Lunes, 23 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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1936. Memorias de un salesiano (4)

por Victor in vínculis

JUNTO AL PADRE
 
Si recuerdas, amigo, interrumpimos el hilo de la narración de mis aventuras y desventuras, que de todo hubo, estando hospedado en una “mala” posada o fonda de la calle Abada, que aún existe, detrás de la Gran Vía. Se llamaba "La Asturiana”. Decidí dejarla, por unos días por ser muy frecuentada por gente de mal vivir y por los milicianos, la Policía y los “agentes” de las llamadas CHECAS. Más adelante sabrás lo que eran y son, que aún existen, esos lugares temerosos, así llamados.
 
La querencia y la sangre, y la protección paternal me llevaron a la casa donde se hospedaban mi tío y quince, veinte, tal vez más, religiosos salesianos y de otros Institutos. Su dueña, mujer decidida si las hay, Doña Avelina del Hierro, tenía una gran casa, de varios pisos, en la calle Montera, muy cerca de la Puerta del Sol.
 
A riesgo y siniestro de visitas, registros, inspecciones y molestias de la Policía, doña Avelina defendía a sus pupilos, como la madre a sus hijos.
 
Ella padeció persecución y los mantuvo y atendió como Marta servía al Señor, hasta que aquel convento de frailes, que lo era de verdad, por sus miembros, por el género de vida y por las prácticas de piedad, hubo de deshacerse, a la fuerza y por la fuerza: se fueron llevando a la gente a las cárceles, al frente de guerra y a la muerte con el famoso y trágico “paseo”.
 
Y tuve con pena que separarme, para no ver más en la tierra, al artífice de mi vocación (bajo estas líneas el beato Enrique Saiz, en la foto siendo Fortunato un niño) y al que, después de Dios, le debo lo que soy y lo que valgo.

 


Cuando lo fusilaron estaba yo, ya en la cárcel.
 
DE NUEVO EN LA ASTURIANA
MI DETENCIÓN - MARTIRIO FRUSTRADO

 
Así podría titularse el presente capítulo.
 
Volví pues, a la citada casa, que a pesar de su nombre y su equívoca fama, me ofrecía cierta seguridad. Fui recibido sin dificultades. Tenía además algún dinero que mis superiores me habían proporcionado. Lo importante era pagar, la pensión era modesta, a pesar de que iban encareciéndose las cosas, a medida que avanzaba la guerra.
 
Mi vida en la susodicha pensión, se reducía a rezar mucho, salir poco y a escuchar clandestinamente los Partes de Guerra, para estar al tanto de los avances de los Nacionales. No dejaba de ser en fin de cuentas, un modo de mantener la esperanza en una pronta liberación.
 
En la calle Abada, nº 10, coincidí con otro salesiano coadjutor, don Anastasio Garzón, fusilado meses más tarde en la cárcel Modelo, cuando la famosa matanza. Los dos hermanos hacíamos en nuestra habitación y con la debida discreción, nuestras prácticas de piedad. Nuestra relativa tranquilidad solo era turbada por los continuos e intempestivos registros de la Policía, a veces a altas horas de la noche, y por los bombardeos nocturnos de la Aviación Nacional, que nos obligaban a interrumpir el frágil sueño, haciéndonos bajar al sótano o a los refugios. La Telefónica, muy próxima a nuestra morada, ofrecía por su imponente mole, un blanco preferido de los cañones nacionales.
 
De pensión estaba una familia que me llamó gratamente la atención. Era ella una anciana de blancos cabellos, de mirada dulce y de maneras suaves. Se la veía siempre rezando. La acompañaba su hija Merche y su esposo Benigno. La abuela se llamaba Araceli.
 
La hija era maestra y él, veterinario. Desde que nos vieron juntos, modestos, callados y un tanto encogidos, sospecharon y descubrieron nuestro carácter de religiosos. Cobramos intimidad. Se sinceraron con nosotros. Resultó que conocían a mi tío Enrique. Eran salmantinos y los hijos de la señora, hermanos de Merche, así como su esposo eran antiguos alumnos nuestros. La guerra los sorprendió en Madrid. Desde aquel día unimos nuestra suerte a la suya.
 
Yo les acompañé casi toda la guerra, yéndome a vivir con ellos, a un piso de las monjas Josefinas o Siervas de San José, con las que se había educado Merche.
 
De mi estadía en “La Asturiana”, guardo dos muy gratas impresiones:
 
La primera, la habilidad y la industria de nuestro patrón, por atender a sus clientes. Nunca nos faltó lo necesario y en muchos casos ni lo superfluo. A pesar de la carestía y escasez de los alimentos, nuestro hombre sabía encontrar, donde no existía, lo indispensable. Recorría las embajadas, los cuarteles y establecimientos de estraperlo, pero siempre llegaba a casa con la cesta repleta. Más de una vez nos dio carne de caballo, de burro, pero nos sabía a gloria.
 
Otra impresión, fina, delicada y consoladora que nos hace llorar de emoción era el celebrar la Santa Misa, muchos días. Para ello a hora bien temprana, nos reuníamos en la habitación de doña Araceli y sus hijos, que quedaba convertida en templo. Y recordaba los tiempos de las catacumbas. Una mesita, un misalito de mano, una copa de cristal y unos paños blancos e inmaculados constituían el altar, que en nada tenía que envidiar a los más lujosos, ricos y artísticos de nuestras viejas catedrales.
 
Vestido con mi mejor traje a falta de ornamentos, en la dulce quietud del amanecer, entre la conmoción de los presentes, penetrado de unción ofrecía el Augusto Sacrificio, por España, por la Iglesia, por nuestros seres queridos, bien ajenos a lo que estábamos haciendo, por la paz, tan deseada, y por los muertos. Nunca dije misa con tanto fervor y devoción. Pasaron lentos los días hasta que llegó:
 
LA DETENCIÓN

 

Imagen del culto clandestino en tiempo de persecución: Un monje de Montserrat celebrando la Santa Misa en algún lugar de Cataluña, (vale para pensar en lo que don Fortunato nos narra).
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