Lunes, 23 de diciembre de 2024

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¿Quiere Dios que suframos?

por Estamos en Sus Manos

El dolor, el sufrimiento y la enfermedad no estaban en el plan original de Dios. El estado paradisíaco es presentado idílicamente por la Sagrada Escritura como un lugar de armonía, donde la muerte no existía, ni por tanto la enfermedad o la corrupción; incluso se describe a todos los animales como veganos (Gn 1- 2). Más allá de la imagen, se trasluce la revelación de ese plan original de Dios en que el mal y sus consecuencias no eran lo que Dios quería. Véase que es necesario comprender cómo el mal causa como consecuencia la muerte y los sufrimientos inherentes a ella: dolor, enfermedad, pérdida… Todo lo cual es el saldo del pecado. Lo resume la Sagrada Escritura en Sab 2, 23 – 24: “Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen”. El hombre, imagen de Dios, fue creado para la incorrupción, pero el pecado hizo que penetrase la muerte en el mundo. Todos experimentamos las consecuencias del pecado, pero la muerte eterna la experimentarán sólo quienes pertenecen al diablo, es decir, quienes se siguen y no se arrepienten.
 
Por tanto lo primero que hemos de afirmar es que Dios no quiere el dolor para sus hijos, Dios no quería que hubiese sufrimientos, y si los primeros hombres no hubiesen pecado, no habría existido el dolor. La primera vez que aparecen las palabras “dolor” y “sufrir” en la Sagrada Escritura es precisamente cuando Dios le dice a Eva las consecuencias de su pecado: “Mucho sufrirás en tu preñez, y parirás los hijos con dolor” (Gn 3, 16). Al hombre le habla de trabajo y fatigas (cf. Gn 3, 17 – 19). Por lo tanto, estos males son consecuencia del pecado. Dios quería al hombre libre y feliz, pero al hacerle libre, se abría la posibilidad de que pecara, y al poder pecar el hombre, se abría también la posibilidad de que se introdujera el sufrimiento en el mundo. Todo estaba en manos del hombre, y el hombre pecó. Por tanto, el origen del sufrimiento no es Dios, sino el hombre, que en su libertad elige un plan opuesto al de Dios.
 
Sin embargo, Dios comienza la obra de la redención, e incluso hace redentor al dolor. En efecto, ya hay una promesa de victoria ganada con dolor en la maldición que Dios hace de la serpiente: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza cuando tú le hieras en el talón” (Gn 3, 15). Ese linaje que herirá a la serpiente al tiempo que es herido por ella es Cristo, que ya está insinuado en el génesis. En Cristo, el dolor se ha hecho redentor, porque él ha sufrido las consecuencias de nuestro pecado para que nosotros podamos arrepentirnos y ser perdonados. Por poner un ejemplo gráfico: es como si alguien fuera a suicidarse tirándose frente a un metro, y alguien saltara y le empujara, muriendo en su lugar, y dándole una segunda oportunidad en la vida. El sufrimiento de Cristo era necesario en tanto la consecuencia del pecado es la muerte; muerte que Cristo sufrió para que nosotros no tengamos que morir eternamente. Es el misterio de la redención.
 
Todos los hombres sufren, como consecuencia de vivir en un mundo bajo el pecado y aún no plenamente redimido. Sin embargo, igual que Jesucristo asumió el sufrimiento y lo convirtió en ofrenda redentora, los discípulos de Cristo pueden hacer lo mismo con sus sufrimientos, y ofrecerlos por la salvación del mundo. Por el bautismo hemos sido incorporados a Cristo, somos miembros de su Cuerpo, y en unión con él podemos hacer de nuestra vida una ofrenda al Padre por la redención del mundo. Cuando aceptamos los sufrimientos y los ofrecemos, nos unimos al sacrificio de Cristo, el único eficaz, y corredimimos con él. Por eso dice San Pablo: “Completo lo que falta a la Pasión de Cristo, sufriendo por su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24). Para comprender ese “lo que falta” es necesario comprender la eclesiología paulina. Para San Pablo, Cristo es la cabeza, y la Iglesia es el Cuerpo. Y todo junto, cabeza y cuerpo, forman el Cristo total. San Pablo no entiende nunca a Cristo sin su Cuerpo, que es la Iglesia; los ve como una unidad. En esa perspectiva, igual que sufrió la cabeza, así ha de sufrir el Cuerpo, porque Cristo sufrió la pasión en su Cuerpo, que somos nosotros. Por eso, el Cuerpo de Cristo es asociado a su Pasión, y sufre y redime junto con Cristo, completando en el tiempo lo que falta a la Pasión de Cristo. Y el mismo sufrimiento de la Iglesia revierte en el bien de la propia Iglesia, Cuerpo de Cristo. En virtud de esta incorporación a Cristo, podemos hacer de nuestro sufrimiento una ofrenda corredentora.
 
Además, el sufrimiento tiene para los cristianos un valor correctivo. Dios nos puede corregir a través del sufrimiento, por nuestro bien, igual que un padre puede “castigar” a su hijo por amor para que aprenda algo que no comprendería de otro modo. Así lo dice la carta a los Hebreos: “Hijo mío, no rechaces la corrección del Señor, no te enfades por su reprensión; porque el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos.» Aceptad la corrección, porque Dios os trata como a hijos, pues, ¿qué padre no corrige a sus hijos? Ninguna corrección nos gusta cuando la recibimos, sino que nos duele; pero, después de pasar por ella, nos da como fruto una vida honrada y en paz. Por eso, fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, y caminad por una senda llana: así el pie cojo, en vez de retorcerse, se curará” (Heb 12, 4 – 7. 11 – 15).
 
La Iglesia nos invita a no buscar el sufrimiento, y a tratar de huir de él por todos los medios moralmente posibles; pero si no puede evitarse, ha de ser abrazado como una consecuencia del pecado, y ofrecido como un sacrificio corredentor. No es que nuestro pecado personal nos lleve al sufrimiento; sino más bien el estado de la naturaleza tal y como ha quedado afectada por el pecado de los hombres.
 
Hay algunas personas que libremente ofrecen su vida por la salvación del mundo, e incluso piden al Señor sufrimientos para poder asemejarse a él en la Pasión y ser así un signo de la participación de la Iglesia en la Pasión de Cristo. El Padre San Pío de Pietrelcina se ofreció como víctima por la salvación de la humanidad, y especialmente de sus hijos, y como signo de la aceptación del cielo recibió los estigmas de Cristo. Como él, tantas almas-víctimas se ofrecen como sacrificios vivientes por la salvación del mundo.
 
No es por tanto que Dios castigue con sufrimientos a los que más ama. Esto sería masoquista e incorrecto. La vida trae sus sufrimientos cada día, y hay más para unos que para otros; y eso no depende de Dios, sino que es consecuencia del desarrollo de la naturaleza bajo el influjo del pecado, como hemos dicho. Sin embargo, esos sufrimientos aceptados y ofrecidos pueden asociarse a la Pasión de Cristo para corredimir. E incluso hay personas que reciben un carisma especial de participación en la Cruz, que es pedido o aceptado con espíritu de amor, y les hace sufrir de un modo especial, pero por amor y con fruto. El sufrimiento que no se acepta ni se ofrece queda estéril. Pero cuando se acepta y se ofrece, se hace fecundo.
 
Dios ha redimido incluso el sufrimiento. Éste podría ser una consecuencia inútil y estéril del pecado humano; pero por la gracia de Dios se ha convertido en una fuente de salvación para quien lo vive en unión con la Pasión de Cristo. El sufrimiento pasará: es propio de este mundo pasajero bajo el influjo del pecado. Así lo expresa el Apocalipsis: “Ya no habrá muerte, ni llanto, ni luto, ni dolor; porque el primer mundo ha pasado” (Ap 21, 4).
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