Viernes, 27 de diciembre de 2024

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Orar con María por la santidad y sabiduría de los sacerdotes

 
 
 
La Virgen María a todos nos precede, y es para todos modelo de mujer orante por los sacerdotes. Ella fue la primera en interceder por los Doce, los que encarnarían el sacerdocio de su Hijo en bien del nuevo pueblo de Dios.
     María Santísima en las bodas de Caná, al pedirle a su Hijo pusiera remedio a la necesidad de vino, alcanzó de Dios Padre que aumentara la fe de los primeros discípulos en su Hijo. La Madre de Jesús siguió acompañando con la oración a su Hijo para alcanzar del Padre que su predicación diera frutos abundantes, y los Doce a los que Jesús había elegido para que estuvieran con El y luego dieran testimonio de todo lo que habían visto y oído, no le abandonaran y se adhirieran cada vez más profundamente a la persona de su Hijo y fueran asimilando progresivamente la Buena Nueva del Evangelio. Durante la pasión de su Hijo, sólo uno de los Doce estuvo con Ella cerca de Jesús en su crucifixión, María implorará al Padre que no se lo tuviera en cuenta, que los perdonara.
    Después de la muerte y resurrección de su Hijo, María implorará al Padre que no desfallezcan en la fe y en su adhesión a su Hijo. Ella estará en el cenáculo implorando fervientemente la venida del Espíritu Santo sobre el colegio apostólico.
     Será un gozo inmenso para la Madre del Señor, cuando contemplará la profunda transformación operada en los Doce, después de haber recibido al Espíritu Santo, ante todo en el día de Pentecostés. Los Apóstoles que antes tenían miedo, dan testimonio abierto de su Maestro;  a ellos que les faltaba fe para realizar milagros, ahora en nombre de Jesús realizan milagros, de modo que se afianza y se expande la fe en Jesús. Ellos que se peleaban por el primer lugar, ahora se gozan en sufrir por Cristo. Ellos que eran duros para entender lo que les decía Jesús, ahora lo predican por todas partes. Ellos que habían huido cuando Jesús fue apresado, todos serán fieles hasta la muerte a su Maestro.
     Esta transformación operada por el Espíritu Santo en los Apóstoles, los que debían perpetuar el sacerdocio de Cristo, como si alter Christus fueran, a instancias de la oración no sólo de Jesús que nunca dejó de orar por ellos, sino también de su Madre Santísima, es lo que estamos llamados a ofrecer a Dios todos los discípulos de Jesús, sean laicos, religiosos o sacerdotes.
     En uno de los momentos más bajos de la historia de la Iglesia, cuando por el cisma de Occidente hubo hasta tres papas a la vez, antes que ello aconteciera, la Divina providencia ya preparará a una niña a orar por los sacerdotes incansablemente hasta el fin de sus días. Es Catalina Benincasa de la ciudad de Siena. Tenía unos seis años cuando tuvo una visión de Jesucristo, “revestido con hábitos pontificales”, junto con los apóstoles Pedro, Pablo y Juan, contemplándolos “por encima del tejado de la iglesia de los frailes predicadores”[1]. Esta experiencia mística, junto con la visión del infierno o la recepción de los estigmas del Señor, encenderá el fuego de su pasión por la salvación de las almas y la reforma de la Iglesia.
     La oración que dirigirá a Dios por la santidad del Papa, de los cardenales y por todos los ministros ordenados, será ferviente, ya que el Padre le había prometido que quería hacer misericordia a la Iglesia, a través de santos ministros. En El Diálogo,  en particular en el capítulo dedicado al "Cuerpo místico de la Iglesia" está expuesta la luz que el Padre le daba para que implorara con conocimiento de causa a favor de los ministros ordenados, convirtiéndose este libro posiblemente en el mejor que existe en la Iglesia para ayudar a orar por los sacerdotes[2]. Algunas de las oraciones que Catalina dirigirá a Dios Padre suplicando la santidad de los que están revestidos del ministerio sacerdotal, nos han llegado a nosotros. En ellas se percibe el fervor de su espíritu, plenamente poseía por el Espíritu de Cristo:  
     Escucha la voz con que clamamos a ti. Si te pido por todo el mundo, lo hago especialmente por tu vicario, y por sus columnas (cardenales), y por todos los que has querido que yo ame con amor singular. Aunque esté enferma, aunque sea imperfecta, quiero verlos sanos y perfectos, y, aunque esté muerta, quiero verlos vivos por la gracia (…) No tardes, Padre benignísimo; vuelve hacia el mundo los ojos de tu misericordia. Serás más glorificado dándoles luz que si permanecen en la ceguera y tinieblas del pecado mortal (…) quiero que tu vicario sea “otro tú”, porque necesita de luz más que los otros, ya que debe alumbrar a los demás. Danos, benignísimo y piadoso Padre, tu dulce y eterna bendición. Amén”[3]
        Catalina de Siena no dejará de orar hasta el fin de sus días implorando a Dios que hiciera misericordia a la Iglesia concediéndole santos pastores. Los acontecimientos que tuvieron lugar después de su muerte parecía que sus oraciones no habían sido escuchadas por Dios, puesto que acontecerá lo contrario a lo que ella hubiera deseado, consiguió llevar el Papa a Roma, y luego acontece un  cisma con tres papas.
      Pero las oraciones según el Espíritu realizadas en fe, esperanza y caridad, siempre retornan al Padre habiendo dado su fruto. Catalina quería conseguir de Urbano VI la fundación de un monasterio en Roma, en el que los servidores de Dios, clamaran en la presencia del Señor por el bien de la Iglesia[4]. Pero no lo consiguió. Ello será realidad dos siglos más tarde, con la fundación del Carmelo Descalzo (1562). En Teresa de Jesús se institucionalizará la ardiente oración que Catalina de Siena elevaba al Padre por la santidad de los sacerdotes.
       Santa Teresa de Jesús dará dimensión apostólica a la vida de oración con tanta mayor intensidad cuanto más se adentrará  en los más encumbrados grados de la unión con Dios[5]. La oración será el lugar donde el celo por la santidad de los sacerdotes se acrecentará:   «Entendí bien cuán más obligados están los sacerdotes a ser más buenos que otros, y cuán recia cosa es tomar este Santísimo Sacramento indignamente» (V 38,23).
       Para poder hacer frente a los males de la Iglesia de su tiempo y de todo tiempo, es esencial en primer lugar la reforma del clero, ya que reformándose éste contribuye a que toda la Iglesia renueve. Teresa de Jesús atribuye al sacerdote responsabilidades especiales de ejemplaridad y liderazgo. Ellos son los capitanes de la Iglesia, «¡Buenos quedarían los soldados sin capitanes!» (C 3, 4). Será consciente de la poca santidad de algunos, pero ella no se escandalizará, ni murmurará, sino que orará ardientemente por su conversión y pedirá a sus monjas que oren por ellos. Alcanzar de Dios la santidad del sacerdote (presbítero u Obispo) y la fecundidad de su labor apostólica constituirá el objetivo primordial de la oración de Teresa y de sus monjas, ya que la eficacia apostólica está vinculada a la santidad personal, porque sin santidad interior, quedará diezmada la eficacia de la acción evangelizadora.
       Santa Teresa de Jesús, consciente de que Dios lo puede todo, no dejará de decir a sus monjas: «¿Qué nos cuesta pedir mucho, pues pedimos al poderoso?» (C 42,4). Por ello no tratará «con Dios negocios de poca importancia» (C 1,5). Sus súplicas, hechas muchas veces con lágrimas, serán para pedir a Dios por las grandes necesidades de la Iglesia, en aquel momento crítico en «que fuerzas humanas no bastan a atajar este fuego de estos herejes» (C1,3). Instará a sus monjas a orar por los sacerdotes: «todas ocupadas en oración por los que son defendedores de la Iglesia y predicadores y letrados que la defienden» (C 1, 2). Para que Dios «los haga muy aventajados en el camino del Señor […] vayan muy adelante en su perfección y llamamiento» (C 3, 2). Y «los que no están muy dispuestos, los disponga el Señor; que más hará uno perfecto que muchos que no lo estén, […] los tenga el Señor de su mano para que puedan librarse de tantos peligros como hay en el mundo» (C 3,5). Sus oraciones eran aceptas a Dios, de modo que el mismo Señor le dirá «pues era su esposa, que le pidiese, que me prometía que todo me lo concedería cuanto yo le pidiese» (CC 38). «¿Qué me pides tú que no haga yo, hija mía?» (CC 59, 2).
    Teresa suplicaba: «Ya, Señor, ya ¡haced que se sosiegue este mar! No ande siempre en tanta tempestad esta nave de la Iglesia, y salvadnos, Señor mío, que perecemos (C 35,5). «Favoreced vuestra Iglesia. No permitáis ya más daños en la cristiandad, Señor. Dad ya luz a estas tinieblas» (C 3, 9). En los años posteriores a las ardientes peticiones de Teresa, los decretos del Concilio de Trento no se convirtieron en letra muerta, gracias a los Papas reformadores y a los Obispos que fueron aplicando los decretos del Concilio, hubo una mejora del clero secular; las Órdenes religiosas se fueron reformando y otras  nuevas, como los jesuitas, con gran impulso se implicaban en la recatolización de las regiones que habían caído bajo la influencia de la reforma protestante y en la  expansión del catolicismo por tierras de Asia,  África y  América.
      La oración perseverante a favor de la santidad, sabiduría, y entrega apostólica de los sacerdotes, no es patrimonio de las contemplativas, sino de todo el pueblo de Dios, ya que prolonga la oración de Jesús y de su Madre Santísima por los que deben renovar perpetuamente el sacrificio de Cristo por la redención de la humanidad. De modo que esta oración realizada con fe, esperanza y verdadera caridad, fortalezca  a los pastores, para que vivan en plenitud el carisma sacerdotal del que han sido revestidos en el día de su Ordenación sacerdotal, de modo que a través de ellos, Cristo edifique su Iglesia.
       Todo discípulo de Jesús, como la Virgen María en Caná, debe interceder con toda confianza a favor de los sacerdotes para que sean pastores santos y sabios del pueblo de Dios que les ha sido encomendado. Si esta oración no es escuchada, puede que los pecados personales y colectivos de los pastores o de los fieles impidan que esta oración llegue a Dios (Lm 3,44), por ello debe espiritualmente ponerse junto a la Virgen María al pie del Calvario y suplicar al Padre que perdone todos nuestros pecados y ofrecer en reparación la sangre preciosa de su Hijo. Luego debe acompañar a la Virgen en el cenáculo para que con María la Madre de Jesús, imploren al Padre el don por excelencia que es el Espíritu Santo, para que se derrame con profusión sobre los sacerdotes y todo el pueblo de Dios para que con ardor proclame con la palabra y la vida la Buena Nueva.  
       El cristiano no sólo debería  ofrecer sus tiempos de oración implorando a Dios que nos conceda sacerdotes santos, sabios y pastores, como lo eran los Padres de la Iglesia.  Sinó que está también llamado a ofrecer al Señor, la abnegación inherente a vivir evangélicamente la vida ordinaria, sea en la familia, en el trabajo, en la comunidad religiosa, en la vida social o apostólica (cf. C 3,10), uniéndola a la sangre de Cristo, para que fecunde la acción apostólica de la misma Iglesia, ante todo por la santidad y sabiduría de sus ministros, por la expansión de la fe católica y la salvación de las almas. Esta forma de vivir la vida familiar, profesional, consagrada  y apostólica es sumamente fecunda en la Iglesia, ya que como dice san Juan de la Cruz «es más precioso delante de Dios y del alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas otras obras juntas» (CE 19,2).
     Santa Teresa del Niño Jesús es un ejemplo viviente de este modo de interceder ante Dios. Ella estaba siempre espiritualmente al pie del calvario junto a María, para ofrecer «a las almas la sangre de Jesús, y a Jesús le ofrecía esas mismas almas refrescadas por su rocío Divino» (Ms A 46v). A este ofrecimiento al Padre de la sangre de Jesús, unirá sus pequeños sacrificios: «Sí, Amado mío, así es como se consumirá mi vida... No tengo otra forma de demostrarte mi amor que arrojando flores, es decir, no dejando escapar ningún pequeño sacrificio, ni una sola mirada,  ni una sola palabra, aprovechando hasta las más pequeñas cosas y haciéndolas por amor...  […] Así arrojaré flores delante de tu trono -que habrán adquirido a tu toque divino un valor infinito-» (Ms B 4r-v).
     En la Santa de Lisieux los sacerdotes no sólo han encontrado en ella una gran intercesora, sino también un modelo de vida sacerdotal, ya que experimentalmente, “a esta verdadera conclusión que la humilde Carmelita de Lisieux a llevado una vida de espíritu sacerdotal”[6].
     Dirá lleno de admiración Don José Carvajal, presbítero de Zaragoza, “¡Qué bien comprendió la Santa la sublimidad de la vocación sacerdotal! ¡Qué pocos sacerdotes sentimos hoy la grandiosidad del sacerdocio y su llamamiento como lo sintió ella!, y ¡era mujer! Comprendió y vivió hondamente aquellos sentimientos que expresaba sobre el sacerdocio. […] Junto al ideal, que nunca se calmaría, del sacerdocio, surgió el celo por la salvación de las almas. ¡Es tan sacerdotal la ambición de salvar almas! ¿No es el celo de Santa Teresita el de un Apóstol de verdad? Celo sacerdotal, celo universal, celo misionero. […] Aprendamos de esta mujer la realidad auténtica de esta misión sacerdotal”[7]
       Podemos decir que a lo largo de más de 100 años, santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz ha sido decisiva en la vocación, en la espiritualidad… de innumerables sacerdotes, misioneros, ha significado para ellos, un verdadero regalo de Dios, que ha hecho despertar en ellos, las más hermosas notas del Evangelio.
      Una de las oraciones más bellas y profundas por los sacerdotes, es la que escribió el Cardenal  Kung, Obispo de Shangai, estando muy enfermo y en la prisión.  Él fue condenado en el año 1955, a 30 años de prisión por el gobierno chino, por ser fiel a Jesucristo y a la Iglesia católica.        
 
 
 

 
              ORACIÓN POR LOS SACERDOTES
 
Dios todopoderoso y eterno, por los méritos de tu Hijo Jesús
y por tu amor hacia Él, ten piedad de los sacerdotes de la
Santa Iglesia. A pesar de su dignidad sublime, son frágiles y
semejantes a los demás.
Enciende, por tu misericordia infinita, sus corazones en el
 fuego de tu amor. Socórrelos: no les dejes perder su
vocación o amenguarla.
Oh Jesús, te suplicamos, ten piedad de los sacerdotes de tu
Iglesia; De los que te sirven fielmente, cuidan tu rebaño y te glorifican…
Ten piedad de los sacerdotes perseguidos, encarcelados,
abandonados, agobiados de sufrimientos…
Ten piedad de los sacerdotes tibios y los que vacilan en su fe
Ten piedad de los sacerdotes secularizados…
Ten piedad de los sacerdotes enfermos y moribundos…
Ten piedad de los sacerdotes que están en el Purgatorio…
Señor Jesús, te lo suplicamos, escucha nuestras oraciones,
ten piedad de los sacerdotes; son tuyos, ¡ilumínalos,
fortifícalos y consuélalos!
¡Oh Jesús, te confiamos los  sacerdotes del mundo entero,
pero sobre todo, cuida a aquellos sacerdotes que me han
bautizado y me han absuelto; aquellos que para mi han
ofrecido el Santo Sacrificio y consagrado la Sagrada Hostia
para nutrir mi alma…
Te confío los sacerdotes que han disipado mis dudas,
enderezado mis pasos, dirigido mis esfuerzos,
consolado mis penas; para todos ellos, en señal de gratitud,
imploro tu ayuda y tu misericordia.
                                                                  Amén

 
 

 
[1] Cf. Beato Raimundo de Capua, Santa Catalina de Siena, La Hormiga de oro, Barcelona 1993, 57-58.
[2] Obras de Santa Catalina de Siena. El Diálogo, Oraciones y Soliloquios, J., SALVADOR Y CONDE (ed.), BAC, Madrid 1996.
[3] Oración 20, Por la santificación de la Iglesia, Ibíd., 497- 499.
[4] Cf. José Salvador Conde, Epistolario de santa Catalina de Siena, Espíritu y Doctrina, Ed. San Esteban, Salamanca 1982, 143.
[5] Cf. Ismael Bengoechea, Teresa y las gentes, PP. Carmelitas Descalzos, Cádiz 1982, 158.
[6] Ph. Moreau, “Ste Thérèse de l’Enfant-Jésus et le Sacerdoce”, en Les annales de sainte Thérès de Lisieux, 8 (VIII- 1949) 50-56.
[7] José Carvajal, “Santa Teresita del Niño Jesús y el Sacerdote” en Vida sobrenatural, 461 (IX/X 1975) 348-350.
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