Sábado, 23 de noviembre de 2024

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Volver a creer en la Eucaristía

Volver a creer en la Eucaristía

por Un alma para el mundo

VOLVER A CREER EN LA EUCARISTIA
 
             La falta de fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía es la más importante infidelidad de muchos que se llaman católicos. Hemos dejado infiltrarse en nuestro terreno teológico y pastoral un falso ecumenismo, que nos está llevando a incorporar a nuestra teología y vida cristiana lo más lamentable de nuestros hermanos separados: el abandono de Cristo Eucaristía, y la falta de fe en su presencia real en el pan y el vino consagrados. Ya es frecuente oír en algunos sectores católicos que la Eucaristía es simplemente signo de fraternidad pero no Presencia Real de Jesús. De ahí vienen los sacrilegios, las comuniones irrespetuosas, el abandono de los sagrarios, las faltas de respeto, el desprecio de la Misa, etc. Si no vivimos el amor a la Eucaristía como Presenciar Real de Cristo, hemos matado a la Iglesia.
             El Cardenal Sarah, Prefecto de la Congregación para el Culto divino y la disciplina de los sacramentos, en su libro  LA FUERZA DEL SILENCIO, denuncia valientemente los abusos que se están cometiendo, y que es urgente rectificar en la Iglesia. Por su importancia reproducimos aquí una larga cita del libro citado que conviene meditar:
 
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San Juan insiste en la soledad y el aislamiento moral de Cristo antes de su Pasión. Está solo desde el principio porque es Dios. Está solo porque nadie puede comprenderle. San Juan afirma que muchos discípulos lo han abandonado, pues su doctrina sobre la Eucaristía y las exigencias del Evangelio les exceden.
Hoy algunos sacerdotes tratan la Eucaristía con absoluto des­precio. Ven la misa como un banquete locuaz en el que los cristia­nos fieles a la enseñanza de Jesús, los divorciados vueltos a casar,
hombres y mujeres en situación de adulterio y turistas no bautiza­dos que participan en celebraciones eucarísticas de multitudes anónimas, pueden recibir sin hacer distinciones el cuerpo y la sangre de Cristo. La Iglesia tiene que estudiar con urgencia la oportunidad eclesial y pastoral de esas multitudinarias celebracio­nes eucarísticas con millares de asistentes. Existe un inmenso pe­ligro de convertir la Eucaristía, el gran misterio de la Fe, en una vulgar verbena, y de profanar el cuerpo y la preciosa sangre de Cristo. Los sacerdotes que distribuyen las sagradas especies sin conocer a nadie y entregan el Cuerpo de Jesús a cualquiera, sin distinguir cristianos de no cristianos, participan en la profanación del Santo Sacrificio eucarístico. Con cierta complicidad volunta­ria, quienes ejercen la autoridad en la Iglesia se hacen culpables al permitir el sacrilegio y la profanación del cuerpo de Cristo en esas gigantescas y ridículas autocelebraciones, donde son muy pocos los que se dan cuenta de que se anuncia «la muerte del Señor has­ta que venga».
Algunos sacerdotes infieles a la memoria de Jesús insisten más en el aspecto festivo y en la dimensión fraterna de la misa que en el sacrificio cruento de Cristo en la Cruz. La importancia de las disposi­ciones interiores y la necesidad de reconciliarnos con Dios aceptan­do dejarnos purificar por el sacramento de la confesión ya no están de moda. Ocultamos cada vez más la advertencia de san Pablo a los corintios: «Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anun­ciáis la muerte del Señor hasta que venga. Así pues, quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y la sangre del Señor. Examínese, por tanto, cada uno a sí mismo, y en­tonces coma del pan y beba del cáliz; porque el que come y bebe sin discernir el cuerpo, come y bebe su propia condenación. Por eso hay entre vosotros muchos enfermos y débiles, y mueren tantos» (ICo 11, 27-30).
 
(Páginas 119 y ss.).

¿Cómo podemos recogernos en el silencio y la adoración, igual que María al pie de la Cruz, ante el Dios que muere por nuestros pecados en cada una de nuestras Eucaristías? ¿Cómo podemos per­manecer en silencio y en acción de gracias ante el Dios Todopode­roso que sufre la Pasión a causa de nuestras rebeliones, nuestra in­diferencia y nuestras infidelidades?
Con demasiada frecuencia vivimos tanto en la superficie de noso­tros mismos que no comprendemos lo que celebramos. La falta de fe en la Eucaristía, presencia real de Cristo, puede llevar al sacrilegio. Jesús queda aislado por el creciente odio de los fariseos, que forman en su contra una coalición cada vez más poderosa, obligando a sus oyentes a separarse de Él. Hoy hay cristianos que se alian para alejar a Dios y su doctrina de quienes buscan sinceramente la verdad. Él se queda cada vez más solo en medio de hombres que le odian o no sa­ben cómo amarle, porque son incapaces de conocerle tal cual es. Pe­ro siempre habrá un pequeño rebaño deseoso de conocerle y amarle.
Es preciso que los hombres vuelvan a descubrir la Pascua que celebramos en cada una de nuestras Eucaristías. La gracia de la Pascua es un profundo silencio, una paz inmensa y un sabor puro en el alma. Es el sabor del Cielo, ajeno a toda exaltación desorde­nada. La noción de la Pascua no es una embriaguez del espíritu: consiste en el descubrimiento silencioso de Dios. ¡Ojalá cada ma­ñana la misa pudiera ser lo que fue en el Gólgota y en la mañana de Pascua! Ojalá las oraciones pudieran tener la misma luz, ojalá Cristo resucitado pudiera resplandecer siempre en mí en su senci­llez pascual...
La Pascua marca el triunfo de la vida sobre la muerte, la victoria del silencio de Cristo sobre el gran fracaso del odio y la mentira. Cristo entra en el silencio eterno. Ahora la Iglesia debe continuar la misión de Jesús a través del sufrimiento y la muerte diaria vivida en el silencio, la oración, la súplica y una gran fidelidad.
 
 
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