Sábado, 21 de diciembre de 2024

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La humanidad de Cristo, camino para llegar a Dios

por Corazón Eucarístico de Jesús

El plan de Dios, su redención, no se realiza por un decreto o una acción externa a nosotros, sino por una mediación concretísima: la carne de Jesús, su santísima Humanidad.
 
 
Dios salva al hombre mediante el Hombre Cristo-Jesús, su Unigénito. Así rompe todo esquema previo y supera incluso lo que el hombre hubiera podido imaginar. Ahora nos preparamos para recibir la salvación y vivimos en esperanza: se nos da por la humanidad santísima de Cristo.
 
Con esta catequesis, dilatemos el corazón y hagamos crecer la esperanza para que comprendamos bien la humanidad del Señor y sus implicaciones para el "hoy" de nuestra vida.
 
 
 
                "Y la doctrina que ahora nos interesa es la que atormenta al hombre moderno, sobre Dios, sobre el modo de llegar a él, y sobre la valoración de los resultados, a que podemos llegar en esta difícil e inevitable búsqueda. Y conocemos una verdad fundamental: tenemos un Maestro. Más que un Maestro, un Emmanuel, o sea, Dios con nosotros; tenemos a Cristo Jesús. Es imposible prescindir de él si queremos saber algo seguro, pleno de revelación sobre Dios; o, mejor, si queremos tener alguna relación viva, directa y auténtica de Dios (cf. Cordovani, Il rivelatore). No decimos que antes de Jesucristo fuese desconocido Dios: el Antiguo Testamento es ya una revelación, y desarrolla en sus cultivadores una espiritualidad maravillosa y siempre válida: basta pensar en los Salmos, que alimentan todavía hoy la plegaria de la Iglesia con una riqueza de sentimiento y de lenguaje insuperables. Aun en las religiones no cristianas puede encontrarse una sensibilidad religiosa y un conocimiento de la divinidad, que el Concilio nos ha aconsejado respetar y venerar (cf. NE, 2; cf. cardenal Köning, Diccionario de las religiones, Herder, 1960, Roma). Y, en general, el hombre que piensa, obra, gobierna, sufre o se expresa artísticamente, acoge algo de Dios, a quien por tantos títulos nuestra vida está obligada; el estudio de las religiones nos lo demuestra; la historia, la filosofía, el arte nos lo confirman. Toda aspiración a la perfección es una tendencia hacia Dios (cf. Santo Tomás I, 6,2 ad 2; De Lubac, Por los caminos de Dios, c.2).
 
 
Hay que acogerse a las enseñanzas de la fe
 
                Pero se nos presenta el hecho denunciado en el capítulo primero del Evangelio de San Juan: “Ninguno hay visto jamás a Dios, el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, nos lo ha hecho conocer” (Jn 1,18; cf. 1Co 2,9). Como igualmente se presenta el hecho de que las condiciones reales, existenciales, del hombre denuncian la necesidad de una ayuda de la divina revelación aun para las verdades religiosas a las que podría llegar de suyo la razón (cf. Sto. Tomás, I,1; Conc. Vat. I, De Fide, c. 2), y ello por razones de facilidad, de seguridad y de integridad. Así que, aun permaneciendo la capacidad natural del hombre para razonar acerca de las cosas divinas, así como el deber de emplear bien nuestras facultades cognoscitivas en el estudio teológico y en la vida espiritual, es de sabios, y útil, entrar en la escuela de la palabra divina, y acogerse con fe a las enseñanzas que nos revela, y la sagrada tradición y la Sagrada Escritura nos ofrecen “como un espejo en el que la Iglesia peregrina en la tierra contempla a Dios, de quien recibe todo, hasta que llegue a verlo cara a cara, como es Él” (DV 7).
 
 
                El Concilio celebrado hace poco se desenvuelve todo él en esta luz, que confiere a sus doctrinas una belleza, una plenitud, una fuerza, que lo caracterizan: ni dudas, ni controversias, ni anatemas, y menos aún enunciaciones abstractas de los dogmas de la fe encontramos en el tesoro doctrinal que nos dejado el Concilio, sino un sentido de realismo vivo y de espiritualidad animadora lo recorre todo, e irradia la corriente de verdad y de gracia de la que la Iglesia está derivando su renovación.
 
 
 

Presión del problema de Dios-Hombre en nuestra generación

 
                Es obvio, por tanto, que Cristo se asienta como maestro sobre la cátedra conciliar y que estimula así nuestra respuesta de fe a la grande y siempre recurrente cuestión propuesta inicialmente por Él mismo sobre Sí mismo: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?” (Mt 16,14), como Jesús se llamaba a Sí mismo de ordinario. Surge así todavía una vez más, después de las muchas e interminables cuestiones de las generaciones precedentes a la nuestra (cf. Lagrange, El sentido del cristianismo según la exégesis alemana, Gabalda, 1918), la pregunta de quién es realmente Jesús. Un célebre escritor ruso hace exclamar a uno de sus personajes: “¿Un hombre culto, un europeo de nuestro tiempo, puede creer todavía, puede creer en la divinidad de Jesucristo, Hijo de Dios? Puesto que, al fin, toda la fe está en esto” (Dostoiewsky), y un famoso teólogo católico alemán comenta: “El misterio de Cristo no consiste, en realidad, propiamente hablando, en el hecho de que sea Dios, sino en que sea a la vez Dios y hombre. El prodigio inaudito, increíble, no es sólo que en la faz de Cristo resplandezca la majestad de Dios, sino que un Dios sea al mismo tiempo hombre, que un Dios se haya mostrado bajo la forma de un hombre” (Adam, Jesucristo, 1934). Nuestra generación siente la presión de esta gran doctrina; y con frecuencia voces no católicas, que se difunden hoy en el mundo, repiten con nuevas palabras, pero con motivos viejos, las respuestas equivocadas (Mt 16,14): Se dice que es un personaje extraordinario; pero no se sabe bien quién es; por andar más seguros y magnificándolo moralmente con una cantata se acaba por minimizarlo esencialmente. Se objeta a la doctrina católica el ser mítica, helénica, metafísica, sobrenatural..., y la apología que los autores heterodoxos de moda hacen de Cristo se reduce a admitir en Él “a un hombre particularmente bueno”, “un hombre para los demás”, y se sigue así aplicando a esta interpretación de Cristo un criterio que ha llegado a ser decisivo y despótico, el de la capacidad moderna para captarlo, acercarlo y definirlo. Se le mide con metro humano, con un dogmatismo subjetivo; en resumidas cuentas, con un fin, aunque bueno, utilitario, se le acepta porque Cristo puede servir hoy a un fin humanitario y sociológico.
 
 
 

Verdad del misterio, a pesar de su incompatibilidad

 
                La verdad no cuenta si no es a la medida de su comprensibilidad; el misterio pierde su contenido teológico y religioso, y se resuelve en reflexiones prácticas aplicables a la sociedad moderna y a los gustos volubles de un mundo en transformación. Para esconder el vacío doctrinal, que así se produce, se dirige alguna que otra vez a la Iglesia católica, fiel a su secular cristología, la acusación de no haber imitado bastante al Señor: de haberlo encerrado en fórmulas dogmáticas incomprensibles y superadas. Pensamos en estas acusaciones con amargura, con honestidad, serenamente. 
 
                  Pero no queremos entrar ahora en discusiones, ni polémicas, ni apologéticas, están fuera de lugar. Queremos no sólo poner sobre aviso a vosotros, fieles hijos, y con vosotros a cuantos se fían de la confesión victoriosa de Pedro sobre el misterio de Jesús, el Hijo del hombre: “Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16), para permanecer “fuertes en la fe” (1P 5,9). Debemos atenernos a la palabra del Pontífice, teólogo del misterio de la Encarnación. San León Magno, al enseñar: “El Verbo de Dios, Dios mismo, como Hijo de Dios..., se ha hecho hombre: plegándose así a tomar nuestra pequeñez, sin abdicar de su grandeza, permaneciendo lo que era y asumiendo lo que no era, uniendo la verdadera naturaleza de siervo a la naturaleza que tenía igual a la de Dios Padre” (Serm. XXI).
 
 
 

Fortaleza y debilidad de Cristo

 
                Es doctrina del Concilio de Calcedonia (año 451); es la doctrina de la Iglesia católica, la cual, sin olvidar el aspecto de “hombre para los demás”, preferido por una cristología moderna no católica, repite acerca de Cristo la incisiva palabra de San Agustín: “La fortaleza de Cristo te creó, la debilidad de Cristo te recreó”; el poder (divino) de Cristo te ha creado, la debilidad (de la pasión) de Cristo te ha regenerado (In Io. 15,6); nuestra Iglesia sabe perfectamente que para anunciar con pastoral eficacia el dogma de Cristo debe estudiar hoy con amorosa premura los recursos de su pedagogía y las exigencias de la psicología moderna (cf. Volk, El hombre de hoy y Cristo en la obra: Problemas actuales de Cristología, pp. 264-294, Desclée de Bro.), pero no cambia, no mutila, la verdad en que es depositaria y maestra; con la certeza de que en tal verdad es y será siempre posible a todos encontrar la verdadera vuelta de Cristo, y en la vuelta de Cristo la visión, posible ahora a nosotros, del Padre; como incluso la visión, siempre por descubrir, del hombre.
 
                El amor, hijos carísimos, el amor a Cristo experimenta este prodigio. La humanidad de Cristo, nos enseña Santa Teresa, es el trámite para llegar a Dios (cf. Vida, c. 22; Moradas, c. 7), y Santa Catalina nos describe el cuerpo crucificado de Cristo como una escala, que el amor recorre para llegar a la perfección (Carta 74); y nos habla del Señor como de un puente que repara el abismo producido entre Dios y el hombre por el pecado. Cristo, como nos recuerda siempre el Concilio, es el mediador de nuestra salvación (cf. SC 5). El mediador único, necesario, nuestro, dulcísimo". 
 
(PABLO VI, Audiencia general, 18-noviembre-1968).
 
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