1936. Memorias de un salesiano (19)
11. EL COMANDANTE LÍSTER (segunda parte de este capítulo)
Sobre estas líneas, el autor y protagonistas de Memorias de un salesiano: padre Fortunato Saiz Asturias (+1992).
SE CIERRA LA ESCUELA DE INGENIEROS
Estaba sentenciada, desde su nacimiento. Y ello por varias razones.
1º Por su poca utilidad. El trabajo no era rentable, y además era simulado.
2º Porque era un escondrijo de gente camuflada.
3º Porque eran “sospechosos” de derechas. Desde su Director, Señor Villanueva, al último de los empleados.
4º Porque se denunció que se “corrían buenas juergas” y se brindaban con vino y champán, los avances de los nacionales.
5º Y finalmente porque no había ni ingenieros, ni técnicos, sino hombres civiles, que ocultaban su verdadera personalidad.
Como estábamos militarizados, se nos quiso obligar a incorporarnos a los distintos “frentes” de guerra. Avisado a tiempo, por el Secretario de la Escuela, Sr. La Madrid, escapé: adiós uniforme, carnet, paga y suministro.
Otra vez a la calle. Cambié el nombre, la edad, renové el carnet, protestando que lo había perdido, y volví a ser un cenetista convencido. La misa diaria, y las clases particulares me proporcionaron dinero abundante, del que apenas podía servirme, pues no había en qué emplearla.
El “racionamiento” se hizo cada día mas duro. Todo se hacía por colas. Para tener turno, mucha gente se pasaba la noche en la calle.
En casa de la que era, entonces mi familia, vivíamos con cierto desahogo, gracias a la ración de Benigno Montero, teniente veterinario, traía cada semana, ya que a los militares nunca les faltó nada. Más adelante, como veremos, se desmilitarizó, por miedo a represalias de los nacionales.
En efecto se había hecho correr, legítima o ilegítimamente, la voz y la creencia de que los Nacionales fusilarían, sin juicio a todo oficial del ejército rojo, que se capturase. Y por si acaso.
¿LO MATAMOS AQUÍ? - OTRA VEZ SALVADO
Una tarde de septiembre, al llegar las sombras, quise hacer una visita a un viejo amigo, compañero de estudios. Se llamaba Francisco Arguero. Era de un pueblo de Cuenca. Vivía con unos familiares, en el barrio de Salamanca, lujoso, aristocrático.
Ya de noche, buscando el número de calle, me dio el alto una patrulla. Madrid, de noche sin luz, por miedo a los bombardeos, se parecía a un inmenso cementerio. Los guardias y milicianos patrullaban las calles.
-¿Quién eres? ¿Dónde vas?
Les dije, simplemente quién era y donde iba. No me creyeron.
-Tú eres fascista y un espía de los traidores. ¿A qué vienes a estas horas?
Siempre apuntándome me metieron en un templo. Con la oscuridad no lo había distinguido. Ya dentro, lo reconocí. Era y es aún hoy la iglesia de la Concepción, de las más hermosas de Madrid. Estaba convertida en depósito o almacén de material de guerra: armas, bombas, proyectiles, pólvora y dinamita. La escasa luz de algunas bombillas me permitió ver aquel temeroso arsenal.
Calle Goya y la parroquia de la Concepción en los años30.
-¿Venías a enterarte de lo que aquí se guarda, para informar a los tuyos? Pues, míralo y fíjate bien, por última vez…
Me pasearon por el peligroso polvorín. Me vendaron los ojos y me ordenaron:
-¡Quieto! Levanta los brazos. ¡Te vamos a matar!
Hice lo que me mandaron. Recé el acto de contrición. En unos instantes mil pensamientos diversos, pasaron, atropelladamente por mi mente. Rezaba sin saber lo qué. Un sudor angustioso recorría mi cuerpo. Temblaban mis piernas. Sentía latir mis sienes. El corazón estaba a punto de estallar. ¡Dios mío, qué agonía! Ante mi imaginación pasó la figura de Cristo con la Cruz. Jesús me miraba, compadecido, pero dándome ánimos. Sin querer hice un movimiento.
-¡Quieto!, dijeron, soltando una blasfemia horrible.
Volví a mi postura. Note, no los veía, que cuchicheaban. ¿Eran unos segundos más de vida que me daban, para mayor tormento, o compás de espera para mi muerte?
-Bueno, dijo al fin uno que debía ser el jefe. Si nos dices la verdad te soltamos. Si no… te mataremos aquí, como perro fascista.
Temblando, tropezándome en las palabras, que no me salían, con la boca reseca y la respiración entrecortada, les dije y no les callé la verdad. Tal vez el acento de sinceridad o la humildad con que hablé, tal vez el temblor que doblegaba mis piernas, o acaso mis lágrimas, si no les convencieron del todo, les ablandaron y por un elemental sentimiento de lástima cambiaron de propósito.
Me sacaron a tientas ya que veía la calle. Noté el fresco reconfortable de la noche. Me quitaron la venda y…
-¡Dé tres pasos al frente!, me ordenaron. No mires para atrás.
Estaba en la acera. Creí que iban a dispararme por la espalda, pues me pareció oír el chasquido metálico del gatillo de los fusiles. Se gozaban salvajemente, en prolongar mi suplicio.
-¡Sigue avanzando despacio! Y ahora, ¡Corre, corre!, gritaban como borrachos.
Lo hice, aunque el miedo entorpecía mis piernas. Esperaba el disparo. No los veía, pero me los imaginaba, apuntándome.
Tres, cuatro, seis segundos, no sé. Corrí como un loco, hasta toparme con la boca del metro del Retiro. Bajé corriendo las escaleras, desesperado, como quien teme perder el tren. Una vez más había salvado la vida. ¿Quién fue el ángel tutelar? ¿Quién me sostuvo, quien encaminó mis pasos justamente en aquella oscuridad, hacia la salvación, hacia la vida? ¿Quién?
MOVILIZACIÓN GENERAL:
ORDEN DEL GOBIERNO Y DEL PARTIDO
Llegó al fin, lo que intuíamos y temíamos: la movilización general de todos los hombres, jóvenes o viejos, disponibles. La razón era evidente. El ejército del Pueblo se encontraba desmoralizado, con tanto fracaso y sobre todo, sin brazos. Necesitaba nueva savia. Esperaban vencer con la masa y el número, pero le faltaba la sabia dirección. Carecía de oficiales y de técnicos, aunque le sobraba armamento, pues disponía del oro. Se intentó pues, en un alarde de fuerzas, reorganizar y renovar un ejército que se encontraba en franca derrota. En un supremo esfuerzo el Gobierno, secundado por los partidos “decretó” la movilización de todos los hombres, aptos para las armas.
Y yo, como otros muchos, que habíamos decidido “hurtar el bulto y la espalda”, decidimos a la desesperada burlar, una vez más, esta obligación, que en conciencia, no nos atenía, porque éramos del otro bando. Y empezamos a discurrir pretextos, trucos y subterfugios.
Había un cuadro de dolencias y enfermedades, que excluían de todo servicio. Era muy restringido, y era más difícil salvarlo. Pero Dios quiso que saliera airoso de este nuevo peligro. Todos los movilizados podían alegar, ante un tribunal médico, cualquier “irregularidad funcional” que pudiera eximirles del servicio. Y yo alegué. Pero antes he de manifestar ciertos manejos.
-Por desgracia, estás demasiado bien
Es una paradoja, que necesita explicación. Conocía yo un médico, antiguo alumno salesiano, movilizado como tantos. Me presenté ante él, con el objeto de que me hiciera un “chequeo”, como ahora se dice, y me encontrase algo que yo pudiese aducir. Me exploró a fondo, casi de pies a cabeza. Pretendía agarrarse, aunque fuera a un pelo. Y, sintiéndolo mucho, acabó por decirme, un tanto decepcionado:
-Por desgracias estás demasiado bien.
Es decir que no tenía escapatoria. Pero no quise rendirme a la evidencia. En estas andaba, cuando providencialmente, tropecé con un joven, salesiano, que anda en los mismos trámites y apuros. Se llamaba Mariano García, que aún vive, y quiera Dios que viva muchos años, y yo pueda agradecerle cuanto por mí hizo.
Este dicho Mariano, acababa de llegar de Italia, de un año de perfeccionamiento y formación. Era zapatero y hermano coadjutor. Con la guerra, dejó la Congregación. Detenido por sospechoso de fascista, en la frontera y sometido a tormento, al fin se probó su inocencia y quedó en libertad, pero lesionado de cierta importancia de resulta de los malos tratos. Creo necesario exponer este accidente, porque, como verá el lector, nos sirvieron para preparar una trampa, de categoría. ¿Cómo se nos ocurrió la “estratagema” que según el Código Militar, y más en tiempo de guerra estaba sancionada con pena de muerte? Espera un poco y lo sabrás, amigo.
Padecía el amigo Mariano, lo que se llama una “descompensación valvular o insuficiencia cardíaca”. Casual o en el plan de Dios era esta lesión, la última que contaba en el cuadro de inutilidades. Y preparamos la jugarreta.
Decidimos presentarnos a reconocimiento médico.
Había dos tribunales, el 1 y el 2. Nos correspondía el segundo. Estaba instalado en un Grupo Escolar, situado junto al célebre Hospicio de Madrid. Éramos centenares. Tal vez miles. Mariano se presentó primero, con sus auténticos nombres y apellidos; después a los pocos días, con los míos, es decir que desdobló su personalidad. Mariano era él y era yo. Para acentuar su “descompensación” valvular, el médico le dio unas pastillas que, sin perjudicarle, hacían más notable y visible su taquicardia. Salió airoso de ambas pruebas. ¿No vieron los médicos la trampa? ¿Podían creer que hubiera dos tipos con la misma dolencia?
Vaya en su descargo o responsabilidad, que era voz común que los médicos, en su mayoría eran, eran partidarios de Franco, y desde la retaguardia salvando vidas, hicieron por nuestra causa, tanto o más que los que combatían en el frente.
Hecha la trastada y encomendándonos a Dios, esperamos el resultado. A los tres días fuimos a recoger el fallo, con la natural expectación. No dábamos crédito a los ojos: En nuestro volante, a máquina, y con el sello del Tribunal y la firma del Director Médico se leía: “INUTIL TOTAL”. Y el médico al que consulté me había dicho: por desgracia estás demasiado bien.
Y me di cuenta que mi caso era uno más entre las muchas paradojas de Dios.
Aquel día, di rendidas gracias a Dios, y a mi tío mártir. Dormí a pierna suelta.
¿Qué hacía entre tanto mi familia de la calle San Mateo?
Benigno se había retirado del frente del Prado, por temor a las “represalias” de los nacionales. Las demás, que todas eran mujeres, seguían su vida, más o menos igual. El racionamiento imponía restricciones. Había que ir a las colas. Cuántas veces desde las altas horas de la noche. Y cuántas las “BRIGADAS” del amanecer vieron frustrados su intento de detenerme. Aquel “papelón” les cerraba el paso…
Gracias a este salvoconducto, tenía yo entrada y salida libre de Madrid, y podía recorrer impunemente, toda la Zona Roja. Así también pude ejercer el ministerio sacerdotal en Madrid, Guadalajara, y en parte de Cuenca. Pero es harina de otro costal.
GUADALAJARA
La Historia de la Cruzada nos habla de miles de sacerdotes y religiosos asesinados. Otros habían desaparecido, o vivían escondidos. Dios tenía dispuesto que mi inutilidad sirviera de utilidad para muchas almas que la necesitaban.
Aparte de mi apostolado en Madrid, que no abandoné, me convertí sin yo buscarlo, llevado de la mano de Dios, en capellán único de Guadalajara. Había quedado abandonada de sacerdotes. El Padre Rubio, Vicario General de Madrid, por medio de uno de nuestros superiores, me pidió que atendiera por caridad, y sin compromiso, a la ciudad de Guadalajara. Acepté sin condiciones. Tanto más que esta ciudad estaba a mitad de camino de mi hermano y debía pasar por ella, para ir a verle.
(Su hermano era Leandro Saiz, que estaba cursando los estudios de Filosofía y Magisterio cuando estalló la guerra)
CALLE MAYOR
Doña Gloria Llanderas - Familia Cañadas
Establecí mi cuartel general en la calle Mayor nº 5 de Guadalajara. Su dueña doña Gloria, viuda de Cañadas, buena cristiana y mujer valiente y decidida; era madre de tres hijos dos varones, antiguos alumnos nuestros y una muchacha, por cierto muy bonita. En su casa fui durante casi un año, más hijo que amigo.
Concertamos que yo iría todos los sábados por la tarde, y estaría todo el domingo y la mañana del lunes para atender espiritualmente a quien lo solicitase. Ella y sus hijos extendieron mi misión por toda la ciudad. Pronto la casa se convirtió en parroquia clandestina. En ella decía misa, administraba sacramentos, aconsejaba y nos informábamos de toda clase de necesidades.
Confesé, bauticé, casé, y administraba el viático. Como la casa de doña Gloria tenía fama de “carca”, como entonces se decía, estaba muy vigilada por las milicias rojas, pero nunca tuvimos el menor tropiezo. A ello contribuyó después de Dios, la propia Pepita, hija de doña Gloria, perdidamente enamorada de un capitoste rojo, de gran influencia, que luego resultó, cosas de la vida, alumno nuestro de Salamanca.
Más tarde se escaparon los dos de mala manera, causando enorme quebranto a Doña Gloria y a toda la familia, y acelerando la muerte del abuelo materno. Entre tantas cosas acabó sus días, poco después de la liberación.
Sobre estas líneas, el autor y protagonistas de Memorias de un salesiano: padre Fortunato Saiz Asturias (+1992).
SE CIERRA LA ESCUELA DE INGENIEROS
Estaba sentenciada, desde su nacimiento. Y ello por varias razones.
1º Por su poca utilidad. El trabajo no era rentable, y además era simulado.
2º Porque era un escondrijo de gente camuflada.
3º Porque eran “sospechosos” de derechas. Desde su Director, Señor Villanueva, al último de los empleados.
4º Porque se denunció que se “corrían buenas juergas” y se brindaban con vino y champán, los avances de los nacionales.
5º Y finalmente porque no había ni ingenieros, ni técnicos, sino hombres civiles, que ocultaban su verdadera personalidad.
Como estábamos militarizados, se nos quiso obligar a incorporarnos a los distintos “frentes” de guerra. Avisado a tiempo, por el Secretario de la Escuela, Sr. La Madrid, escapé: adiós uniforme, carnet, paga y suministro.
Otra vez a la calle. Cambié el nombre, la edad, renové el carnet, protestando que lo había perdido, y volví a ser un cenetista convencido. La misa diaria, y las clases particulares me proporcionaron dinero abundante, del que apenas podía servirme, pues no había en qué emplearla.
El “racionamiento” se hizo cada día mas duro. Todo se hacía por colas. Para tener turno, mucha gente se pasaba la noche en la calle.
En casa de la que era, entonces mi familia, vivíamos con cierto desahogo, gracias a la ración de Benigno Montero, teniente veterinario, traía cada semana, ya que a los militares nunca les faltó nada. Más adelante, como veremos, se desmilitarizó, por miedo a represalias de los nacionales.
En efecto se había hecho correr, legítima o ilegítimamente, la voz y la creencia de que los Nacionales fusilarían, sin juicio a todo oficial del ejército rojo, que se capturase. Y por si acaso.
¿LO MATAMOS AQUÍ? - OTRA VEZ SALVADO
Una tarde de septiembre, al llegar las sombras, quise hacer una visita a un viejo amigo, compañero de estudios. Se llamaba Francisco Arguero. Era de un pueblo de Cuenca. Vivía con unos familiares, en el barrio de Salamanca, lujoso, aristocrático.
Ya de noche, buscando el número de calle, me dio el alto una patrulla. Madrid, de noche sin luz, por miedo a los bombardeos, se parecía a un inmenso cementerio. Los guardias y milicianos patrullaban las calles.
-¿Quién eres? ¿Dónde vas?
Les dije, simplemente quién era y donde iba. No me creyeron.
-Tú eres fascista y un espía de los traidores. ¿A qué vienes a estas horas?
Siempre apuntándome me metieron en un templo. Con la oscuridad no lo había distinguido. Ya dentro, lo reconocí. Era y es aún hoy la iglesia de la Concepción, de las más hermosas de Madrid. Estaba convertida en depósito o almacén de material de guerra: armas, bombas, proyectiles, pólvora y dinamita. La escasa luz de algunas bombillas me permitió ver aquel temeroso arsenal.
Calle Goya y la parroquia de la Concepción en los años30.
-¿Venías a enterarte de lo que aquí se guarda, para informar a los tuyos? Pues, míralo y fíjate bien, por última vez…
Me pasearon por el peligroso polvorín. Me vendaron los ojos y me ordenaron:
-¡Quieto! Levanta los brazos. ¡Te vamos a matar!
Hice lo que me mandaron. Recé el acto de contrición. En unos instantes mil pensamientos diversos, pasaron, atropelladamente por mi mente. Rezaba sin saber lo qué. Un sudor angustioso recorría mi cuerpo. Temblaban mis piernas. Sentía latir mis sienes. El corazón estaba a punto de estallar. ¡Dios mío, qué agonía! Ante mi imaginación pasó la figura de Cristo con la Cruz. Jesús me miraba, compadecido, pero dándome ánimos. Sin querer hice un movimiento.
-¡Quieto!, dijeron, soltando una blasfemia horrible.
Volví a mi postura. Note, no los veía, que cuchicheaban. ¿Eran unos segundos más de vida que me daban, para mayor tormento, o compás de espera para mi muerte?
-Bueno, dijo al fin uno que debía ser el jefe. Si nos dices la verdad te soltamos. Si no… te mataremos aquí, como perro fascista.
Temblando, tropezándome en las palabras, que no me salían, con la boca reseca y la respiración entrecortada, les dije y no les callé la verdad. Tal vez el acento de sinceridad o la humildad con que hablé, tal vez el temblor que doblegaba mis piernas, o acaso mis lágrimas, si no les convencieron del todo, les ablandaron y por un elemental sentimiento de lástima cambiaron de propósito.
Me sacaron a tientas ya que veía la calle. Noté el fresco reconfortable de la noche. Me quitaron la venda y…
-¡Dé tres pasos al frente!, me ordenaron. No mires para atrás.
Estaba en la acera. Creí que iban a dispararme por la espalda, pues me pareció oír el chasquido metálico del gatillo de los fusiles. Se gozaban salvajemente, en prolongar mi suplicio.
-¡Sigue avanzando despacio! Y ahora, ¡Corre, corre!, gritaban como borrachos.
Lo hice, aunque el miedo entorpecía mis piernas. Esperaba el disparo. No los veía, pero me los imaginaba, apuntándome.
Tres, cuatro, seis segundos, no sé. Corrí como un loco, hasta toparme con la boca del metro del Retiro. Bajé corriendo las escaleras, desesperado, como quien teme perder el tren. Una vez más había salvado la vida. ¿Quién fue el ángel tutelar? ¿Quién me sostuvo, quien encaminó mis pasos justamente en aquella oscuridad, hacia la salvación, hacia la vida? ¿Quién?
MOVILIZACIÓN GENERAL:
ORDEN DEL GOBIERNO Y DEL PARTIDO
Llegó al fin, lo que intuíamos y temíamos: la movilización general de todos los hombres, jóvenes o viejos, disponibles. La razón era evidente. El ejército del Pueblo se encontraba desmoralizado, con tanto fracaso y sobre todo, sin brazos. Necesitaba nueva savia. Esperaban vencer con la masa y el número, pero le faltaba la sabia dirección. Carecía de oficiales y de técnicos, aunque le sobraba armamento, pues disponía del oro. Se intentó pues, en un alarde de fuerzas, reorganizar y renovar un ejército que se encontraba en franca derrota. En un supremo esfuerzo el Gobierno, secundado por los partidos “decretó” la movilización de todos los hombres, aptos para las armas.
Y yo, como otros muchos, que habíamos decidido “hurtar el bulto y la espalda”, decidimos a la desesperada burlar, una vez más, esta obligación, que en conciencia, no nos atenía, porque éramos del otro bando. Y empezamos a discurrir pretextos, trucos y subterfugios.
Había un cuadro de dolencias y enfermedades, que excluían de todo servicio. Era muy restringido, y era más difícil salvarlo. Pero Dios quiso que saliera airoso de este nuevo peligro. Todos los movilizados podían alegar, ante un tribunal médico, cualquier “irregularidad funcional” que pudiera eximirles del servicio. Y yo alegué. Pero antes he de manifestar ciertos manejos.
-Por desgracia, estás demasiado bien
Es una paradoja, que necesita explicación. Conocía yo un médico, antiguo alumno salesiano, movilizado como tantos. Me presenté ante él, con el objeto de que me hiciera un “chequeo”, como ahora se dice, y me encontrase algo que yo pudiese aducir. Me exploró a fondo, casi de pies a cabeza. Pretendía agarrarse, aunque fuera a un pelo. Y, sintiéndolo mucho, acabó por decirme, un tanto decepcionado:
-Por desgracias estás demasiado bien.
Es decir que no tenía escapatoria. Pero no quise rendirme a la evidencia. En estas andaba, cuando providencialmente, tropecé con un joven, salesiano, que anda en los mismos trámites y apuros. Se llamaba Mariano García, que aún vive, y quiera Dios que viva muchos años, y yo pueda agradecerle cuanto por mí hizo.
Este dicho Mariano, acababa de llegar de Italia, de un año de perfeccionamiento y formación. Era zapatero y hermano coadjutor. Con la guerra, dejó la Congregación. Detenido por sospechoso de fascista, en la frontera y sometido a tormento, al fin se probó su inocencia y quedó en libertad, pero lesionado de cierta importancia de resulta de los malos tratos. Creo necesario exponer este accidente, porque, como verá el lector, nos sirvieron para preparar una trampa, de categoría. ¿Cómo se nos ocurrió la “estratagema” que según el Código Militar, y más en tiempo de guerra estaba sancionada con pena de muerte? Espera un poco y lo sabrás, amigo.
Padecía el amigo Mariano, lo que se llama una “descompensación valvular o insuficiencia cardíaca”. Casual o en el plan de Dios era esta lesión, la última que contaba en el cuadro de inutilidades. Y preparamos la jugarreta.
Decidimos presentarnos a reconocimiento médico.
Había dos tribunales, el 1 y el 2. Nos correspondía el segundo. Estaba instalado en un Grupo Escolar, situado junto al célebre Hospicio de Madrid. Éramos centenares. Tal vez miles. Mariano se presentó primero, con sus auténticos nombres y apellidos; después a los pocos días, con los míos, es decir que desdobló su personalidad. Mariano era él y era yo. Para acentuar su “descompensación” valvular, el médico le dio unas pastillas que, sin perjudicarle, hacían más notable y visible su taquicardia. Salió airoso de ambas pruebas. ¿No vieron los médicos la trampa? ¿Podían creer que hubiera dos tipos con la misma dolencia?
Vaya en su descargo o responsabilidad, que era voz común que los médicos, en su mayoría eran, eran partidarios de Franco, y desde la retaguardia salvando vidas, hicieron por nuestra causa, tanto o más que los que combatían en el frente.
Hecha la trastada y encomendándonos a Dios, esperamos el resultado. A los tres días fuimos a recoger el fallo, con la natural expectación. No dábamos crédito a los ojos: En nuestro volante, a máquina, y con el sello del Tribunal y la firma del Director Médico se leía: “INUTIL TOTAL”. Y el médico al que consulté me había dicho: por desgracia estás demasiado bien.
Y me di cuenta que mi caso era uno más entre las muchas paradojas de Dios.
Aquel día, di rendidas gracias a Dios, y a mi tío mártir. Dormí a pierna suelta.
¿Qué hacía entre tanto mi familia de la calle San Mateo?
Benigno se había retirado del frente del Prado, por temor a las “represalias” de los nacionales. Las demás, que todas eran mujeres, seguían su vida, más o menos igual. El racionamiento imponía restricciones. Había que ir a las colas. Cuántas veces desde las altas horas de la noche. Y cuántas las “BRIGADAS” del amanecer vieron frustrados su intento de detenerme. Aquel “papelón” les cerraba el paso…
Gracias a este salvoconducto, tenía yo entrada y salida libre de Madrid, y podía recorrer impunemente, toda la Zona Roja. Así también pude ejercer el ministerio sacerdotal en Madrid, Guadalajara, y en parte de Cuenca. Pero es harina de otro costal.
GUADALAJARA
La Historia de la Cruzada nos habla de miles de sacerdotes y religiosos asesinados. Otros habían desaparecido, o vivían escondidos. Dios tenía dispuesto que mi inutilidad sirviera de utilidad para muchas almas que la necesitaban.
Aparte de mi apostolado en Madrid, que no abandoné, me convertí sin yo buscarlo, llevado de la mano de Dios, en capellán único de Guadalajara. Había quedado abandonada de sacerdotes. El Padre Rubio, Vicario General de Madrid, por medio de uno de nuestros superiores, me pidió que atendiera por caridad, y sin compromiso, a la ciudad de Guadalajara. Acepté sin condiciones. Tanto más que esta ciudad estaba a mitad de camino de mi hermano y debía pasar por ella, para ir a verle.
(Su hermano era Leandro Saiz, que estaba cursando los estudios de Filosofía y Magisterio cuando estalló la guerra)
CALLE MAYOR
Doña Gloria Llanderas - Familia Cañadas
Establecí mi cuartel general en la calle Mayor nº 5 de Guadalajara. Su dueña doña Gloria, viuda de Cañadas, buena cristiana y mujer valiente y decidida; era madre de tres hijos dos varones, antiguos alumnos nuestros y una muchacha, por cierto muy bonita. En su casa fui durante casi un año, más hijo que amigo.
Concertamos que yo iría todos los sábados por la tarde, y estaría todo el domingo y la mañana del lunes para atender espiritualmente a quien lo solicitase. Ella y sus hijos extendieron mi misión por toda la ciudad. Pronto la casa se convirtió en parroquia clandestina. En ella decía misa, administraba sacramentos, aconsejaba y nos informábamos de toda clase de necesidades.
Confesé, bauticé, casé, y administraba el viático. Como la casa de doña Gloria tenía fama de “carca”, como entonces se decía, estaba muy vigilada por las milicias rojas, pero nunca tuvimos el menor tropiezo. A ello contribuyó después de Dios, la propia Pepita, hija de doña Gloria, perdidamente enamorada de un capitoste rojo, de gran influencia, que luego resultó, cosas de la vida, alumno nuestro de Salamanca.
Más tarde se escaparon los dos de mala manera, causando enorme quebranto a Doña Gloria y a toda la familia, y acelerando la muerte del abuelo materno. Entre tantas cosas acabó sus días, poco después de la liberación.
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