Lunes, 23 de diciembre de 2024

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San Pedro Poveda: el mártir (2)

por Victor in vínculis

Capítulo XXI de Vida de D. Pedro Poveda Castroverde por el P. Silverio de Santa Teresa, cd (Madrid 1942), págs. 169178:
 

Como sabemos, don Pedro vivía recogido con su madre en la calle de la Alameda, en una modesta casa que tenía comunicación con la Casa Central de la Institución. Cuando murió su buena madre en 1935, pasaron a vivir con don Pedro sus hermanos don Carlos y doña Linarejos (matrimonio sin hijos que le profesaban gran estima. Asistían diariamente a su Misa y no se retiraban ninguna noche sin recibir su bendición). En esta casa gozaba don Pedro de un oratorio pequeño, pero muy recogido, donde todas las mañanas hacía su oración antes de celebrar el Santo Sacrificio; y como tenía reservado, era muchas veces visitado al día por el Fundador de la Institución, muy devoto, según se apuntó en otro lugar, de la Sagrada Eucaristía. El día, por lo común, se lo pasaba trabajando en casa en asuntos de la Institución y no salía sino para cumplir otros deberes que le obligaban a ello. Por la noche también trabajaba mucho y después de satisfechos con delicada fidelidad todas sus devociones y rezos.

En los veranos se ausentaba de Madrid, no para descansar, que nunca gozó de ese privilegio, sino para organizar y dirigir Asambleas generales, cursillos de formación, Ejercicios Espirituales y otras iniciativas suyas, que solía dejar para estos meses en que las Teresianas se hallaban más libres de sus habituales ocupaciones. El año de su martirio no quiso ausentarse de Madrid. Cuando, ocurrido el dicho asesinato de Calvo Sotelo, se le aconsejó que saliera de la capital, porque la anarquía no tardaría en apoderarse de ella, siempre contestaba:

“Yo no puedo abandonar la Obra”.

Esta tenía ya en Madrid cinco casas, además de la Central, que albergaban en julio de 1936 más de cien Teresianas. El 17 de ese mes dieron comienzo los Santos Ejercicios en el “Hogar de Universitarias Católicas”, que la Institución tenía en la calle (Juan Álvarez) Mendizábal. El Padre fue por la tarde a saludar a las que debían hacerlos y darles de paso algunos consejos útiles, como de costumbre. Estando aquí fue avisado de la calle de la Alameda para que se regresase a casa cuanto antes, por el estado pre-revolucionario en que se hallaba la ciudad. Ya no salió más a la calle hasta que se lo llevaron los asesinos.

En su oratorio privado pasaba largos ratos pidiendo a Dios por España. El domingo 19 consumió el Santísimo por temor a que asaltasen la casa y fuera profanado. Sus sufrimientos eran intensísimos, pero no hacía mención de ellos ni tampoco comentarios sobre los acontecimientos. Continuaba celebrando todos los días, y cuando le advertían que se ocultara, que su vida corría peligro contestaba:

“¿Y dónde voy, enfermo y sin poder celebrar la Santa Misa? Mientras haya una sola teresiana en peligro no debo abandonarla, y si me escondo, la abandono”.

Se había puesto en manos del a Providencia. A los que le hablaban, respondía:

“Confiemos en Dios y unámonos estrechamente a su Voluntad”.

Dos días antes de ser detenido, creyéndose solo en su oratorio, después de celebrar, dijo a Jesús en alta voz y en actitud suplicante y conmovedora.

“Dios mío, quiero ser solo tuyo, todo tuyo y lo que Tú quieras. En tus manos estamos”.

Una teresiana, desde un rinconcito, presenció esta escena conmovedora.

Accediendo al consejo de su hermano, bien a disgusto suyo, se vistió de seglar, aunque con un traje muy serio, dos días antes de ser detenido. Se hallaba por estos días delicado de salud; comía muy poco. Por no sentirse bien, el día 26 de julio por la tarde dijo a su hermano Carlos que al día siguiente celebraría la Misa algo más tarde que los anteriores: a las ocho. Era la última Misa que celebró. De ella escribe una teresiana que la oyó y se hallaba en aquellos momentos al frente de la Casa Central.
 

“¿Qué ocurrió en aquella Misa? Varias veces nos miramos las allí presentes. Sus palabras acentuadas, su rostro especialmente recogido y toda su compostura nos decían que algo extraño pasaba por el pensamiento y el sentimiento del sacerdote. ¡Si fuera posible expresar aquellos sentimientos…! Cuando nos dio la Sagrada Comunión, la expresión de su rostro era más recogida que nunca, y eso que era muy singular de ordinario”.

Terminada la Misa, quedó solo en el oratorio dando gracias. Solo faltaban algunos minutos para las nueve cuando se presentaron en la portería cuatro milicianos armados. Apenas entraron en la casa, comenzaron un registro, diciendo groseramente que iban a la caza de un cura; de una rata gorda. El Padre Poveda salió al encuentro de los milicianos, y con ellos y su hermano se fueron a la calle. En el portal dijo a la portera y a dos teresianas:

“Adiós me marcho con estos señores”.

Su rostro reflejaba dulce y melancólica serenidad en aquellos momentos. Con su habitual sonrisa se despidió de algunos vecinos que salieron a la calle a presenciar su captura y su conducción al martirio. Con los brazos en cruz, representando perfectamente al Divino Redentor, fue cacheado por los esbirros e inmediatamente subió con su hermano Carlos y los milicianos a un coche que éstos tenían preparado. Al arrancar dieron la orden al conductor de “-A la calle de la Luna”.
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