Lunes, 23 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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1936. Memorias de un salesiano (15)

por Victor in vínculis

8. LA LIBERTAD Y DE NUEVO EN LA CALLE ABADA (y 2)

VENTAJAS
 
¿Es que puede haberlas? Ciertamente y muy provechosas, en el orden espiritual. Veámoslas.
 
1.- La soledad y el silencio. Si para unos, como hemos dicho, eran inconvenientes, para otros, fueron provechosos. Nada como la soledad y el silencio, casi místicos, para la reflexión  y la meditación de las verdades  temporales y eternas, para una justa estimación  de la vida, para la enmienda, para formular propósitos, para dar gracias a Dios, para vivir más cerca de Él, para estar preparados ante cualquier evento o ante la muerte.
 
2.- La disciplina. El cumplimiento y la puntualidad del horario rígido y duro nos sirvió a todos, incluso a los más perezosos, para disciplinar nuestra voluntad, débil y relajada, creando reflexiva e irreflexivamente, hábitos de fortaleza, de fe y de virtud.
 
3.- La sociabilidad.  Dentro de la heterogeneidad de tipos y caracteres, de la diversidad de ideales y creencias, del distinto nivel cultural de los reclusos, el trato  y la compañía, el peligro común que nos amenazaba, y la miseria que compartíamos, nos sirvieron, admirablemente, para practicar la caridad cristiana y la tolerancia, levantando nuestros ánimos, eliminando las diferencias y, en fin, manteniéndonos unidos en una asociación fraterna, mediante el consejo oportuno, la palabra amistosa, y el prudente disimulo.
 
4.- Consuelos. No faltaron entre las muchas tristezas de la cárcel; eran bálsamo sedante del espíritu.
                                    
a) Las confesiones. Como ya dije, en todas las plantas, los sacerdotes ejercíamos este ministerio, con gran provecho nuestro y de las almas. Bien paseando, como en amigable conversación, bien dentro de las celdas, fueron muchos los que hallaron la paz, y el consuelo en este Sacramento como preparación a la Eucaristía, que les sirvió de viático para el viaje sin retorno.
 
b) La Santa Misa. Pasados los primeros meses de tiranía, de crueldad y de fobia antirreligiosa, y suavizado el régimen penal por la intervención humanitaria de las Embajadas, pensamos, sin demasiado temor al riesgo, en celebrar la Santa Misa. Fue la mayor satisfacción de mi vida como encarcelado. Escogimos para ello una celda, apartada de la vista de los carceleros. Contábamos, desde luego, con el permiso implícito de los oficiales de prisiones, que sabíamos comulgaban con nuestras ideas. Pero eran necesarias ciertas precauciones. Las Sagradas Formas, sin consagrar, las recibíamos por el procedimiento de la toalla, ya explicado. El vino con la etiqueta de “vino especial para enfermos” podía pasar con cierta facilidad. El único peligro era el que se lo bebieran los de guardia. Pero no sucedió. De misal nos sirvió uno de mano que, casual o providencialmente, se encontró abandonado y deteriorado en una de las celdas. ¿Quién lo perdió o dejó a propósito? ¿Cómo no lo requisaron en uno de los numerosos registros?  Como la concelebración no estaba entonces autorizada, los sacerdotes celebrábamos por turno, uno cada día. Los demás comulgaban. Solo una vez debimos interrumpir el Sacrificio, ante una visita inesperada de los milicianos. Pero, advertidos por la vigilancia que teníamos montada, salimos del paso.

Comenzaba la Santa Misa, a puerta cerrada, en ambiente de catacumba, la celda se convertía en capilla o templo. Dentro de su pobreza y sencillez, no envidiaba a la más grandiosa catedral. Una mesita de noche, unos paños blancos muy limpios, un vasito de cristal y el libro de Misa formaban el altar. El oficiante, de paisano, preso entre presos, pero en aquellos momentos, encarnación de Dios, hecho Cristo, nos impresionaba enormemente. Algo extraño, como una sacudida eléctrica suave, como una corriente nerviosa, nos recorría el cuerpo, y embargaba el alma: era la presencia real, casi tangible, de la Divinidad. Era Dios que nos cubría, y nos amparaba con su sombra protectora. Eran los Ángeles que aleteaban en torno nuestro. Era el mismo cielo que bajaba a visitar nuestra choza, inundándonos de luz, de sosiego y de paz. Era, misteriosamente, nuestra Transfiguración. La cárcel, con sus miserias, desaparecía por breves momentos para convertirse en antesala de la Gloria. No siempre y todos los días se pudo decir la Misa, pero me consta por mi hermano y compañero, José Villalva, liberado después de mí, que continuó celebrándose hasta el fin de la Guerra.
 
UN BAUTIZO
 
Nunca nos pareció tan nuevo, tan viril y tan vibrante el himno de la Falange Española, como en esta ocasión. ¿De qué se trataba? En una cárcel de los rojos, el himno más odiado, y que era sentencia segura de muerte, era éste. Pues sí, querido lector, escucha y lee.
 
Entre los reclusos en una celda próxima a la mía, había un joven, que no recataba su condición de falangista, y aún hacía alarde de ella,  sin la debida prudencia. No conocía a su primer hijo, recién nacido, y se le ocurrió…
 
Como ardía de deseos, muy explicables, de verlo, concertó con su mujer un plan que le salió bien, aunque pudo acarrearle una tragedia.
 
Como se permitía, ya lo hemos dicho, introducir en la Prisión ropa y comida debidamente controladas, a nuestro joven se le ocurrió que bien podía pasar su niño, como “cesta” de ropa o de alimentos.
 
Como los encargados de subir y bajar los paquetes eran presos, al habla con ellos, se tomaron todas las precauciones. Lo difícil era pasar la puerta de la calle, llena de guardias milicianos. La mujer y mamá del recién nacido, sorteó obstáculos, con su atractivo personal, y sus sonrisas y el niño pasó a la celda…Venía dormidito, el ángel.
 
Como si se hubiera dado cuenta del peligro que corría o asistido probablemente por su Custodio Celestial, el niño llegó hasta su padre, sin lloros, sin moverse, quietito. Y aquel hombre lo levantó con respeto, como se toman las cosas sagradas, lo estrechó contra su corazón que nos parecía que iba a estallarle en el pecho, lo besó  con apasionamiento y al fin, roto por la emoción contenida, echó a llorar como un niño grande, que eso era aquel hombre en aquellos momentos. Presencié la escena con admiración y con envidia, envidia de la buena ante la felicidad de aquel padre.
 
Ni que nos hubiéramos puesto de acuerdo o por telepatía, exclamamos varios a la vez.
 
- ¿Por qué no lo bautizamos?
 
El niño entre tanto se había despertado. Era hermoso en verdad. El padre asintió. El jefe responsable de la celda fue el padrino. Testigos, los asistentes: sacerdote oficiante, el que esto escribe.
 
¿Qué nombre quieres ponerle?, -pregunté al padre-.
 
Se llamará José Antonio, como mi jefe -dijo-, cuadrándose y saludando a lo fascista. Derramé con cuidado el agua saludable, hizo el niño unos pucheritos, muy graciosos, al sentir la caricia fría del líquido, y pronuncié la fórmula ritual. Y quedó convertido doblemente, en ángel y en hijo de Dios.
 
Había prisa por devolverlo a su madre, que estaría impaciente. Con el crío en brazos, después de haberlo besado yo, y los demás asistentes, aquel padrazo, loco de contento, y en un momento de arrebato, entonó el Cara al Sol con voz poderosa que llenó la celda y aun salió fuera. Apenas podíamos  contenerle y calmarle. Al fin la voz autoritaria del “responsable” le impuso silencio. Dejó de cantar, pero estalló en un llanto inconsolable, irrefrenable.
 
Levantamos un acta brevísima del acto, y la firmamos. Se colocó el niño en el cestillo. Con el jaleo y movimiento y las voces y el canto, se había quedado dormido. Y volvió hasta su madre como había venido. Y luego dicen que no existen los ángeles.
 
Conservé el hecho y los nombres hasta la fecha durante algún tiempo. Poco a poco los fui olvidando. Me pregunto: ¿Vivirá mi angelito y sabrá, a sus cuarenta años, que un sacerdote, hoy ya viejo y caduco, le acristianó e hizo hijo de Dios? ¿Dónde estarán sus padres? ¿Se acordarán de mí? Que gozo sería para mí volver a encontrarlos. De todos modos, estén donde estén, todos los días rezo por ellos. Que Dios les bendiga.
 
Nota: este capítulo de “Lecciones y Experiencias”, salvo el episodio del bautismo fue utilizado por el P. Isaac Diez sdb, en la carta que envió a todos los salesianos de la  Inspectoría  el 5 de noviembre de  1995, con una semblanza  de don Fortunato.
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