Viernes, 27 de diciembre de 2024

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Deja que pase un tiempo y vemos si fue Dios

Deja que pase un tiempo y vemos si fue Dios

por Duc in altum!

Hay experiencias fuertes que pueden marcar un antes y un después en la vida de cara a la fe, a la relación con Dios. Por ejemplo, cuando algún joven se va de misiones en Semana Santa o tras participar en un retiro de viernes a sábado que le resultó significativo. No hay duda de que son espacios favorables para pasar de ser un católico por simple tradición familiar o cultural a uno convencido, bien identificado y dispuesto. Nosotros no podemos generar en alguien la experiencia de Dios, pues eso le toca exclusivamente al Espíritu Santo, pero sí favorecerla, proponerla. De ahí la importancia de momentos como los que se mencionaron al principio; sin embargo, a veces, esos espacios, si no se atienden a través del acompañamiento o dirección espiritual, pueden prestarse a confusión. Algunos jóvenes al participar en ellos, por el contacto con realidades complejas como la pobreza, despiertan, lo cual, desde luego, es bueno, necesario, pero muchas veces se quedan en el entusiasmo del momento, perseveran en la medida que les dura el sentimiento inicial. Lo anterior, plantea, entonces, la siguiente pregunta: ¿cómo saber si lo que descubrí o viví viene de Dios y no de mi cabeza? Dar un espacio de tiempo, dejar que se asiente la carga sentimental, hacer silencio, no abandonar las cosas sanas de la edad, para que al cabo de un cierto tramo recorrido se pueda apreciar qué tan en serio ha sido el deseo de aceptar a Dios desde la propia vida, entrando en un proceso de crecimiento humano y espiritual. Si a los seis meses, no hay nada, quiere decir que fue un arranque. En cambio, si en el desarrollo de la vida normal, se va viendo que, por ejemplo, la oración y los sacramentos resultan algo recurrente, lo mismo que una mejora en las acciones, el buen humor y la ilusión por vivir con un sentido claro, quiere decir que aquella experiencia vino de Dios y que, además de eso, hubo respuesta auténtica de parte de uno mismo, porque él solamente entra al dejarlo pasar libremente, pues el ser humano es persona y no títere.

Cuando un joven afirma haberse encontrado con Dios y dice optar por la vida religiosa, el sacerdocio o el matrimonio, hay que ayudarle a que siga adelante, pero sin confundir «llamada» con «primera impresión». Aquí entra el discernimiento, del que San Ignacio de Loyola es un excelente maestro a través del Libro de los Ejercicios. Hay que tener cuidado de no mandar a un joven al seminario solo porque lleva unos cuantos días con el recuerdo de las misiones. Pudo ser que aquello le impulsara a dar el paso, pero hasta que no se dé un espacio de tiempo, precisamente para que surjan las dudas, no es prudente que se lance. Hay que enseñar a dudar para después, mediante la Lectio Divina, dirigirse a Dios y preguntarle: ¿cuál es el siguiente paso? Lógicamente, habrá que ayudarle a identificar las certezas suficientes, las confirmaciones a través de las cuales Jesús se pone de manifiesto, pero que haya un cuestionamiento previo. Entonces, ¿tenerlos en la duda hasta que se desanimen? No, nada de eso. Lo que se pide es acompañarlos para que se confronten con Dios. ¿En qué sentido? Ubicar cuál es la intención de fondo, saber si se trata de algo esporádico o, en cambio, un paso sólido. Una vez que se constata la solidez, que hay proceso de por medio, ¡adelante! Solo así tendremos vocaciones (en un sentido amplio; es decir, considerando todos los caminos que existen en la Iglesia) plenas.

La fe no es de dos o tres días, sino un programa, un itinerario apasionante que abarca toda la vida. De ahí la necesidad de pesar y pensar las cosas en la oración, en el diálogo con Dios que existe y participa en nuestra historia personal.
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