El Mesías de Händel LXXVII
por Alfonso G. Nuño
Como final de la segunda parte, no de todo el oratorio, ante el triunfo final de Cristo, el coro de todos los fieles canta la más conocida pieza de toda la composición, combinando varios versículos del Apocalipsis. Estamos, por tanto, al final de la historia.
Aleluya.
Porque ha establecido su reinado el Señor nuestro Dios soberano de todo (Ap 19,6).
¡El reinado sobre el mundo ha pasado a nuestro Señor y a su Mesías y reinará por los siglos de los siglos! (Ap 11,15).
Rey de reyes y Señor de señores (Ap 19,16). Aleluya.
En la oración, se suele distinguir entre la petición, la alabanza y la acción de gracias. Sin embargo, con frecuencia estas dos últimas van estrechamente vinculadas y entremezcladas; es difícil distinguir una de otra. Y es que el conocimiento de la grandeza de Dios es ya algo por agradecer y los dones recibidos son manifestación de su grandeza. El agradecimiento es amor desbordado por el beneficio inmerecido recibido. La alabanza, confesión de la grandeza de Dios. Y, en uno y en otro caso, no quedan limitados en un solo destinatario; ni el agradecimiento se reduce a dirigirse a Dios ni la alabanza a quienes se pone de manifiesto quién es Él. Y ambos en un clima de gozo y exultación.
Aunque todo tiempo y lugar es oportuno para el agradecimiento y la alabanza, su espacio eminente era el culto en el templo de Jerusalén. Para el nuevo pueblo de Dios, para la Iglesia, lo es la liturgia, pero, por cuanto somos adoradores en espíritu y en verdad, toda ocasión es momento para este culto y para ofrecernos como sacrificio en unión del único sacrificio de Cristo.
Aleluya. Es decir, alabad al Señor. El coro canta esta palabra una y otra vez. No solamente es dar gloria a Dios por sus grandezas, sino que es una llamada a unirse al gozo de la alabanza. Los ángeles y los santos que, sin nuestras limitaciones participan de la liturgia celeste, al alabar a Dios, al glorificarlo por esa grandeza suya de la cual han sido hechos partícipes, no solamente encuentran y dilatan su propia plenitud cantando la bondad infinita de la Trinidad, sino que ese canto suyo es invitación imperceptible para nuestros sentidos a que en la tierra nos unamos a su alabanza y a ensanchar nuestro deseo de participar eternamente en ella.
Al final de la historia se oirá ese canto de alabanza sin sombra ninguna. Pero, ¿qué es lo que motiva al coro de nuestro oratorio a alabar a Dios? ¿Por qué canta "aleluya"?
Aunque todo tiempo y lugar es oportuno para el agradecimiento y la alabanza, su espacio eminente era el culto en el templo de Jerusalén. Para el nuevo pueblo de Dios, para la Iglesia, lo es la liturgia, pero, por cuanto somos adoradores en espíritu y en verdad, toda ocasión es momento para este culto y para ofrecernos como sacrificio en unión del único sacrificio de Cristo.
Aleluya. Es decir, alabad al Señor. El coro canta esta palabra una y otra vez. No solamente es dar gloria a Dios por sus grandezas, sino que es una llamada a unirse al gozo de la alabanza. Los ángeles y los santos que, sin nuestras limitaciones participan de la liturgia celeste, al alabar a Dios, al glorificarlo por esa grandeza suya de la cual han sido hechos partícipes, no solamente encuentran y dilatan su propia plenitud cantando la bondad infinita de la Trinidad, sino que ese canto suyo es invitación imperceptible para nuestros sentidos a que en la tierra nos unamos a su alabanza y a ensanchar nuestro deseo de participar eternamente en ella.
Al final de la historia se oirá ese canto de alabanza sin sombra ninguna. Pero, ¿qué es lo que motiva al coro de nuestro oratorio a alabar a Dios? ¿Por qué canta "aleluya"?
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