa “el querer y el obrar para realizar su designio de amor” (Flp 2,13).

En efecto, Cristo puede actuar en nuestro interior “de una manera tan eficaz que produce infaliblemente lo que Dios intenta, sin comprometer, no obstante, la libertad del alma, que se adhiere a ella y la secunda de una manera libérrima e infalible al mismo tiempo[4]. Es lo que le ocurrió a San Pablo camino de Damasco (cf. Hch 9,1-6): una gracia creada por Dios, por iniciativa suya, lo convirtió de forma inmediata.

Por lo tanto, para que ganemos la batalla de nuestra vida espiritual, debemos alcanzar una unión plena y perfecta con el supremo Capitán, sirviéndonos de todos los elementos que Él pone a nuestra disposición para ello. Porque solo a través de la participación en la propia vida divina podremos vencer definitivamente los astutos embates del “padre de la mentira”.

El seguimiento de Cristo es absorbente. Nos vemos obligados a canjear por él cuanto somos y tenemos. Exige la entrega de todo el hombre. Riquezas, vida larga, poder, no deben importarnos nada, como a Salomón (así lo meditamos hoy en el primer libro de los Reyes 3, 5.712), frente a este don de ser llamados y escogidos por el Padre a ser imagen de su Hijo. A ser santos.

Cuenta el padre jesuita Jaime Correa: “la vida de San Francisco Javier cambia con la presencia de Íñigo de Loyola. Este ha llegado, desde Barcelona, solo y a pie, y con un pequeño asno que carga sus libros. Viene a la célebre Universidad de París en busca del saber, pero con otras intenciones, las espirituales. Francisco Javier se cruza con él, a menudo, en la calle sucia entre el Colegio de Santa Bárbara y el Monteagudo, donde vive Iñigo. Lo ve caminar a prisa, siempre cojeando. Algo sabe de él, por las habladurías: caballero vascongado, otrora desgarrado y vano, combatiente herido en Pamplona, convertido y penitente en una cueva de Manresa, peregrino en Tierra Santa, estudiante en Barcelona, Alcalá y Salamanca y hasta prisionero de la Inquisición…”.

Pero Javier, ante la reiterada pregunta de Ignacio, que formula el mismo Cristo en el Evangelio: ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?, terminará por renunciar al mundo y ser el gran evangelizador de Oriente: el santo patrón de los misioneros.

Podemos concluir con las mismas oraciones con las que, tras la Santa Misa, rezan en infinidad de comunidades, como acción de gracias tras recibir el Cuerpo de Cristo. Son de San Ignacio y las incluye en el libro de sus Ejercicios Espirituales:

«Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer, Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno. Todo es vuestro. Disponed a toda vuestra voluntad, dadme vuestro amor y gracia que ésta me basta» (EE nº 234).
Alma de Cristo, santifícame.
Cuerpo de Cristo, sálvame.
Sangre de Cristo, embriágame.
Agua del Costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, fortaléceme.
¡Oh, buen Jesús, óyeme!
Dentro de tus llagas, escóndeme.
No permitas que me aparte de ti.
Del maligno enemigo, defiéndeme.
En la hora de mi muerte, llámame
y mándame ir a ti,
para que con tus santos te alabe,
por los siglos de los siglos. Amén
 
[El Anima Christi fue encontrada en libros de oración que utilizaba San Ignacio en su juventud. Al incluirla en el libro de los Ejercicios contribuyó a su gran difusión hasta nuestros días].
 
PINCELADA MARTIRIAL
Beato Guillermo Plaza Hernández


Il Mattino Illustrato, apareció en 1924, y fue la primera revista italiana en huecograbado. Las nuevas tecnologías tipográficas consiguieron unir la fotografía en color a las noticias de la época. Después de veinte años en el mercado, desapareció al concluir la Segunda Guerra Mundial.
 

En el otoño de 1936, Alvaro Giordano diseña esta composición. No aparece el nombre del mártir. El pie de foto sólo afirma que es un profesor del Seminario de Toledo. Se trata del beato Guillermo Plaza Hernández. Este caso, como tantos otros de nuestro martirologio, define lo que de verdad es un mártir.

Guillermo nació en Yuncos (Toledo) el 25 de junio de 1908, en una familia de fuertes raíces cristianas. Llevado por su vocación de consagrarse al Señor, en 1920 hizo los estudios teológicos en la Casa de Probación que la Hermandad de Operarios Diocesanos tiene en Tortosa, recibió la Orden Sacerdotal el 26 de junio de 1932. Hasta septiembre de 1935 ejerció el cargo de prefecto de disciplina en el Seminario Diocesano de Zaragoza, luego fue trasladado al Seminario Conciliar de San Ildefonso de Toledo. El 9 de agosto de 1936, en Cobisa (Toledo), fue detenido y fusilado por milicianos.

Amad a vuestros enemigos
Argés, a 9 km de la ciudad Imperial. Tras ser detenido, don Guillermo Plaza ha pedido despedirse de su madre en Yuncos. No le han dejado; sin embargo, la providencia de Dios hace que madre e hijo se encuentren en el cielo, pues la madre muere el mismo día del martirio de su hijo. La madre no ha soportado el sufrimiento de estos días…

El beato Guillermo Plaza solo preguntó quién le iba a matar, para besarle la mano, como signo de perdón y para agradecerle el gran beneficio que, sin saberlo, le hacía por medio del martirio. Así prefirió comprar la perla más preciosa: la del perdón.

Según confesión de los tres milicianos, que se declararon miembros del pelotón de ejecución, “del momento de la ejecución me dijo uno de los milicianos que don Guillermo había sacado un Cristo, o sea, un crucifijo, y preguntó quién de ellos iba a dispararle para besarle la mano, y después se puso de rodillas y les dio la bendición con el crucifijo, sin que pudiera terminar de dársela, porque dispararon sobre él todos los componentes del grupo”.

San Juan Pablo II lo beatificó el 1 de octubre de 1995, junto a otros ocho sacerdotes de la Sociedad de Sacerdotes Operarios Diocesanos, todos rectores y maestros en Seminarios.
 
 

[1] Papa FRANCISCO, Catequesis del domingo 27 de julio de 2014.
[2] José Luis MARTÍN DESCALZO, Vida y Misterio de Jesús de Nazaret II, pág. 423 (Salamanca, 1998).
[3] João SCOGNAMIGLIO CLA DIAS, EP. Comentario al Evangelio del Domingo IV del Tiempo Ordinario del ciclo B (2008).
[4] Antonio ROYO MARÍN, OP. Somos hijos de Dios, pág. 63, (Madrid, 1977).

 
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