Sábado, 23 de noviembre de 2024

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Concreción de comunidades y orden natural divino

por Libertad, Ley Natural y Tradición

Napoleón liderando a sus tropas en la Batalla del puente de Arcole | Wikimedia

Como hijos de Dios, en tanto que fuimos creados a imagen y semejanza suya así como en igualdad de dignidad, llegados al mundo en el libre albedrío, tenemos una serie de deberes a cumplir, en tanto que nuestra libertad ha de ejercerse para la consecución del Bien y el alcance de la Verdad, que junto a lo bello, en Dios está representada.

Asimismo, estamos llamados a una reconstrucción de apostolado social (moral y espiritual) bottom-up que contribuya a la reivindicación del Reinado de Cristo, cuya implicación es el reconocimiento del ordenamiento político y conductual de las personas en conformidad con la Ley de Dios.

De hecho, como estipulaba el Papa Pío IX en su encíclica Quas Primas, «si los hombres, pública y privadamente, reconocen la regia potestad de Cristo, necesariamente vendrán a toda la sociedad civil increíbles beneficios, como justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia».

De esos aspectos positivos previamente mencionados, conviene incidir en que la concordia y la paz vienen a guardar relación con una fraternidad más bien encaminada hacia la vida en comunidad y la entrega al prójimo (nada que ver con esa boutade de un trilema representativo de grandes atrocidades y males de nuestra sociedad).

Con lo cual, vendría a evidenciarse la importancia de una sociedad ordenada, fértil y floreciente. Pero el quid de redacción de este ensayo es el énfasis en la discusión que puede acarrear la cuestión de la concreción de estas comunidades y las consecuencias que pudieran tener sobre la subsidiariedad y esa concesión divina entendida como libertad.

La singularidad de las comunidades no es un problema per se

Que como católicos y, por ende, sujetos comprensibles de una cosmovisión universal, en tanto que la filiación divina no es algo sujeto a una proporción muy reducida y concreta de la existencia humana en el mundo terrenal, no significa que tengamos la imposibilidad de abstraer que la homogeneidad no es posible ni necesaria ni conveniente.

Cuando cuestiono la homogeneidad no estoy sugiriendo un escepticismo hacia el convencimiento de la existencia de una Verdad cuyo alcance haya de darse en libertad. Más bien estoy refiriéndome a ese desarrollo de características particulares, desarrollado espontáneamente con el paso de los tiempos.

En otras palabras, una comunidad siempre va a tener algún que otro rasgo diferenciador con respecto a otra. En sí, el término es amplio, pero puestos a acuñar algún que otro concepto, hablaremos de lo que, por cuestiones prácticas, aunque no exentas de doble interpretación, se entiende como nación.

Hagamos referencia a una representación de esa sociedad que normalmente guarda una relación territorial y suele tener como elemento diferenciador una lengua así como unas tradiciones comunes, de origen espontáneo, que no ha de ser antitético del orden natural divino que fructificó con la Creación.

Así pues, el problema no tiene por qué darse, en absoluto, con esta concepción de la heterogeneidad que pueda darse en tanto que no existe un "todo uniforme social" en la esfera global. Lo que ha de preocuparnos es que se recurra a la misma para su dinamitado mismo o para la "justificación" de contraórdenes políticos.

Determinados accidentes forman parte del proceso de destrucción del orden natural divino

Con la segunda fase de la Revolución, la misma que marcó su comienzo con la Toma de la Bastilla del 14 de julio de 1789 y tuvo antecedentes como la Comuna de París y el desarrollo de todo su sustrato intelectual (no me refiero a los orígenes británicos de la masonería regular), conocido como Ilustración, surgió el Estado (moderno).

En ese momento comenzó la gestación de esos males políticos e ideológicos que sufrimos en la actualidad así como el procedimiento de igualdad (igualitarismo) político, que no solo podría interpretarse como el fomento del republicanismo secular y el desprecio hacia los distintos cuerpos intermedios sociales.

Igual que en España, en Francia se emprendieron importantes pasos centralizadores que también llevaron pareja la uniformidad lingüística (imposición de la lengua francesa a todo el territorio galo). Al mismo tiempo, tenían que surgir "justificaciones" para esas creaciones de contraorden.

De ahí que surgiera el accidente conceptual del Estado-nación, que es una errónea combinación de conceptos contrapuestos, cuya finalidad es intentar convencer de que una comunidad concreta tiene su sentido y representación en una entidad con un trasfondo demoníaco, a considerar como encarnación luciferina.

Lo que podemos entender como "nación" en un sentido positivo no supone ninguna clase de incisión separadora y paralela en el seno de la "soberanía social", sino una especie de capa que puede abarcar otras comunidades de orden inferior (como la región y el municipio), así como distintas unidades de gobierno (subsidiariedad y descentralización).

La Hispanidad es un buen ejemplo de ello, ya que esta empresa social, moral, cultural y espiritual, aparte de tener sus propios rasgos y una lengua (sin perjuicio de que haya variaciones de la misma así como dialectos varios) solo procura la unidad espiritual, basada en los principios del catolicismo. En lo demás, sin problemas con la "diversidad".

Eso sí, hablamos de unas diferencias enriquecedoras, que nada tienen que ver con el nihilismo implícito al multiculturalismo relativista, que está abriendo la puerta a la destrucción de Europa al abrir las puertas a la invasión islámica. Existen innegables diferencias, por ejemplo, entre un gallego y un extremeño, entre un peruano y un texano.

La negación de la concreción comunitaria no es menos peligrosa

Del mismo modo que no conviene anteponer una nación (sea o no una falacia conceptual) a todas las cosas (renunciando a que Dios esté presente en el centro de nuestras vidas), en tanto que de una u otra forma se acaba considerando imprescindible el artificio luciferino y progresivamente problemático, tampoco tiene sentido negar esencias culturales sin más.

En base a un criterio estrictamente materialista-individualista y relativista, que tiende a abrazar el racionalismo (algo totalmente distinto al recto uso de la razón, retroalimentado por la fe, tal y como nos enseñó Santo Tomás de Aquino), uno se limita a decir que no existen nada más que individuos que se agrupan sin más.

Pero esa perspectiva, no necesariamente sostenida con malicia alguna (hablando franca y honestamente) tiende a desdibujar las esencias enriquecedoras y variadas que pueden darse dentro de la "soberanía social", ayudando a quienes desprecian la importancia de la comunidad, promoviendo el atomismo del individuo.

Ahora bien, atomizar la sociedad no nos libera de nada (menos aún cuando se está tratando de despojarnos de la confianza en la Divina Providencia), sino que aumenta la desesperación de la persona, que lamentablemente puede pensar en un corto plazo hedonista y verse abocada a confiar en la Artificial Providencia.

Los individuos, libres tal y cual nos hizo Dios, constituyen un fuero propio e interno (siendo la familia la primera unidad de orden superior que les seguiría), que les lleva a ser componentes humanos de esa necesaria sociedad fértil, floreciente y fuerte que pueda procurar el cumplimiento con lo que vaya en torno al Reino de Cristo.

Los reconocimientos a la sociedad no suponen colectivismo alguno

Reconocer la sociedad como es debido no es solo correcto de por sí, sino algo que beneficia a los individuos tanto para su bien como para su libertad y prosperidad general. Del mismo modo, cuestionar las antítesis de Dios no ha de llevarnos ni al nihilismo atomizador, que acaba allanando el camino a quienes promueven el totalitarismo más extremo.

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