Sábado, 23 de noviembre de 2024

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1936. Memorias de un salesiano (5)

por Victor in vínculis

LA DETENCIÓN
 
Solía yo relacionarme y visitar, con miedo y prudencia, a otros salesianos, para desahogarme, cambiar impresiones y…confesarme. Así pude enterarme de la muerte de algunos de nuestros mártires, cuya suerte envidiaba y temía a la vez.
 
Y una tarde, la del 6 de septiembre, llegó la hora de la prueba. Sucedió así. En compañía de otro salesiano, don José Villalva, estudiante de Teología, decidí salir a la calle. Si era peligroso permanecer en casa por las inesperadas y siempre molestas visitas de la policía, lo era también pasear por las calles madrileñas. Decidimos mi amigo y yo ir al cine. Proyectaban Morena Clara en el Capitol de la Gran Vía, un tanto folklórica, pero que gozaba del fervor popular.
 
Dios tenía otros planes y otra película dispuesta para nosotros, cuando pensábamos pasar tranquilos la tarde.
 
Para hacer tiempo, eran las cuatro y media y la proyección empezaba sobre las cinco y media, salimos de paseo, por huir del peligro y caímos en él.
 
DETENCIÓN Y MARTIRIO FRUSTRADO
 
Bajábamos bajo la caricia de un sol septembrino, por la Plaza de las Salesas Reales. En dirección contraria hacia nosotros venían dos jóvenes a los que al punto reconocí. Para disimular y dejarlos pasar, fingimos curiosear en un escaparate. Pasaron a nuestro nivel y lo rebasaron. Pero mi curiosidad y el destino hicieron que, al volverme a mirarlos, ellos hicieron lo mismo y nos reconocieron.
 
Volvieron sobre sus pasos, mientras nosotros, asustados, iniciamos la fuga, a marcha acelerada. Tomamos la primera calle, en el instintivo afán de escondernos y zafarnos de ellos. Por suerte o desgracia y culpa del Ayuntamiento, la calle estaba levantada. Apenas un leve pasadizo permitía el paso de una persona.
 
Para colmo, delante de nosotros, caminaba torpemente un viejecito con su bastón. Por miedo o compasión del anciano, frenamos. Nuestros perseguidores nos dieron alcance. Una patrulla de milicianos nos dio el alto, a las voces e instancias de nuestros amigos. Total detenidos. Nos metieron en un portal, nos cachearon, nos reconocieron como salesianos, como curas y como enemigos del pueblo.
 
Curioso el caso: de los dos jóvenes, uno se llamaba, no sé si vive, Antonio Bueno, hijo del sacristán de Carabanchel Alto, y antiguo alumno de nuestras clases elementales. El otro no era conocido, ambos llevaban pistola. Habían venido del frente de la sierra con permiso. Su misión era la de buscar a los salesianos escondidos y llevarlos al frente, a la cárcel o, en el peor de los casos, darles lo que entonces se llamaba, por burla y sarcasmo, “dar el paseo”.
 
Como salido del suelo, apareció un hombrecillo, tocado de viruela, dijo ser “policía del pueblo” y enseñó una placa. Se hizo cargo de todo.
 
Determinaron pues, los cinco: el policía, los jóvenes y los milicianos llevarnos a tomar el aire, “dándonos el temido paseo”.
 
Escogieron como paisaje y lugar de los más amenos, el cementerio del Este. Querían, naturalmente, ahorrarnos las molestias y gastos del entierro.
 
Bien acordonados y arropados, en una tarde dorada, en la luz pálida del suave atardecer, íbamos custodiados por nuestros esbirros, camino de la muerte. Sin querer, me acordé de Jesús, conducido al calvario y recé, más que con los labios, con el corazón y las lágrimas, quemantes y abrasadoras, como las del Redentor, en el Huerto.
 
Comenzó entonces para nosotros la terrible agonía. Nadie que no haya sufrido estos terribles momentos, es capaz de describirlos. Largos, interminables, eternos, infinitos me parecieron aquellos pocos minutos y los escasos metros que nos separaban de la muerte.
 
Todas las penas, las tristezas, las amarguras, el miedo, el horror instintivo, el espanto y un vacío enorme llenaron hasta rebosar el cáliz de mi pasión. No acertaba a rezar. Nos metieron a empellones, en un coche descapotable, amarillo y negro, abandonado en la Puerta del Sol, abarrotada de miles de personas.
 

 
Derrumbados de alma y cuerpo, materialmente aplastados por nuestros verdugos, llorábamos con abundoso llanto, que nos ahogaba y asfixiaba. Ellos, entre tanto, reían con burlas sarcásticas, con gozo satánico, profiriendo palabras soeces y blasfemias.
 
Por el claxon llamaron al chofer, que apareció saliendo de un bar, medio borracho. El coche se puso en marcha. Comenzaba la tragedia. Pero, ¡qué cierto es que  Dios no abandona  a los que en  Él confían! Y se hizo el milagro. El coche había dado la vuelta a la plaza y corría, temeroso de perder la presa.
 
Junto a nosotros estaban los cinco hombres, pero entre ellos y nosotros estaba Dios, que no podía faltar. Recuerdo que empecé a rezar, con un fervor nuevo y desconocido a María Auxiliadora y a Don Bosco.
 
En mi interior les decía, mientras me sorbía las lágrimas: “Vosotros habéis inspirado mi vocación, desde niño, me habéis conducido al Sacerdocio, y ahora me pedís de parte del Buen Dios, mi creador,  mi dueño y Señor, mi sacerdocio eterno, el sacrificio de mi vida y la de este hermano. Pues bien, sea cumplida la Voluntad Divina.  Ayudadnos, sostenednos y acompañadnos”.
 
A mi lado, mientras desahogaba mi corazón, mi compañero se hundía, se desfondaba, se deshacía en lágrimas. Seguía corriendo el coche, entre la algazara de nuestros esbirros, disimulada por el ruido de la circulación y las lágrimas abundantes, silenciosas e irrestañables de los dos condenados.  Y entonces experimenté un fenómeno extraño. Dicen los médicos que les sucede a todos los moribundos:
Como en cinta mágica, vi, en unos instantes toda mi vida, aun joven, de veinticinco años. Delante de mi imaginación y mi memoria pasaron, con singular relieve, los más destacados episodios de mi infancia: mi Primera Comunión, mis travesuras, mis juegos, mis compañeros. Pasó, igualmente mi juventud, los estudios, los maestros, y mis pequeños éxitos y fracasos. Desfilaron también los años de mi formación: mi noviciado, mis años de trabajo, mis alumnos y mis superiores. La Teología, la Ordenación Sacerdotal, la Primera Misa, con mis sueños y esperanzas de apostolado salesiano y Sacerdotal. Y por encima de esta visión fantasmagórica, aparecieron los rostros y las figuras de mis padres, abuelos, hermanos que parecían querer hablarme, y me miraban con lástima, como compadeciéndose y diciéndome adiós.
 
Esta brevísima contemplación me desgarró el alma y volví a hundirme en una tristeza honda, densa y pesada. Fue cosa de instantes. Un viraje extraño del coche fatídico, amarillo y negro como la muerte, me despertó. Corría el coche Calle Alcalá arriba, acercándose temerosamente a nuestro Calvario.
 
Miré a mi compañero y vi que rezaba. Entonces inspirado por Dios me animé a decirle:
 
Querido hermano. Vamos a morir por Cristo. Que estos nos matan por odio a la Iglesia, a Dios y a nuestro sacerdocio. Nunca mejor que ahora para ofrecer a Dios, nuestra juventud, y nuestra vida, que son suyas. Nunca mejor que hoy para dar testimonio de nuestra fe con el martirio. Ya ves, dentro de unos minutos en el Cielo. ¿Qué gloria o qué dicha mejor podemos desear? ¡Verás qué envidia vamos a dar a los mismos ángeles!”
 
Y entonces se produjo en nosotros una misteriosa conmoción. Un calorcillo nuevo y reconfortante se apoderó de nuestro cuerpo y de nuestra alma, como si hubiera subido de los pies a la cabeza. Desapareció el miedo y en su lugar, como la sangre nueva y joven, se apoderó de nosotros una alegría, un optimismo y una tranquilidad como nunca habíamos experimentado.
 
Empezamos a animarnos, a caldear nuestro espíritu, a anhelar incipientes, arrebatados y como fuera de sí, el momento de la ejecución. Nos parecía ver, desde el Cielo, la corona de triunfo, que el Cielo nos ofrecía… Casi nos traicionamos, pues se nos ocurrió cantar. Tan enfervorizados íbamos.
 
-“Arrepiéntete de tus pecados”- le dije a mi compañero.
 
Voy a darte la absolución. A mí que me absuelva Dios, desde el Cielo, que ve nuestra intención de entregarle nuestra vida. Así lo hice.
 
Determinamos los detalles de nuestra muerte. Moriríamos abrazados, perdonando como Él a nuestros verdugos y gritando: ¡Viva Cristo Rey! Todo ya preparado y surgió lo inesperado.
 
El hombrecillo que dijo ser “policía del pueblo”, sacó un enorme pistolón, no sé de dónde y encañonando a los otros cuatro y al chofer:

-¡Quietos! dijo, nadie se mueva, ni haga el menor gesto, ni intención de usar las armas. Al que lo intente, descargaré sobre él toda la munición. Y al chofer. Media vuelta y de prisa, porque te juegas el pellejo.
 
Trataron ellos de engallarse, pero él, sin quitarles ojo, los mantuvo a raya. Giró el coche, y a toda velocidad, volvimos hacia el centro de la ciudad.
 
Quedamos todos suspensos, sin explicarnos, lo que pasaba. Si ellos desilusionados, nosotros más, pues vimos que se nos escapaba la corona del martirio.
 
¿Qué había pasado? ¿Fue todo una añagaza, bien estudiada, para asustarnos? ¿Por qué Dios no quiso que apuráramos el cáliz hasta las heces? ¿Fue tan solo una prueba, para ver hasta dónde llegaba nuestra generosidad?
 
Para mí, después de tantos años, todo aquel aparato trágico continúa siendo un misterio.  Lo que sí puedo asegurar es que nunca estuve tan dispuesto a morir, que jamás sentí tan fuerte agonía, ni vi tan cerca la muerte. El ensayo había salido perfecto. Lástima que, al fin, fallaba el desenlace. ¡Con la ilusión que tenía!
 
Dios no aceptó entonces mi sacrificio. Acaso le bastó mi fe. Tal vez pensó que aún tenía que hacer un poco de bien a las almas, proclamando la misericordia que tuvo conmigo y enseñar a todo el mundo que Dios “jamás desampara” a los que en Él confían.  Tal vez…
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