De misas y bares
Quienes van al bar me llaman carca porque voy a misa. Lejos de enfadarme, me alegra el apelativo, al modo en que Trump se alegra de que el periodista de la Fox le pregunte por su corte de pelo en vez de por su política exterior, por el flequillo en vez de por Méjico. Y me alegra porque su crítica es una alfombra roja para mi respuesta: el amén es menos antiguo que la resaca. Creer que gin tonic es un signo de modernidad es desconocer que Perico Chicote ya lo servía en la posguerra. Y nada menos que a Ava Gardner. En cuanto a la cerveza, es anterior al cáliz, como la juerga vikinga es anterior a la misa de once y la pelea tabernaria al podéis ir en paz.
La crítica no tiene fundamento, pero eso no importa al laicismo, que entiende que la gracia de Dios consiste en contar un chiste verde de curas. El católico contemporáneo suele ser muy respetuoso con quien no comparte su modo de mirar, pero el laicismo no deja de zaherir al creyente, venga o no a cuento. Actúa como el guepardo recién comido con la gacela. El guepardo ahíto no tiene necesidad de perseguir a la gacela, pero no por eso la gacela le quita el ojo de encima. Y hace bien, porque el guepardo siempre se guarda bajo la manga un amago de trote para mantenerla en vilo. El guepardo, el laicista, es como el escorpión de la fábula: así.
Y el laicista, claro, se aprovecha de que el católico sea justo lo contrario. Ser lo contrario está bien, pero hay que tener el coraje de creérselo. Si la tolerancia del católico es tomada por debilidad es porque el católico acepta el análisis del laicista respecto a su carácter. El católico apocado cree, ciertamente, que profesa una religión aburrida, de caras largas y ojos sin brillo. Si el católico apocado distinguiera entre gente alegre y gente contenta sabría que el hombre contento se apuntala en dos vinos de más y el hombre alegre en una sola toma del cuerpo de Cristo. Y si tuviera más autoestima entendería que, mientras que quien le llama anticuado escucha el rock neolítico de AC/DC, él sigue a Jesús, un treintañero.
La crítica no tiene fundamento, pero eso no importa al laicismo, que entiende que la gracia de Dios consiste en contar un chiste verde de curas. El católico contemporáneo suele ser muy respetuoso con quien no comparte su modo de mirar, pero el laicismo no deja de zaherir al creyente, venga o no a cuento. Actúa como el guepardo recién comido con la gacela. El guepardo ahíto no tiene necesidad de perseguir a la gacela, pero no por eso la gacela le quita el ojo de encima. Y hace bien, porque el guepardo siempre se guarda bajo la manga un amago de trote para mantenerla en vilo. El guepardo, el laicista, es como el escorpión de la fábula: así.
Y el laicista, claro, se aprovecha de que el católico sea justo lo contrario. Ser lo contrario está bien, pero hay que tener el coraje de creérselo. Si la tolerancia del católico es tomada por debilidad es porque el católico acepta el análisis del laicista respecto a su carácter. El católico apocado cree, ciertamente, que profesa una religión aburrida, de caras largas y ojos sin brillo. Si el católico apocado distinguiera entre gente alegre y gente contenta sabría que el hombre contento se apuntala en dos vinos de más y el hombre alegre en una sola toma del cuerpo de Cristo. Y si tuviera más autoestima entendería que, mientras que quien le llama anticuado escucha el rock neolítico de AC/DC, él sigue a Jesús, un treintañero.
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