Sábado, 23 de noviembre de 2024

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Navidad, paz y esperanza

por Palabaras para vivir

Navidad, como todos los años, llega con un mensaje de paz y de esperanza. Es el regalo que nos trae a cada uno de nosotros el Niño Dios. Una paz que no es la de los tanques en la calle ni tampoco la de los cementerios, sino que es la que nace de tener la conciencia tranquila, no porque no se tengan culpas sino porque se desea sinceramente no tenerlas (San Agustín decía que querer tener fe ya es tener fe y eso se puede ampliar a que querer amar ya es, de alguna manera, amar).

Junto a esta paz profunda, está la esperanza. Ésta es una virtud tan desconocida como lo es el Espíritu Santo, al que no rezamos casi nunca para desgracia nuestra. Sin embargo, la esperanza es la virtud que nos sostiene en los momentos de angustia, de miedo, de incertidumbre. Es la virtud del adviento y de la cuaresma, es la virtud del Sábado Santo, es la virtud de las noches oscuras. Pero también es la virtud de la Navidad y de la Pascua, porque aunque con el Niño recién nacido tenemos el “ya” realizado, falta aún el resto por realizar. El Reino de Dios ya está entre nosotros porque ha nacido el Rey, pero todavía no ha llegado a su plenitud y aún la noche tiene mucho poder y mucho recorrido. Por eso la esperanza sigue siendo una virtud imprescindible y la llegada del niño de Belén es un rayo de sol que nos anuncia que hay futuro, pero que aún no logra disipar todas las tinieblas que nos envuelven.

Ya está aquí, pero todavía no ha llegado su hora definitiva, la hora en que venga en poder y en gloria, en honor y majestad, para juzgar -con misericordia- a vivos y muertos. Mientras esa hora llega, vivimos de la esperanza. Una esperanza que, como dijo San Pablo, no defrauda. Una esperanza que nos sostiene en la lucha y que impide que salgamos corriendo hacia el abismo. Su presencia entre los hombres, además, ilumina nuestro camino, pues nuestra lucha tiene no sólo un por qué -por Cristo, todo por Él, todo por agradecimiento a Él- sino que tiene también un cómo. Este “cómo” es la ética cristiana, tan atacada hoy en estos tiempos de confusión.

Si el nacimiento del Redentor alimenta nuestra esperanza, si nos sostiene en la lucha para no rendirnos, también nos indica cómo debemos llevar a cabo esa lucha. Más que nunca, ahora precisamente en que todo está en discusión y todo parece ser tan relativo como la flexibilidad de las conciencias más flexibles, hay que insistir en el “cómo”. No hay que olvidar que la primera palabra pronunciada por la boca de un ser humano ante la decisión de Dios de salvar al mundo con el nacimiento de Cristo, fue un “cómo”. La pronunció María, con calma y con decisión. Ella, la esclava, no era alguien sin conciencia y la que tenía estaba tan bien formada que paró en seco al ángel Gabriel para interrogarle precisamente sobre eso: “¿Cómo era eso, pues no conozco varón?”. El “cómo” nos habla de los medios, del recorrido a seguir para llegar al fin; establece, desde el primer instante de la experiencia cristiana -antes incluso, pues aún no se había producido la encarnación del Hijo de Dios-, que el fin no justifica los medios. En esto vamos a diferenciarnos de los demás, de todos los demás.

Conviene recordarlo en estas navidades manchadas de sangre en Berlín o en Ankara. Los fines pueden ser los mejores, que eso depende de la conciencia de cada uno, tan amoldable ella, pero son los medios los que juzgan a esos fines y los que deciden si son o no son válidos, si son o no practicables. Cuando las religiones o las ideologías olvidan esto, terminan por matar en nombre de sus dioses o en nombre de sus intereses, y lo mismo ponen bombas o arrojan camiones contra niños indefensos que matan a otros niños en los abortorios o los encadenan a redes de prostitución.

Cristo nació en Belén para sostener nuestra esperanza y animarnos a no dejar de recorrer ese camino que culminará un día en la llegada de un reino presidido por un Rey. Pero no sólo hace eso: nos enseña cómo ha de recorrerse ese camino. Él lo hizo, desde la cueva de Belén hasta el Gólgota. Fue un camino de amor y de perdón, de poner la otra mejilla y de amar incluso al enemigo, de humildad y de verdad. Y todo fue posible porque un día, un 25 de marzo, nueve meses antes del 25 de diciembre, una joven muchacha nazarena tuvo el valor de preguntarle nada menos que a un ángel cómo iba a ser eso, pues para ella los medios eran tan importantes como los fines. Esto y sólo esto es catolicismo. Y por eso podemos decir que aquí está la plenitud de la verdad. 

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