1936. Memorias de un salesiano (8)
UNA MANTA QUE VALE UN TESORO. Los primeros recursos (en la CHECA DE PORLIER DE MADRID)
Mi compañero y hermano de religión, José Villalva, tenía familiares en Madrid. Logró comunicarse con ellos, pues nos dejaban escribir. Así se pudo hacer con una manta, unas toallas y otros objetos de aseo. Buena falta nos hacían.
La manta nos vino de perlas, pues empezaba a sentirse el frío, sobre todo en la madrugada. Con ella nos arropábamos los dos, y aún nos la disputábamos, buscando el abrigo y el calor. Los otros artículos de limpieza eran imprescindibles, teniendo en cuenta la promiscuidad de tantos hombres, no todos aseados y limpios. Prohibidos en absoluto los instrumentos cortantes, como navajas, tijeras y máquinas de afeitar, nos dejamos la barba.
Pocos eran los que se dejaban afeitar por el barbero de la calle, por miedo a contagiarse. Eso sí, el afeitador cobraba buenas pesetas, que entonces eran buena plata.
Nos lavábamos así mismo, la ropa interior y cuidábamos de nuestro plato y cuchara de aluminio. Como el agua escaseaba, hubo que racionarla, lo que nos obligaba a levantarnos de nuestro “cómodo lecho”, para asearnos, lavar nuestras prendas y atender otras necesidades. Pronto, debido a la falta de limpieza, se extendió por toda la cárcel una plaga de piojos y pulgas, imposible de descartar. Acabamos por no hacer caso de ellos.
EL HORARIO
Tenía que ser monótono, rutinario y simple. Nos levantábamos a las 8 de la mañana. En cada piso o galería un oficial de Prisiones gobernaba nuestra vida comunitaria. El nuestro era un hombre pequeño, de carácter autoritario y antipático de fachada, pero bueno en el fondo, muy cuidadoso de la disciplina, de la limpieza y el orden.
A pesar de su aparente aspereza, todos le queríamos y le respetábamos. A lo largo de los seis meses de prisión, demostró serenidad, autoridad y valor, evitando en varias ocasiones, incidentes que pudieron ser trágicos, para él y para nosotros. Ocasión tendré de demostrarlo.
Vaya por anticipado, que nuestro oficial, cuya familia había sido eliminada en parte por los rojos, así como la mayor parte de sus compañeros, eran hombres de orden, es decir de “derechas”, lo que nos inspiraba gran confianza. Por encima de los oficiales de Prisión, había un grupo de milicianos, siempre armados, que nos registraban continuamente y nos trataban sin miramientos. Se hizo famoso en nuestra cárcel, como jefe de este grupo de “verdugos” el llamado “papá pistolas”, como le bautizaron los presos. De este individuo se hablará más adelante.
A las 9 se desayunaba, la gente, si se podía llamar así a aquella bazofia de caldo o aguachirle, invariablemente hecho de unas escuálidas sopas, o mejor soponcios de pan y ajo con grasa de caballo.
Sobre saber mal, llegar frío en grandes perolas, que los mismos presos subían de los sótanos, donde estaba la cocina, dejaba aquel calducho en el plato una capa grasienta, que costaba quitar y dejaba un olor nauseabundo. Se nos daba un chusco, tipo cuartel, de unos cuatrocientos gramos, que debía servirnos para las tres comidas del día. Si alguien hambriento daba cuenta de él, en la primera, se quedaba a dos velas en las restantes.
Al principio el pan era tolerable. Más tarde, por el obligado racionamiento, nuestro “pan” era una mezcla de maíz y de harinas diversas, excepto la de trigo. Se volvía duro como el cemento e incomestible. Podría servir de arma ofensiva. Solo recién hecho era tolerable.
Después del desayuno, el tiempo transcurría lento, en los interminables paseos por el largo corredor; en el intercambio de impresiones y de noticias clandestinas sobre la marcha de la guerra; en irnos conociendo, e intimando; en comunicarnos nuestros temores y esperanzas.
Poco a poco los de nuestro grupo se fueron colocando en las celdas, a medida que iban saliendo libres sus inquilinos. Pero para entrar en ellas, se necesitaba recomendación. Nosotros seguimos en las galerías unos días más. Al fin, por la intercesión de uno de los nuestros, lo logramos.
Entrar en una celda tenía sus ventajas: era como formar parte de una pequeña comunidad, más íntima y familiar, donde todos nos conocíamos. Era estar más recogidos y abrigados del frío y se hacía notar. Era tener un colchón o petate de paja, una almohada y mantas, aunque estaban llenas de miseria. Era como apartados de la “masa informe” de tantos pobres y desconocidos compañeros, entre los que se escondían los temidos “soplones” o “copias”, de los que había que guardarse. Era en fin como vivir en un palacio. ¡Con qué poco nos contentábamos!
En nuestra celda “palacio” éramos unos treinta. No cabíamos más. Los Oficiales de Prisión dejaban que cada celda se gobernase por su cuenta. En todas ellas había un jefe o responsable, elegido por los mismos presos. Él respondía del orden y todos acataban sus disposiciones. El nuestro se llamaba Eladio López de Haro. Era teniente Coronel, dos veces Laureado por hechos de armas en África. Las cicatrices que cruzaban su rostro, eran como otras tantas condecoraciones gloriosas.
Hombre valiente, íntegro, profundamente religioso, nos cautivó desde el primer momento, por su bondad, más que fraterna, paternal.
Era un preso más, pero lo consideramos y tratamos, todos los compañeros de la celda, como un padre. Jamás lo olvidaré.
Un día en Noviembre, lo llevaron a fusilar, consiguiendo con su sacrificio la mejor Laureada, la del Martirio. ¡Qué ejemplos tan soberanos de virtud, de valentía, de humanidad, de fe y de confianza nos dio aquel hombre! Aún me parece verlo, sentado en su petate, presidiendo la sala, llenándola de su autoridad y de su presencia, con el Rosario siempre en la mano. ¿Cuántas veces lo rezaría? Más adelante sería protagonista de un hecho que conmocionó a toda la galería e impresionó a nuestros mismos verdugos. Lo expondré en su momento.
La comida. Entre la una y dos de la tarde tenía lugar el gran banquete. Presos, casi siempre voluntarios, pues tenían la oportunidad de arramblar algo, subían en grandes cacerolas el apetitoso potaje, no muy variado, pero sí suficiente en los primeros meses. Después fue mermando.
Consistía, alternadamente, en patatas con arroz, judías con tocino rancio, o lentejas con “carne”. Se aseguraba que nos daban lentejas inglesas, que eran pienso de caballos. La “carne”, ya se entiende: era la de los bichos o gusanos que contenían. Pero como había hambre no se les hacía asco. Había muchos que se reenganchaban. Y aún hubo quien acudió a vender su comida, como el personaje bíblico, sus derechos de primogenitura.
La tarde a medida que avanzaba, se hacía penosa y triste. Nos distraía la luz, la charla, el paseo obligado, los rumores y los “bulos” que circulaban insistentemente, agrandados muchas veces por la esperanza o el temor; por la impaciencia y la monotonía de la vida diaria, por el deseo innato e irresistible de la libertad.
Pero al llegar la tarde, con las primeras sombras de la noche, sentíamos la angustia de retirarnos, en busca de la paz, y una seguridad más buscada que cierta. Llegaba la hora de la nostalgia, de los recuerdos, de soñar y pensar en los “nuestros”, de llorar y de rezar.
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