1936. Memorias de un salesiano (9)
El pasado 5 de septiembre comenzaba la serie MEMORIAS DE UN SALESIANO. Diversos acontecimientos cortaron la serie un mes después. Hoy la retomamos. Recordamos que desde Uruguay el padre salesiano Eugenio Alonso Blanco, nos envió para su publicación un escrito de un primo suyo, que a su vez, también fue salesiano. Se trata de las memorias del salesiano Fortunato Saiz Asturias que nació en Ubierna (Burgos). Murió en la casa salesiana de Martí Codolar de Barcelona, el 15 de agosto de 1992; tras 65 años de profesión y 56 de sacerdocio.
Seguimos pues con la narración.
5. LAVIDA EN LA PRISIÓN: APOSTOLADO
LA CENA
Parecida a la comida, en su contenido y variedad, consistía siempre en un potaje. Ofrecía menos animación. Quien más, quien menos, añorábamos todos la falta de nuestra casa y de los nuestros. Solíamos cenar entre 8 y 9. Se paseaba algún tiempo porque a las diez se daba el “toque de queda y de silencio”.
El silencio sagrado y sobrecogedor de la cárcel. Quien no lo ha probado no sabe lo rico y provechoso que es para el alma. ¡Qué de cosas, qué cantidad de recuerdos, de emociones, de deseos, de ilusiones, de temores, de esperanzas suscitan en el alma del preso, la soledad, el apartamiento y la libertad perdida!
¡Qué tiempo tan propicio, la noche para la reflexión, la oración y las lágrimas! Qué bien se contempla la vida, con sus errores y sus fallos! ¡Cuántos sueños, cuántas pesadillas y sobresaltos interrumpen el incómodo descanso del pobre encarcelado! Luego qué despertar tan amargo.
Y así una noche y dos… y ciento.
La vida en la cárcel continuaba igual. Todos los días dábamos rendidas gracias a Dios por habernos conservado la vida y darnos a ver el sol, aunque fuera entre rejas. Cuántos morían en el frente, en los hospitales o fusilados, mientras nosotros, débiles, enfermos, derrotados por los nervios, seguíamos viviendo, por la bondad de Dios.
LABOR DE APOSTOLADO
Al recoger y recordar en estos breves apuntes, las incidencias vividas en nuestra Guerra Civil, me convenzo más de que todos los avatares que me tocó correr, están admirablemente, mejor, divinamente preparados y dispuestos por la sabia Providencia. Lo probaré con los hechos aquí expuestos.
Me presenté o mejor dicho nos presentamos al jefe de nuestra sala como salesianos. Yo aduje además mi condición de sacerdote. Como tales fuimos recibidos, con cierta reserva, toda vez que en nuestra celda, había rojos de los que se desconfiaba como espías peligrosos.
Me presentó don Eladio a otro sacerdote, muy joven y párroco de un pueblecillo, Zarzalejo, cercano al Escorial. Le había detenido el Alcalde por “tocar las campanas”.
De común acuerdo y, en contacto con otros presos, sacerdotes, trazamos un plan de apostolado. Se hizo saber con la debida prudencia a los reclusos, “estamos a su disposición”. Dado el peligro de muerte en que nos hallábamos, por los bombardeos nocturnos de los nacionales, por las “sacas” y por las “denuncias” de los soplones, había que estar preparados.
Pronto comenzó a funcionar nuestro ministerio. La gente de nuestra galería se confesaba, en la intimidad de nuestra celda o paseando, mientras simulábamos, confesor y penitente, que charlábamos amistosamente o nos contábamos nuestras cosas. Así pudimos por gracia de Dios, llevar la paz a muchas almas. Este ejercicio no se interrumpió ya, hasta el fin de la guerra. Nos consta que lo mismo se hacía en las restantes cárceles.
Animados por el resultado, nos decidimos a administrar también la comunión, que a muchos les sirvió de Viático.
DIOS ENTRA EN LA PRISIÓN
En realidad ya había entrado con su Gracia, pero ahora quería hacerlo con su Cuerpo y Sangre, con su Alma y Divinidad. Quería venir a nuestras celdas, como amigo como compañero, como fuerza y alimento. Estaba permitido a los familiares visitar a los presos y llevarles alimentos, ropa y medicinas. Todo lo que entraba era minuciosamente examinado, para evitar se introdujeran armas, objetos cortantes y cualquier artículo peligroso.
Un súbdito cubano nos proporcionó las Sagradas Formas, finísimas y muy pequeñas, colocadas hábilmente dentro de unas bolsas minúsculas, el doblez de una toalla. Así escondido, Dios pasó desapercibido de guardianes y recaderos; así tomó posesión como Rey y Señor de nuestra casa y se dignó habitar en nuestro pecho humano y sacerdotal, convertido en Sagrario viviente. Así pudimos confortar a muchos “valientes” que fueron serenos y confiados al martirio. Así muchos que sabían que éramos portadores de Cristo, al pasar entre nosotros hacían con recato, reverencia de adoración.
LA COMUNIÓN DE NOCHE
Solíamos administrar la comunión tres sacerdotes. Nos repartimos las celdas. En las altas horas de la noche o en las primeras de la madrugada, en la semioscuridad de las celdas, mientras llena de odios dormía la ciudad, o se entregaban al vicio, con un fondo musical de los cañones lejanos, Él iba a buscar los pechos generosos, que le aguardaban impacientes de amor, y de confianza.
Y nosotros, más indignos que ellos, después de comulgarnos, llevábamos el Pan de Vida a las almas hambrientas. Imposible traducir la emoción, la satisfacción, el gozo desbordante y la casi transfiguración de aquellos momentos que nos hacían llevaderas, dulces y hasta deseables las muchas incomodidades de la cárcel. ¿Qué diría el cielo, al contemplar la escena? Mas qué digo: el Cielo mismo se daba cita, todas las noches junto a nuestra pobreza, junto a nuestra miseria, junto a nuestra necesidad.
COMUNICACIONES Y VISITAS
Acuciados por las Embajadas, los rojos suavizaron un tanto su trato para con los presos. Permitieron comunicarse a estos y sus familiares. Yo solo recibí una visita, en la que mi tío Enrique Saiz me daba noticias suyas y de otros hermanos. Fueron las últimas.
Cuando salí de la cárcel, a finales de enero, mi tío había caído asesinado y mártir en una calle de Madrid, la de Méndez Álvaro junto al Ministerio de Fomento.
Nota curiosa. Su cuerpo apareció amortajado con la bandera española. ¿Fue una broma? ¿Fue insulto o sarcasmo a su venerable figura? Creo más bien, que fue un último homenaje a su gran patriotismo. Era el 23 de octubre del año 1936.
El santo hermano y coadjutor, don Juan Codera Marqués, vino a visitarnos trayéndonos algunas cosas de aseo, pero sobre todo consuelos y esperanzas. Como visitaba las cárceles con frecuencia, amparándose confiadamente en su deformidad física, pues era cheposo, y como él decía con gracia baturra, “por delante y por detrás” y “marqués a la derecha y al revés”, infundió sospechas y fue detenido y fusilado. Dios le habrá pagado con creces su caridad.
LOS REGISTROS
Una de nuestras pesadillas era la de los registros, que por sorpresa, nos hacían los “milicianos”, en cuyas manos estaba nuestra vida después de la de Dios. Siempre iban acompañados de sustos y de molestias. Eran además visitas intempestivas. Ya hemos dicho que más que los Oficiales de Prisiones, eran dueños absolutos de la cárcel.
Al frente de estos tipos desarreglados, blasfemos y en continuo estado de embriaguez, estaba el ya citado “papá pistolas”. Era intemperante, bravucón, de mal genio y peor encarado. Llevaba siempre un pistolón y una cincha, más que cinturón, repleta de balas. Le acompañaban siempre dos forajidos armados de fusil. Y una noche, acabada la cena, mientras paseábamos ajenos a lo que nos esperaba y relativamente tranquilos, apareció “papá pistolas”, hecho un energúmeno, acompañado de sus dos esbirros.
-¡Atención!- gritó con vos temblona y aguardentosa, empuñando el pistolón. Se tambaleaba inseguro y borracho.
-Si hay alguno entre vosotros que sea falangista, que dé un paso adelante.
Nos arremolinamos, expectantes, conteniendo la respiración. Intuyendo el peligro, nuestro pequeño pero enérgico Oficial se colocó tras el desafiante miliciano, dispuesto a actuar. Y… tranquilo y midiendo sus pasos, se adelantó un joven. Estupefactos contemplamos la escena. El atrevido siguió avanzando, llegase muy seguro hasta “papá pistolas” y golpeándole, suavemente la espalda:
-Hola, compañero, le dijo.
Nada más. Enfurecido y ebrio, como estaba, el matón hizo ademán de disparar. Instintivamente nos apartamos. Pero allí estaba nuestro Oficial. Se abalanzó sobre él, le sujetó ambas manos a la espalda y le arrebató la pistola. Después con vos enérgica, ordenó a los milicianos:
-Llévenselo. Está como una cuba.
Respiramos. Íbamos a aplaudir su gesto, cuando con el mismo imperio gritó:
-Retírense a sus celdas. ¡Hasta mañana! ¡Buenas noches!
En mi interior di gracias a Dios, y también a aquel hombre que, con su sereno valor, había ahorrado una vida o quizás más.
UN TIRO, UNA VIDA QUE SE VA
Las ventanas de las celdas se asomaban a un patio central. En él solían “correrse” sus juergas los milicianos de la guardia, acompañados de mujerzuelas. Nos tenían prohibido asomarnos, para que no viéramos sus torpes movimientos.
Y un día un joven, inquilino de la celda vecina, vino como solía, a alternar con nosotros. En un descuido se asomó a una de las ventanas. Junto al joven dos o tres compañeros. Sonó un disparo. Volvimos la vista. El joven se desplomó en brazos de sus amigos. No dijo más que estas palabras: -¡Ay, Dios mío! Y murió en el acto. Me acerqué. Le di la absolución. Otra vida menos en plena juventud.
Subió “papá pistolas”, con otros guardianes. Nos riñó y amenazó como un padre hubiera hecho con un hijo rebelde; tomó nuestros nombres, por cierto en las hojas blancas de un misal, mandó a dos de los nuestros que bajaran el cadáver y…no hubo más. Como si se hubiera matado una alimaña. ¡Tanto les daba!
OTRO REGISTRO: EL ROSARIO
Menudeaban los registros. Temían, no sin razón, que los reclusos se sublevasen. Nuestra cárcel iba engrosándose, con continuas aportaciones. Se decía ya, a finales de octubre, que contaba ya con una población de más de seis mil hombres. Una revuelta hubiera sido terrible. De ahí que a nuestros guardianes, todo se les “antojaba” duendes y fantasmas. Contribuían a ello del descontento de la retaguardia, los avances de los Nacionales y la psicosis propia de una guerra larga y dura.
En uno de los muchos registros, sucedió un hecho que retrata la valentía y el carácter de nuestro hombre.
Estábamos formados de uno en uno, en la larga galería. Los milicianos y los Oficiales registraban los locales y los “petates” a la búsqueda de cualquier objeto delictivo. Y al fin apareció.
Y surgió:
-A ver, ¿de quién es esto?¿Quién es el atrevido que…
No había terminado aún la frase, cuando un hombre se separó de la fila, avanzando sereno, casi imponente, desafiando las miradas y la ira contenida de los Guardias:
-“Es mío -dijo. Vale más que mi vida. ¡Devolvédmelo!
Se secó la risa de los milicianos. Contemplamos todos orgullosos la escena de aquel valiente y quisimos ser como él. El gesto de caballero amansó a aquellas fieras. “Papá pistolas”, cosa increíble, se adelantó a nuestro héroe y entregándole la preciosa corona:
-Toma. Eres un hombre - le dijo. Nadie te lo quitará.
¿Saben quién era aquel caballero? El dos veces Laureado, el que desafió cien veces a la muerte y acabó venciéndola: don Eladio López de Haro.
De él hemos hablado ya, y de él diremos, como colofón, que acabó gloriosamente su vida, dándola por Cristo en el martirio. Como tantas veces antes la había ofrecido y expuesto por la Patria.
Pasó también octubre con sobresaltos y sustos, con las lentejas con carne, el arroz con grasa de caballo y el pan cada día más duro y más escaso. Y llegó noviembre, el mes de la tragedia.
Para entenderla mejor habrá que subrayar los siguientes extremos:
1º.El descontento de Madrid, cercado por las Fuerzas Nacionales.
2º.La escasez, agobiante, de los más elementales medios de vida.
3º.Los fracasos ruidosos del mal organizado ejército rojo.
4º.El desprestigio del Gobierno, mediatizado por los rusos.
5º.La anarquía de los “frentes” y la impunidad de la masa “canalla”, que buscaba la revancha de sus más bajas y torpes apetencias.
Los dirigentes del Pueblo, impotentes para dominar a la “chusma” e incapaces de organizarse, determinaron aplicar la ley del Talión: “ojo por ojo y diente por diente”. Fomentaron el apetito de venganza de las masas, excitándolas al saqueo, al pillaje, y a la matanza de los presos: trágica compensación de sus fracasos militares, con el asesinato masivo de miles de españoles que no tenían otros crímenes que el de no sentir como ellos y haber quedado, contra su voluntad, en el bando contrario.
Pero los culpables y dirigentes del criminal atentado, se solaparon y escondieron en las sombras del anonimato. Eso sí, cuando vieron la causa perdida, supieron poner a tiempo, tierra por medio, llevándose el oro y los millones.
Seguimos pues con la narración.
5. LAVIDA EN LA PRISIÓN: APOSTOLADO
LA CENA
Parecida a la comida, en su contenido y variedad, consistía siempre en un potaje. Ofrecía menos animación. Quien más, quien menos, añorábamos todos la falta de nuestra casa y de los nuestros. Solíamos cenar entre 8 y 9. Se paseaba algún tiempo porque a las diez se daba el “toque de queda y de silencio”.
El silencio sagrado y sobrecogedor de la cárcel. Quien no lo ha probado no sabe lo rico y provechoso que es para el alma. ¡Qué de cosas, qué cantidad de recuerdos, de emociones, de deseos, de ilusiones, de temores, de esperanzas suscitan en el alma del preso, la soledad, el apartamiento y la libertad perdida!
¡Qué tiempo tan propicio, la noche para la reflexión, la oración y las lágrimas! Qué bien se contempla la vida, con sus errores y sus fallos! ¡Cuántos sueños, cuántas pesadillas y sobresaltos interrumpen el incómodo descanso del pobre encarcelado! Luego qué despertar tan amargo.
Y así una noche y dos… y ciento.
La vida en la cárcel continuaba igual. Todos los días dábamos rendidas gracias a Dios por habernos conservado la vida y darnos a ver el sol, aunque fuera entre rejas. Cuántos morían en el frente, en los hospitales o fusilados, mientras nosotros, débiles, enfermos, derrotados por los nervios, seguíamos viviendo, por la bondad de Dios.
LABOR DE APOSTOLADO
Al recoger y recordar en estos breves apuntes, las incidencias vividas en nuestra Guerra Civil, me convenzo más de que todos los avatares que me tocó correr, están admirablemente, mejor, divinamente preparados y dispuestos por la sabia Providencia. Lo probaré con los hechos aquí expuestos.
Me presenté o mejor dicho nos presentamos al jefe de nuestra sala como salesianos. Yo aduje además mi condición de sacerdote. Como tales fuimos recibidos, con cierta reserva, toda vez que en nuestra celda, había rojos de los que se desconfiaba como espías peligrosos.
Me presentó don Eladio a otro sacerdote, muy joven y párroco de un pueblecillo, Zarzalejo, cercano al Escorial. Le había detenido el Alcalde por “tocar las campanas”.
De común acuerdo y, en contacto con otros presos, sacerdotes, trazamos un plan de apostolado. Se hizo saber con la debida prudencia a los reclusos, “estamos a su disposición”. Dado el peligro de muerte en que nos hallábamos, por los bombardeos nocturnos de los nacionales, por las “sacas” y por las “denuncias” de los soplones, había que estar preparados.
Pronto comenzó a funcionar nuestro ministerio. La gente de nuestra galería se confesaba, en la intimidad de nuestra celda o paseando, mientras simulábamos, confesor y penitente, que charlábamos amistosamente o nos contábamos nuestras cosas. Así pudimos por gracia de Dios, llevar la paz a muchas almas. Este ejercicio no se interrumpió ya, hasta el fin de la guerra. Nos consta que lo mismo se hacía en las restantes cárceles.
Animados por el resultado, nos decidimos a administrar también la comunión, que a muchos les sirvió de Viático.
DIOS ENTRA EN LA PRISIÓN
En realidad ya había entrado con su Gracia, pero ahora quería hacerlo con su Cuerpo y Sangre, con su Alma y Divinidad. Quería venir a nuestras celdas, como amigo como compañero, como fuerza y alimento. Estaba permitido a los familiares visitar a los presos y llevarles alimentos, ropa y medicinas. Todo lo que entraba era minuciosamente examinado, para evitar se introdujeran armas, objetos cortantes y cualquier artículo peligroso.
Un súbdito cubano nos proporcionó las Sagradas Formas, finísimas y muy pequeñas, colocadas hábilmente dentro de unas bolsas minúsculas, el doblez de una toalla. Así escondido, Dios pasó desapercibido de guardianes y recaderos; así tomó posesión como Rey y Señor de nuestra casa y se dignó habitar en nuestro pecho humano y sacerdotal, convertido en Sagrario viviente. Así pudimos confortar a muchos “valientes” que fueron serenos y confiados al martirio. Así muchos que sabían que éramos portadores de Cristo, al pasar entre nosotros hacían con recato, reverencia de adoración.
LA COMUNIÓN DE NOCHE
Solíamos administrar la comunión tres sacerdotes. Nos repartimos las celdas. En las altas horas de la noche o en las primeras de la madrugada, en la semioscuridad de las celdas, mientras llena de odios dormía la ciudad, o se entregaban al vicio, con un fondo musical de los cañones lejanos, Él iba a buscar los pechos generosos, que le aguardaban impacientes de amor, y de confianza.
Y nosotros, más indignos que ellos, después de comulgarnos, llevábamos el Pan de Vida a las almas hambrientas. Imposible traducir la emoción, la satisfacción, el gozo desbordante y la casi transfiguración de aquellos momentos que nos hacían llevaderas, dulces y hasta deseables las muchas incomodidades de la cárcel. ¿Qué diría el cielo, al contemplar la escena? Mas qué digo: el Cielo mismo se daba cita, todas las noches junto a nuestra pobreza, junto a nuestra miseria, junto a nuestra necesidad.
COMUNICACIONES Y VISITAS
Acuciados por las Embajadas, los rojos suavizaron un tanto su trato para con los presos. Permitieron comunicarse a estos y sus familiares. Yo solo recibí una visita, en la que mi tío Enrique Saiz me daba noticias suyas y de otros hermanos. Fueron las últimas.
Cuando salí de la cárcel, a finales de enero, mi tío había caído asesinado y mártir en una calle de Madrid, la de Méndez Álvaro junto al Ministerio de Fomento.
Nota curiosa. Su cuerpo apareció amortajado con la bandera española. ¿Fue una broma? ¿Fue insulto o sarcasmo a su venerable figura? Creo más bien, que fue un último homenaje a su gran patriotismo. Era el 23 de octubre del año 1936.
El santo hermano y coadjutor, don Juan Codera Marqués, vino a visitarnos trayéndonos algunas cosas de aseo, pero sobre todo consuelos y esperanzas. Como visitaba las cárceles con frecuencia, amparándose confiadamente en su deformidad física, pues era cheposo, y como él decía con gracia baturra, “por delante y por detrás” y “marqués a la derecha y al revés”, infundió sospechas y fue detenido y fusilado. Dios le habrá pagado con creces su caridad.
LOS REGISTROS
Una de nuestras pesadillas era la de los registros, que por sorpresa, nos hacían los “milicianos”, en cuyas manos estaba nuestra vida después de la de Dios. Siempre iban acompañados de sustos y de molestias. Eran además visitas intempestivas. Ya hemos dicho que más que los Oficiales de Prisiones, eran dueños absolutos de la cárcel.
Al frente de estos tipos desarreglados, blasfemos y en continuo estado de embriaguez, estaba el ya citado “papá pistolas”. Era intemperante, bravucón, de mal genio y peor encarado. Llevaba siempre un pistolón y una cincha, más que cinturón, repleta de balas. Le acompañaban siempre dos forajidos armados de fusil. Y una noche, acabada la cena, mientras paseábamos ajenos a lo que nos esperaba y relativamente tranquilos, apareció “papá pistolas”, hecho un energúmeno, acompañado de sus dos esbirros.
-¡Atención!- gritó con vos temblona y aguardentosa, empuñando el pistolón. Se tambaleaba inseguro y borracho.
-Si hay alguno entre vosotros que sea falangista, que dé un paso adelante.
Nos arremolinamos, expectantes, conteniendo la respiración. Intuyendo el peligro, nuestro pequeño pero enérgico Oficial se colocó tras el desafiante miliciano, dispuesto a actuar. Y… tranquilo y midiendo sus pasos, se adelantó un joven. Estupefactos contemplamos la escena. El atrevido siguió avanzando, llegase muy seguro hasta “papá pistolas” y golpeándole, suavemente la espalda:
-Hola, compañero, le dijo.
Nada más. Enfurecido y ebrio, como estaba, el matón hizo ademán de disparar. Instintivamente nos apartamos. Pero allí estaba nuestro Oficial. Se abalanzó sobre él, le sujetó ambas manos a la espalda y le arrebató la pistola. Después con vos enérgica, ordenó a los milicianos:
-Llévenselo. Está como una cuba.
Respiramos. Íbamos a aplaudir su gesto, cuando con el mismo imperio gritó:
-Retírense a sus celdas. ¡Hasta mañana! ¡Buenas noches!
En mi interior di gracias a Dios, y también a aquel hombre que, con su sereno valor, había ahorrado una vida o quizás más.
UN TIRO, UNA VIDA QUE SE VA
Las ventanas de las celdas se asomaban a un patio central. En él solían “correrse” sus juergas los milicianos de la guardia, acompañados de mujerzuelas. Nos tenían prohibido asomarnos, para que no viéramos sus torpes movimientos.
Y un día un joven, inquilino de la celda vecina, vino como solía, a alternar con nosotros. En un descuido se asomó a una de las ventanas. Junto al joven dos o tres compañeros. Sonó un disparo. Volvimos la vista. El joven se desplomó en brazos de sus amigos. No dijo más que estas palabras: -¡Ay, Dios mío! Y murió en el acto. Me acerqué. Le di la absolución. Otra vida menos en plena juventud.
Subió “papá pistolas”, con otros guardianes. Nos riñó y amenazó como un padre hubiera hecho con un hijo rebelde; tomó nuestros nombres, por cierto en las hojas blancas de un misal, mandó a dos de los nuestros que bajaran el cadáver y…no hubo más. Como si se hubiera matado una alimaña. ¡Tanto les daba!
OTRO REGISTRO: EL ROSARIO
Menudeaban los registros. Temían, no sin razón, que los reclusos se sublevasen. Nuestra cárcel iba engrosándose, con continuas aportaciones. Se decía ya, a finales de octubre, que contaba ya con una población de más de seis mil hombres. Una revuelta hubiera sido terrible. De ahí que a nuestros guardianes, todo se les “antojaba” duendes y fantasmas. Contribuían a ello del descontento de la retaguardia, los avances de los Nacionales y la psicosis propia de una guerra larga y dura.
En uno de los muchos registros, sucedió un hecho que retrata la valentía y el carácter de nuestro hombre.
Estábamos formados de uno en uno, en la larga galería. Los milicianos y los Oficiales registraban los locales y los “petates” a la búsqueda de cualquier objeto delictivo. Y al fin apareció.
Y surgió:
-A ver, ¿de quién es esto?¿Quién es el atrevido que…
No había terminado aún la frase, cuando un hombre se separó de la fila, avanzando sereno, casi imponente, desafiando las miradas y la ira contenida de los Guardias:
-“Es mío -dijo. Vale más que mi vida. ¡Devolvédmelo!
Se secó la risa de los milicianos. Contemplamos todos orgullosos la escena de aquel valiente y quisimos ser como él. El gesto de caballero amansó a aquellas fieras. “Papá pistolas”, cosa increíble, se adelantó a nuestro héroe y entregándole la preciosa corona:
-Toma. Eres un hombre - le dijo. Nadie te lo quitará.
¿Saben quién era aquel caballero? El dos veces Laureado, el que desafió cien veces a la muerte y acabó venciéndola: don Eladio López de Haro.
De él hemos hablado ya, y de él diremos, como colofón, que acabó gloriosamente su vida, dándola por Cristo en el martirio. Como tantas veces antes la había ofrecido y expuesto por la Patria.
Pasó también octubre con sobresaltos y sustos, con las lentejas con carne, el arroz con grasa de caballo y el pan cada día más duro y más escaso. Y llegó noviembre, el mes de la tragedia.
Para entenderla mejor habrá que subrayar los siguientes extremos:
1º.El descontento de Madrid, cercado por las Fuerzas Nacionales.
2º.La escasez, agobiante, de los más elementales medios de vida.
3º.Los fracasos ruidosos del mal organizado ejército rojo.
4º.El desprestigio del Gobierno, mediatizado por los rusos.
5º.La anarquía de los “frentes” y la impunidad de la masa “canalla”, que buscaba la revancha de sus más bajas y torpes apetencias.
Los dirigentes del Pueblo, impotentes para dominar a la “chusma” e incapaces de organizarse, determinaron aplicar la ley del Talión: “ojo por ojo y diente por diente”. Fomentaron el apetito de venganza de las masas, excitándolas al saqueo, al pillaje, y a la matanza de los presos: trágica compensación de sus fracasos militares, con el asesinato masivo de miles de españoles que no tenían otros crímenes que el de no sentir como ellos y haber quedado, contra su voluntad, en el bando contrario.
Pero los culpables y dirigentes del criminal atentado, se solaparon y escondieron en las sombras del anonimato. Eso sí, cuando vieron la causa perdida, supieron poner a tiempo, tierra por medio, llevándose el oro y los millones.
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