Lunes, 23 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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1936. Memorias de un salesiano (13)

por Victor in vínculis

7. HACIA LA LIBERACIÓN. ENERO 1937
 
La presión de las Embajadas logró dos objetivos: el mejoramiento del trato carcelero, y la constitución de los llamados Tribunales Populares. Empezaron a actuar en los primeros días de enero. Funcionaron en todas las cárceles.  El de la nuestra estaba constituido por:
 
La mesa, formada por tres miembros obreros.
 
Un abogado de oficio, pero sin beneficio. Quiero decir que era una figura decorativa.
 
Uno o más testigos de la calle, algún periodista, y siempre dos milicianos armados. Su presencia, la de estos últimos, nos parecía un atentado contra la misma Justicia. Recuerdo que, en mi juicio, se hallaba presente una periodista inglesa. Era una joven agraciada. Representaba al periódico The Times.
 

El abogado oficial se llamaba Pablo Bergua. No había jurado o mejor dicho, nuestros tres obreros eran el Tribunal Jurado, Fiscal y Abogado Defensor, pues este prácticamente no actuaba, ya que su intervención no influía en absoluto en las deliberaciones. Se limitaba a hacer unas preguntas comunes, genéricas y estereotipadas. Ni chicha ni limoná, que dijo el gracioso.
 
COMPAREZCO EN JUICIO
 
No recuerdo exactamente la fecha, pero no hace al caso. Uno de los primeros días, fui llamado al Tribunal Popular.  No he de callar que iba con miedo. Y más por el aparato de que se revistió aquella “burlesca” pamema de juicio. Me escoltaba una pareja de milicianos, con armas.
 
En una sala espaciosa, de la planta baja, ante una mesa, sentados mis jueces, de aspecto proletario. A la derecha, un hombre de buen aspecto y maduro. Vestía con cierta elegancia. Por todo público, una joven que resultó ser periodista de un diario inglés, y los milicianos.
 
Se cerró la puerta; siempre en actitud vigilante, mis dos esbirros. Y comenzó el juicio. Una silla, ante la mesa del Jurado, para el reo.
 
Conviene advertir que nuestros superiores, nos habían prevenido que en caso de comparecer ante aquellos “Tribunales”, informales e injustos, a más de sectarios, la Iglesia nos eximía de la obligación de declarar nuestra condición religiosa o sacerdotal.
 
Yo no quise acogerme a este favor, antes confesé, llanamente lo que era. No lo hice por jactancia o soberbia, sino guiado por una misteriosa inspiración de Dios.
 

Fiscales durante la celebración de un proceso en la zona republicana (Archivo General de la Administración, sección Cultura).
 
Lo verás, lector amigo, si me acompañas un poco más.
 
-Siéntate, me dijeron, mientras me contemplaban con mirada, entre burlona y compasiva.
-¿Cómo te llamas?
Dije mi nombre y apellidos.
-¿Tú fuiste detenido el 26 de julio, en la finca EL ENCINAR de Mohernando, Guadalajara?
 
Me di cuenta de que me confundían con mi hermano Leandro, detenido en dicha finca, en el lugar citado, donde existía y aún existe el Noviciado de la Provincia de Madrid. Por no complicar las cosas y, por salvar a mi hermano, contesté:
 
-No, señores, Mi detención tuvo lugar el 6 de Septiembre, a las 6 de la tarde, en una calle de Madrid.
-Trátanos de tú, que aquí todos somos iguales, dijo uno de ellos.
 
Me reanimó el gesto, pues mi espíritu basculaba entre el miedo y una extraña confianza.
-Ya sabemos que eres cura y salesiano. ¿No sabes que “esto” es peligroso, que eres enemigo de la república y del pueblo?
-No niego mi condición, pero sí lo de enemigo, aunque admito que hoy sea peligroso.
-¿Por qué te hiciste sacerdote y fraile?
-Como vosotros podéis ser herreros, albañiles o carpinteros.
 
El hombre de la derecha de la mesa, resultó ser el abogado. Se llamaba Pablo Bergua. Me lo presentaron. Hasta aquel momento no había intervenido y prescindí de él.
 
-¿Tú enseñabas religión sabiendo que estaba prohibido?
-Como sacerdote, es mi misión y mi oficio, como vosotros tenéis el vuestro. Pero también enseñaba a leer y escribir, aritmética, geografía e historia y lo demás, precisamente a niños pobres e hijos de obreros. Si esto lo consideran peligroso, me podéis llamar enemigo del Pueblo y de la República.
 
Sin querer, yo había perdido el miedo. Les hablaba de tú a tú. Había rezado y me había encomendado a Don Bosco y a María Auxiliadora. Aquellos me miraban extrañados, yo creo que con simpatía. Ignoraban que no podía faltarme la ayuda del Espíritu Santo que dice, con autoridad infalible, “cuando seáis llevados a los Tribunales de los hombres, por mi causa y por mi nombre, no os preocupéis de lo que habéis de decir. Seré yo quien hable por vosotros”.
 
Y se iba cumpliendo, al pie de la letra, tan consoladora promesa. Pedí al Tribunal, ya dueño de mí mismo, que prescindieran de mi abogado de oficio, y me permitieran defenderme.
 
-Puedes hacerlo, concedió el presidente. Y hablé así:
-“Soy hijo de una humilde familia. Somos siete hermanos. Mi padre es labrador, de un pueblo de Castilla. Ojalá estuviera aquí, para que él hablara por mí. ¡Lo haría mejor que yo!
Nos educaron nuestros padres, en el trabajo y en la humildad. A costa de sudores, nos han dado estudios a algunos de sus hijos, quitándose, muchos días, el pan de su boca, para apagar el hambre y aliviar nuestra pobreza.
Huérfano desde los 14 años, mi padre tuvo que cuidar a su madre, enferma y de sus cinco hermanos, todos menores que él. Nos enseñó como a él sus padres, la religión y a creer en Dios. La ley de nuestra República permite y ampara toda clase de creencias. ¿Vais a ser vosotros más exigentes que la ley que habéis aprobado? ¿No decís que hay libertad? ¿Qué falta, qué pecado es ser hijo de pobre y haber pasado apuros y miserias?
 
Notaba yo perfectamente sereno, que los hombres de mi tribunal me escuchaban admirados, suspensos, casi, conmovidos. Jugaba con mi improvisada oratoria, como hace el gato con su pobre víctima. Que conste que no lo hacía con orgullosa jactancia, sino convencido de que otro hablaba por mí. Y no decía más que la pura verdad. Y la verdad era Dios. Y continué:
 
-Si es delito ser pobre, si consideráis que he hecho traición a vuestra causa, al pueblo al que pertenezco, y a la República a la que he servido, enseñando a los pobres, a los hijos de los obreros, aunque sea sacerdote, y salesiano, de lo que me enorgullezco, me podéis condenar…
 
Y así seguí perorando largo rato, mientras ellos, sin quitarme un ojo, conteniendo el aliento, como hipnotizados, por mis gestos y palabras, asentían en el fondo a las verdades de a puño que yo iba exponiendo, seguro, enfervorizado, yendo a más.
 

Tribunal popular durante la celebración de un proceso (Archivo General de la Administración, sección Cultura).
 
¿Cuánto tiempo estuve hablando? No lo sé, pero sé que me desahogué a gusto. Interiormente di gracias a Dios de haberle tenido tan próximo y tan presente.
 
Cambiaron entre ellos unas frases. Llamaron a los guardianes.
 
-Llevadle fuera, añadió el que hacía de presidente. El tribunal va a deliberar.
Salí custodiado a una antesala.
 
Después…
Al cuarto de hora escaso, sentado frente a mis jueces, escuché la sentencia:
 
En vista de las declaraciones del acusado, y toda vez que no se han podido probar delitos contra la ley ni la República, este Tribunal decreta su libertad provisional. Teniendo en cuenta que no es afecto a la causa del pueblo, queda a disposición de la Dirección de Seguridad”.
 
A fin de cuentas, de dos penas de muerte, me perdonaron una, dejándome la otra. Y me devolvieron a la celda. Gracias a Dios, la “comedia” había terminado felizmente. Me faltó tiempo para comunicarme, confidencialmente con mi hermano y compañero José Villalva. Con nadie más.
 
LA LIBERTAD
 
Llegó al fin, cuando menos la esperaba y cuando más la temía. Circulaban por la cárcel “bulos” nada confortantes. Se decía que los que salían libres, a hora avanzada de la tarde, eran esperados y llevados al frente o al matadero. Dentro de lo malo era preferible la cárcel a la calle.
 
Estaba pues, un día, lavando unos calcetines, bien ajeno a lo que esperaba y temía al mismo tiempo, cuando mi compañero y hermano vino, corriendo, alborozado.
 
-¡Que te llaman desde el rastrillo! ¡Que estás en libertad!
 
No lo creía de miedo o de emoción. Así era en efecto, como un energúmeno me llamaba un ordenanza. Los compañeros de celda me envidiaban o compadecían.
 
Me abrazaban, me daban direcciones y encargos para sus familiares. Recogí mis pocos bártulos. Me despedí con lágrimas de todos. Pasé por la Dirección. Reclamé mi documentación, el reloj, la estilográfica, y alguna cosa más. Todo había desaparecido. Por todo salvoconducto, un papel con un sello de la cárcel, mis credenciales y un título: en libertad. Procuré no enseñarlo a nadie, por si acaso.
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