80 años del martirio del Beato Narciso de Estenaga
Hoy os hago llegar este hermosa homilía de mi querido Francisco del Campo Real, infatigable defensor de la memoria de los mártires. Historiador, que ha elaborado para honra y gloria de su diócesis de Ciudad Real los expedientes de los mártires que esperan el definitivo "nihil obstat" de la Congregación para ser enviados a Roma. Doy fe de que ese día descansará su maltrecha salud. Don Francisco recoge al principio de su comentario homilético: "Este domingo, 21 del T.O. , nos invita a entrar por la puerta estrecha, "el martirio", si es preciso. Coincide con la víspera del martirio del Beato Narciso y su secretario, Julio. Te envío esta reflexión por si es de tu agrado".
Gracias, Paco. Y cuídate.
OCHENTA ANIVERSARIO DEL MARTIRIO DEL OBISPO NARCISO
(1936-22 de agosto-2016)
Domingo XXI (C) del Tiempo Ordinario (Lc 13,22-30):
«Señor, ¿son pocos los que se salvan?»
«Luchad por entrar por la puerta estrecha»
1.-Hoy, el evangelio nos sitúa ante el tema de la salvación de las almas. Éste es el núcleo del mensaje de Cristo y la “ley suprema de la Iglesia” (así lo afirma, sin ir más lejos, el mismo Código de Derecho Canónico). La salvación del alma es una realidad en cuanto don de Dios, pero para quienes aún no hemos traspasado las lindes de la muerte es tan solo una posibilidad. ¡Salvarnos o condenarnos!, es decir, aceptar o rechazar la oferta del amor de Dios por toda la eternidad.
Decía san Agustín que «se hizo digno de pena eterna el hombre que aniquiló en sí el bien que pudo ser eterno». En esta vida sólo hay dos posibilidades: o con Dios, o la nada, porque sin Dios nada tiene sentido. Visto así, vida, muerte, alegría, dolor, amor, etc. son conceptos desprovistos de lógica cuando no participan del ser de Dios. El hombre, cuando peca, esquiva la mirada del Creador y la centra sobre sí mismo. Dios mira incesantemente con amor al pecador, y para no forzar su libertad, espera un gesto mínimo de voluntad de retorno.
«Señor, ¿son pocos los que se salvan?» (Lc 13,23). Cristo no responde a la interpelación. Quedó entonces la pregunta sin respuesta, y también hoy, pues «es un misterio inescrutable entre la santidad de Dios y la conciencia del hombre. El silencio de la Iglesia es, pues, la única posición oportuna del cristiano» (Juan Pablo II). La Iglesia no se pronuncia sobre quienes habitan el infierno, pero —basándose en las palabras de Jesucristo— sí que lo hace sobre su existencia y el hecho de que habrá condenados en el juicio final. Y todo aquel que niegue esto, sea clérigo o laico, incurre sin más preámbulos en herejía.
Somos libres para tornar la mirada del alma al Salvador, y somos también libres para obstinarnos en su rechazo. La muerte petrificará esa opción por toda la eternidad...
2.-Luchad por entrar por la puerta estrecha es estar dispuesto al martirio.
El día 28 de abril del 2006, Benedicto XVI firmó el decreto de beatificación o declaración de Martirio de los Siervos de Dios Narciso de Estenaga Echevarría, Obispo Prior de las Órdenes Militares (Caballero de la Orden de Santiago) y a su fiel secretario Julio Melgar Salgado, asesinados ambos el 22 de agosto de 1936 en Ciudad Real. “Cuando estalló la persecución religiosa contra la Iglesia en España, los siervos de Dios Narciso y Julio Melgar, aunque tuvieron la oportunidad de huir, no quisieron abandonar su ciudad” (Decreto “Super Martyrio).
Y diez de sus diocesanos: cuatro sacerdotes del Presbiterio de Ciudad Real, cinco Consagrados y un seglar, padre de familia y obrero de los FF.E.E, reconocidos por la Iglesia mártires de la persecución religiosa en la diócesis de Ciudad Real, el verano de 1936. Pueden y deben servirnos de ejemplo, ya que “siguieron a Cristo por el camino de la Cruz hasta el derramamiento de su sangre (...). Padecieron la muerte para testimoniar su fidelidad a Cristo y a la Iglesia” (Decreto de Beatificación, 28 de abril, 2006).
Son muy elocuentes las palabras del Sr. Obispo y su disposión a entar por la puerta estrecha del martirio: “El Obispo de Ciudad Real no tiene vacaciones este año. Mis hijos pueden necesitar de mí y aquí estaré dispuesto al sacrificio, si Dios lo quiere”.
“Preveo acontecimientos difíciles para España y quiero estar en mi puesto”; Precisamente ahora que los lobos rugen alrededor del rebaño, el pastor no debe huir; mi obligación es permanecer aquí”.
Como Jesús murió fuera de los muros de la Ciudad Santa, así D. Narciso como un criminal fue alejado de su Cátedra Episcopal sin tener la dicha de morir en medio de su rebaño. Y murió perdonando y bendiciendo.
“Matáis un hombre, pero no el espíritu”.
Pretendemos recoger el “mensaje” emanado de la vida de nuestros mártires y hecho para el hombre actual con la esperanza de que sirva para la propia interiorización.
La Beatificación de este grupo de 498 mártires de España y de la diócesis nos sitúa ante el tema que ha generado una gran polémica en España con la recuperación de la memoria histórica. “Nuestra moderna sociedad, permisiva y relativista, tiende a hacer arcaico y obsoleto el hecho y la grandeza del martirio. Los cristianos mismos parece que hemos perdido disponibilidad y aun sensibilidad para el martirio. Sin embargo es el supremo testimonio de la verdad de Dios y de la verdad del Hombre (Cardenal Antoni Cañizares, Homilía 17.9.2006).
En muchos ambientes de nuestro tiempo molesta tanto la memoria de los mártires como el recuerdo de los pobres. Como si el lema de esta hora fuera: “ni mártires ni santos, simplemente hombres y mujeres”. Uno de los más vivos deseos del Santo Padre Juan Pablo II con miras al Gran Jubileo del año 2000, expresado en su Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente (10 nov. 1994), se dirigió a consolidar la memoria de quienes dieron su vida a causa de la fe a lo largo del siglo XX, hecho que no sólo debía constatar que la Iglesia ha vuelto a ser Iglesia de mártires, sino que estaba llamado a tener gran resonancia ecuménica. Lo expresaba de este modo:
"En nuestro siglo han vuelto los mártires, con frecuencia desconocidos, casi militi ignoti (soldados desconocidos) de la gran causa de Dios. En la medida de lo posible no deben perderse en la Iglesia sus testimonios. Es preciso que las Iglesias locales hagan todo lo posible por no perder el recuerdo de quienes han sufrido el martirio, recogiendo para ello la documentación necesaria. Esto ha de tener un sentido y una elocuencia ecuménica. El ecumenismo de los santos, de los mártires, es tal vez, el más convincente. La communio sanctorum habla con una voz más fuerte que los elementos de división" (TMA.n. 37).
El Papa Juan Pablo II proclamaba con más fuerza lo declarado por él ya en otras ocasiones, como en la Encíclica "Veritatis Splendor" (n. 90-94, 6 agosto 1993), donde subraya que “los mártires marcan el paso de la vida de la Iglesia”.
Mártir no significa originariamente persona o realidad destrozada. Mártir es testigo fiel, fiable, seguro. El vocabulario cristiano ha ido precisando su significado en los dos primeros siglos de nuestra era. Siguiendo a Jesucristo, que los amó primero, se calcula que alrededor de un millón de cristianos murieron por la fe durante los tres primeros siglos del cristianismo. Y, en esta muerte, ellos entendían que se iniciaba su vida plena con Dios. Dos mil años más tarde, hoy, la catequesis eclesial afirma: “El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2473).
El mártir asume morir por el Señor, morir en el Señor. Entra por “la puerta estrecha”: acepta que Dios reine en él y que le haga vivir misteriosamente en el paso de la muerte sufrida por el odio a la fe. El martirio aparece a los ojos de la fe como una obra maravillosa de Dios: por la fe, Jesucristo vive realmente en el cristiano y su mismo Espíritu le sostiene, le hace pasar del miedo humano a la confianza segura y al deseo amoroso de “ver a Dios”.
Recientemente la Carta Apostólica en forma de motu proprio “Porta Fidei” del Sumo Pontífice Benedicto XVI con la que se convoca el Año de la fe nos recuerda que por la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del Evangelio, que los había transformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor don del amor con el amor de sus perseguidores.
Por la fe, hombres y mujeres han consagrado su vida a Cristo, dejando todo para vivir en la sencillez evangélica la obediencia, la pobreza y la castidad, signos concretos de la espera del Señor que no tarde en llegar. Por la fe, muchos cristianos han promovido acciones a favor de la justicia, para hacer concreta la palabra del Señor, que ha venido a proclamar la liberación de los oprimidos y un año de gracia para todos (cf. Lc 4,18-19).
Por la fe, hombre y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 7,9; 13,8), han confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban.
También nosotros vivimos por la fe: para el reconocimiento vivo del Señor Jesús, presente en nuestras vidas y en la historia (Carta Apostólica en forma de motu proprio “Porta Fidei”(n.13) del Sumo Pontífice Benedicto XVI, Roma, 11 de octubre del año 2011).
Bastaría para conocer la personalidad y fisonomía moral del Beato Narciso, recordar la elocuentísima alocución impregnada de un suave espíritu de evangelización, que impresionó vivamente a los oyentes, pronunciada en la Catedral de Ciudad Real rebosante de fieles el día 12 de agosto de 1923 al tomar posesión de la Sede Prioral:
“Jamás, comenzó diciendo el Prelado, he experimentado emoción más grande en mi vida. ¿Qué os puedo decir? Como el príncipe–poeta, y Moisés me considero, me siento niño, para cantar las grandezas de Dios. Mi sentimiento puede supliros mis palabras; Os entrego mi corazón. No me habéis preguntado a título de qué viene a vuestra diócesis este forastero, pero yo os lo voy a decir. Soy el enviado del Padre de vuestros padres, para estrecharos en amoroso abrazo, llorar con vosotros en vuestras desgracias, participar de vuestras alegrías, y dirigiros a todos bajo mi báculo de Pastor. He de encontrar en mi camino almas buenas y generosas que serán mi consuelo en las amarguras; otras ovejas habrá que estén apartadas del camino de la eterna salvación y he de procurar atraerlas con dulzura y caridad al redil de Dios. Para esta misión de paz y de amor me ha enviado el Padre de vuestros padres. Vengo también bajo la protección de la Excelsa Virgen María. Yo que tuve la desgracia de perder a mi madre a la edad de once años, veo en la Santísima Virgen la madre, cuya protección me ha sido siempre deparada.
Por eso al aproximarse la fiesta de vuestra Patrona, he apresurado la entrada en mi diócesis, para que junto a la madre, tuvieseis también a vuestro Padre. Soy un ciudarrealeño más, el último entre vosotros (...) Tomad mi corazón, lo entrego en vuestras manos, es vuestro”[1].
El amor y devoción a la Cruz será tema frecuente en la predicación de D. Narciso: ¡Siempre la Cruz! ¡Siempre la Cruz! Estas palabras subrayan los admirables párrafos del sermón pronunciado en la misa solemne en la primera semana del mes de noviembre del año 1934, que precedió a la bendición de las banderas de “Acción Social Católica” y Juventud Católica Femenina de Ciudad Real; una bellísima lección sobre la historia de la humanidad, que debe, dijo, “sus más grandes conquistas, bajo cualquier aspecto espiritual, social, nacional, artístico, a la Cruz de Cristo: sus brazos han ensanchado la tierra levantando sobre ella, a los pueblos grandes y gloriosos; cincelado los monumentos, que son orgullo de los mismos; forjado las joyas que guardan, tesoros cristalizados en reliquias; orlado de santidad o de laureles las frentes de sus hijos; levantado a los caídos hasta el trono de Dios...” ¡SIEMPRE LA CRUZ![2].
D. Narciso a todos exhortaba a la conversión y a vivir la “unidad de vida” y fidelidad:
“¡Cuantos honrados y buenos viven lejos de la vida cristiana! Buenos para todos, menos para sí mismos. Aquí recibirán toda su merced y premio. Para el más allá de la tumba no adquieren nada. Solícitos por los demás, por los bienes tangibles, que los perderán, su único negocio, su alma completamente abandonada, de espaldas a Dios, siempre, menos en el momento en que con Él se enfrenten, en el crepúsculo terrible del anochecer que no amanecerá, en la angustiosa agonía, en la hora del poder de la inexorable, de la sin entrañas, de la avasalladora muerte. ¿Qué responderéis entonces vosotros a Dios, al que no acompañará ya la blanda misericordia, sino la rigurosa justicia? Escucha como escritas para ti, lector distraído, estas pavorosas palabras del Soberano Señor consignadas en la Santa Escritura: “Te llamé y me desdeñaste, te alargué mis brazos y me rechazaste y aun de mí te mofaste. Yo también me reiré de ti en el día de la destrucción y ruina”[3].
Gracias, Paco. Y cuídate.
OCHENTA ANIVERSARIO DEL MARTIRIO DEL OBISPO NARCISO
(1936-22 de agosto-2016)
Domingo XXI (C) del Tiempo Ordinario (Lc 13,22-30):
«Señor, ¿son pocos los que se salvan?»
«Luchad por entrar por la puerta estrecha»
1.-Hoy, el evangelio nos sitúa ante el tema de la salvación de las almas. Éste es el núcleo del mensaje de Cristo y la “ley suprema de la Iglesia” (así lo afirma, sin ir más lejos, el mismo Código de Derecho Canónico). La salvación del alma es una realidad en cuanto don de Dios, pero para quienes aún no hemos traspasado las lindes de la muerte es tan solo una posibilidad. ¡Salvarnos o condenarnos!, es decir, aceptar o rechazar la oferta del amor de Dios por toda la eternidad.
Decía san Agustín que «se hizo digno de pena eterna el hombre que aniquiló en sí el bien que pudo ser eterno». En esta vida sólo hay dos posibilidades: o con Dios, o la nada, porque sin Dios nada tiene sentido. Visto así, vida, muerte, alegría, dolor, amor, etc. son conceptos desprovistos de lógica cuando no participan del ser de Dios. El hombre, cuando peca, esquiva la mirada del Creador y la centra sobre sí mismo. Dios mira incesantemente con amor al pecador, y para no forzar su libertad, espera un gesto mínimo de voluntad de retorno.
«Señor, ¿son pocos los que se salvan?» (Lc 13,23). Cristo no responde a la interpelación. Quedó entonces la pregunta sin respuesta, y también hoy, pues «es un misterio inescrutable entre la santidad de Dios y la conciencia del hombre. El silencio de la Iglesia es, pues, la única posición oportuna del cristiano» (Juan Pablo II). La Iglesia no se pronuncia sobre quienes habitan el infierno, pero —basándose en las palabras de Jesucristo— sí que lo hace sobre su existencia y el hecho de que habrá condenados en el juicio final. Y todo aquel que niegue esto, sea clérigo o laico, incurre sin más preámbulos en herejía.
Somos libres para tornar la mirada del alma al Salvador, y somos también libres para obstinarnos en su rechazo. La muerte petrificará esa opción por toda la eternidad...
2.-Luchad por entrar por la puerta estrecha es estar dispuesto al martirio.
El día 28 de abril del 2006, Benedicto XVI firmó el decreto de beatificación o declaración de Martirio de los Siervos de Dios Narciso de Estenaga Echevarría, Obispo Prior de las Órdenes Militares (Caballero de la Orden de Santiago) y a su fiel secretario Julio Melgar Salgado, asesinados ambos el 22 de agosto de 1936 en Ciudad Real. “Cuando estalló la persecución religiosa contra la Iglesia en España, los siervos de Dios Narciso y Julio Melgar, aunque tuvieron la oportunidad de huir, no quisieron abandonar su ciudad” (Decreto “Super Martyrio).
Y diez de sus diocesanos: cuatro sacerdotes del Presbiterio de Ciudad Real, cinco Consagrados y un seglar, padre de familia y obrero de los FF.E.E, reconocidos por la Iglesia mártires de la persecución religiosa en la diócesis de Ciudad Real, el verano de 1936. Pueden y deben servirnos de ejemplo, ya que “siguieron a Cristo por el camino de la Cruz hasta el derramamiento de su sangre (...). Padecieron la muerte para testimoniar su fidelidad a Cristo y a la Iglesia” (Decreto de Beatificación, 28 de abril, 2006).
Son muy elocuentes las palabras del Sr. Obispo y su disposión a entar por la puerta estrecha del martirio: “El Obispo de Ciudad Real no tiene vacaciones este año. Mis hijos pueden necesitar de mí y aquí estaré dispuesto al sacrificio, si Dios lo quiere”.
“Preveo acontecimientos difíciles para España y quiero estar en mi puesto”; Precisamente ahora que los lobos rugen alrededor del rebaño, el pastor no debe huir; mi obligación es permanecer aquí”.
Como Jesús murió fuera de los muros de la Ciudad Santa, así D. Narciso como un criminal fue alejado de su Cátedra Episcopal sin tener la dicha de morir en medio de su rebaño. Y murió perdonando y bendiciendo.
“Matáis un hombre, pero no el espíritu”.
Pretendemos recoger el “mensaje” emanado de la vida de nuestros mártires y hecho para el hombre actual con la esperanza de que sirva para la propia interiorización.
La Beatificación de este grupo de 498 mártires de España y de la diócesis nos sitúa ante el tema que ha generado una gran polémica en España con la recuperación de la memoria histórica. “Nuestra moderna sociedad, permisiva y relativista, tiende a hacer arcaico y obsoleto el hecho y la grandeza del martirio. Los cristianos mismos parece que hemos perdido disponibilidad y aun sensibilidad para el martirio. Sin embargo es el supremo testimonio de la verdad de Dios y de la verdad del Hombre (Cardenal Antoni Cañizares, Homilía 17.9.2006).
En muchos ambientes de nuestro tiempo molesta tanto la memoria de los mártires como el recuerdo de los pobres. Como si el lema de esta hora fuera: “ni mártires ni santos, simplemente hombres y mujeres”. Uno de los más vivos deseos del Santo Padre Juan Pablo II con miras al Gran Jubileo del año 2000, expresado en su Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente (10 nov. 1994), se dirigió a consolidar la memoria de quienes dieron su vida a causa de la fe a lo largo del siglo XX, hecho que no sólo debía constatar que la Iglesia ha vuelto a ser Iglesia de mártires, sino que estaba llamado a tener gran resonancia ecuménica. Lo expresaba de este modo:
"En nuestro siglo han vuelto los mártires, con frecuencia desconocidos, casi militi ignoti (soldados desconocidos) de la gran causa de Dios. En la medida de lo posible no deben perderse en la Iglesia sus testimonios. Es preciso que las Iglesias locales hagan todo lo posible por no perder el recuerdo de quienes han sufrido el martirio, recogiendo para ello la documentación necesaria. Esto ha de tener un sentido y una elocuencia ecuménica. El ecumenismo de los santos, de los mártires, es tal vez, el más convincente. La communio sanctorum habla con una voz más fuerte que los elementos de división" (TMA.n. 37).
El Papa Juan Pablo II proclamaba con más fuerza lo declarado por él ya en otras ocasiones, como en la Encíclica "Veritatis Splendor" (n. 90-94, 6 agosto 1993), donde subraya que “los mártires marcan el paso de la vida de la Iglesia”.
Mártir no significa originariamente persona o realidad destrozada. Mártir es testigo fiel, fiable, seguro. El vocabulario cristiano ha ido precisando su significado en los dos primeros siglos de nuestra era. Siguiendo a Jesucristo, que los amó primero, se calcula que alrededor de un millón de cristianos murieron por la fe durante los tres primeros siglos del cristianismo. Y, en esta muerte, ellos entendían que se iniciaba su vida plena con Dios. Dos mil años más tarde, hoy, la catequesis eclesial afirma: “El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2473).
El mártir asume morir por el Señor, morir en el Señor. Entra por “la puerta estrecha”: acepta que Dios reine en él y que le haga vivir misteriosamente en el paso de la muerte sufrida por el odio a la fe. El martirio aparece a los ojos de la fe como una obra maravillosa de Dios: por la fe, Jesucristo vive realmente en el cristiano y su mismo Espíritu le sostiene, le hace pasar del miedo humano a la confianza segura y al deseo amoroso de “ver a Dios”.
Recientemente la Carta Apostólica en forma de motu proprio “Porta Fidei” del Sumo Pontífice Benedicto XVI con la que se convoca el Año de la fe nos recuerda que por la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del Evangelio, que los había transformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor don del amor con el amor de sus perseguidores.
Por la fe, hombres y mujeres han consagrado su vida a Cristo, dejando todo para vivir en la sencillez evangélica la obediencia, la pobreza y la castidad, signos concretos de la espera del Señor que no tarde en llegar. Por la fe, muchos cristianos han promovido acciones a favor de la justicia, para hacer concreta la palabra del Señor, que ha venido a proclamar la liberación de los oprimidos y un año de gracia para todos (cf. Lc 4,18-19).
Por la fe, hombre y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 7,9; 13,8), han confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban.
También nosotros vivimos por la fe: para el reconocimiento vivo del Señor Jesús, presente en nuestras vidas y en la historia (Carta Apostólica en forma de motu proprio “Porta Fidei”(n.13) del Sumo Pontífice Benedicto XVI, Roma, 11 de octubre del año 2011).
Bastaría para conocer la personalidad y fisonomía moral del Beato Narciso, recordar la elocuentísima alocución impregnada de un suave espíritu de evangelización, que impresionó vivamente a los oyentes, pronunciada en la Catedral de Ciudad Real rebosante de fieles el día 12 de agosto de 1923 al tomar posesión de la Sede Prioral:
“Jamás, comenzó diciendo el Prelado, he experimentado emoción más grande en mi vida. ¿Qué os puedo decir? Como el príncipe–poeta, y Moisés me considero, me siento niño, para cantar las grandezas de Dios. Mi sentimiento puede supliros mis palabras; Os entrego mi corazón. No me habéis preguntado a título de qué viene a vuestra diócesis este forastero, pero yo os lo voy a decir. Soy el enviado del Padre de vuestros padres, para estrecharos en amoroso abrazo, llorar con vosotros en vuestras desgracias, participar de vuestras alegrías, y dirigiros a todos bajo mi báculo de Pastor. He de encontrar en mi camino almas buenas y generosas que serán mi consuelo en las amarguras; otras ovejas habrá que estén apartadas del camino de la eterna salvación y he de procurar atraerlas con dulzura y caridad al redil de Dios. Para esta misión de paz y de amor me ha enviado el Padre de vuestros padres. Vengo también bajo la protección de la Excelsa Virgen María. Yo que tuve la desgracia de perder a mi madre a la edad de once años, veo en la Santísima Virgen la madre, cuya protección me ha sido siempre deparada.
Por eso al aproximarse la fiesta de vuestra Patrona, he apresurado la entrada en mi diócesis, para que junto a la madre, tuvieseis también a vuestro Padre. Soy un ciudarrealeño más, el último entre vosotros (...) Tomad mi corazón, lo entrego en vuestras manos, es vuestro”[1].
El amor y devoción a la Cruz será tema frecuente en la predicación de D. Narciso: ¡Siempre la Cruz! ¡Siempre la Cruz! Estas palabras subrayan los admirables párrafos del sermón pronunciado en la misa solemne en la primera semana del mes de noviembre del año 1934, que precedió a la bendición de las banderas de “Acción Social Católica” y Juventud Católica Femenina de Ciudad Real; una bellísima lección sobre la historia de la humanidad, que debe, dijo, “sus más grandes conquistas, bajo cualquier aspecto espiritual, social, nacional, artístico, a la Cruz de Cristo: sus brazos han ensanchado la tierra levantando sobre ella, a los pueblos grandes y gloriosos; cincelado los monumentos, que son orgullo de los mismos; forjado las joyas que guardan, tesoros cristalizados en reliquias; orlado de santidad o de laureles las frentes de sus hijos; levantado a los caídos hasta el trono de Dios...” ¡SIEMPRE LA CRUZ![2].
D. Narciso a todos exhortaba a la conversión y a vivir la “unidad de vida” y fidelidad:
“¡Cuantos honrados y buenos viven lejos de la vida cristiana! Buenos para todos, menos para sí mismos. Aquí recibirán toda su merced y premio. Para el más allá de la tumba no adquieren nada. Solícitos por los demás, por los bienes tangibles, que los perderán, su único negocio, su alma completamente abandonada, de espaldas a Dios, siempre, menos en el momento en que con Él se enfrenten, en el crepúsculo terrible del anochecer que no amanecerá, en la angustiosa agonía, en la hora del poder de la inexorable, de la sin entrañas, de la avasalladora muerte. ¿Qué responderéis entonces vosotros a Dios, al que no acompañará ya la blanda misericordia, sino la rigurosa justicia? Escucha como escritas para ti, lector distraído, estas pavorosas palabras del Soberano Señor consignadas en la Santa Escritura: “Te llamé y me desdeñaste, te alargué mis brazos y me rechazaste y aun de mí te mofaste. Yo también me reiré de ti en el día de la destrucción y ruina”[3].
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