De la soberbia autodestructiva
por En cuerpo y alma
Todos los pecados son autodestructivos, desde el punto y hora en que a la larga, y sin entrar en cuestiones relacionadas con el castigo que puedan merecer en una hipotética vida eterna, todos afean, todos envilecen, todos destruyen, en suma, a la persona que los comete, haciéndola peor, denigrándola y desmereciéndola ante sí mismo y ante los demás. Por eso son pecados y no por otra razón, y esto era así incluso antes de que el propio Jesucristo y los grandes pensadores del cristianismo temprano perfeccionaran la teoría del pecado, llevándola a los grados de elaboración y sistematización que hoy día tiene.
Pero se ha de reconocer que si eso es así en el largo plazo, en el corto todos los pecados producen un primer momento de gozo, de satisfacción y de placer. En otras palabras y desde otra perspectiva, aunque duelan al alma eterna, placen al cuerpo pasajero: esto se ve con toda claridad en pecados como la gula o la lujuria, a los que el cuerpo sucumbe voluntario aun consciente del daño que, a la larga, están llamados a provocarle con mayor o menor probabilidad, con mayor o menor intensidad.
Eso, sin embargo, no siempre es así, sino que, de acuerdo con el famoso aforismo según el cual "en el pecado va la penitencia", hay pecados que llevan en sí mismos el germen del sufrimiento y la destrucción desde el primer momento. El paradigma de entre ellos no es otro que la envidia, que si siempre implica -o lo intenta- el menoscabo del envidiado, -algo que, en principio, no debería preocupar al pecador porque es exactamente lo que busca-, a menudo o casi siempre, conlleva también el del propio envidioso, que nunca repara en el mucho esfuerzo que realiza al envidiar y en los muchos perjuicios que la misma envidia acarrea a su propia persona. Si generoso es el que está dispuesto a privarse de algo en aras de un objetivo mayor, nadie tan generoso, convengamos, como el envidioso, siempre dispuesto a cualquier sacrificio con tal de producir al envidiado un perjuicio que, en ocasiones, es hasta inferior al que él mismo se autoinflige.
Pero no es de la envidia autodestructiva que quiero hablarles hoy, no, sino de otro pecado que aunque no siempre, o mejor dicho, sólo en escasas ocasiones pero también, puede llevar acarreada la autodestrucción desde el primer momento, sin producir ni un minuto de placer: la soberbia.
Concebido por el que la tiene –o la sufre- como instrumento para prevalecer sobre el resto de los seres humanos, obteniendo así el placer mundano del dominio y una aparente sensación de poderío y autosuficiencia, he visto a personas soberbias hacerse daño desde el primer momento en que sucumben al pecado. ¡Qué decir de todos aquellos que incurren en un error y, con tal de no reconocerlo, son capaces de perseverar en él toda una vida, en lugar de reconocer el fracaso desde el primer momento y abandonar el camino errado para retomar el acertado…! ¡Qué decir de aquéllos que atribuyen a los demás, y sólo a los demás, la razón de su fracaso, y no dedican un solo momento a pensar si tal vez no cometieron ellos mismos algún error, algo con lo que no consiguen sino enfangarse más aún en el cenagal de su desgracia…! ¡Qué decir de aquellos que son incapaces de pedir perdón cuando han hecho daño de manera flagrante y clara, y que, presos de la soberbia, incluso tergiversan los hechos para que sirvan a su autojustificación, sin reparar en que por no excusarse en tiempo y forma están perdiendo a personas que realmente los aprecian o les pueden hacer mucho bien, tanto más cuando el perdón, tan a menudo, se le debe a un buen amigo, a un hermano, a un padre, o incluso a un hijo!
En fin, amigos, esta es mi reflexión por hoy. Que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos. Y si van a practicar la soberbia, -algo que a nadie, no obstante, recomendaría yo-, preocúpense, por lo menos, de no ser Vds. mismos los primeros y principales damnificados…. que hasta para pecar hay que ser prácticos, ¿no les parece?
©L.A.
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