Sábado, 23 de noviembre de 2024

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El dolor del destierro. Falleció la madre del Cardenal Segura

por Victor in vínculis

El lunes 16 de abril de 1934, la edición de El Castellano recoge en portada este artículo de “La Nación” de Madrid, afirmando: “reproducimos el siguiente interesante artículo" del docto sacerdote don Cipriano Nievas. Bajo estas líneas, una fotografía del período en el que ejerció como párroco de San Lorenzo del Escorial (Madrid).
 
 
 
10 de abril de 1934. Falleció la madre del Cardenal Segura. ¡Pobre madre!
 
En estos últimos años tenían sus ojos una perspectiva obligada: Roma; como era obligada también en los ojos del cardenal la perspectiva de esta vecindad madrileña donde vivía la madre santa que acaba de morir. La densa neblina de la muerte borró la perspectiva. Otra será ahora la ruta de los ojos amantes. Ya no se encontrarán en la Costa Azul del deseo, donde a diario parecía sentirse el choque de unos ojos de madre que iban a Italia con unos ojos de hijo que venían a España. Otra será ahora la ruta de los ojos amantes. Los del hijo mirarán de abajo a arriba, de la tierra al cielo; los de la madre mirarán de arriba abajo, del cielo a la tierra.
 
Aunque vendados, la figura representativa de la fe tiene ojos. Con esa mirada se comunican los mundos y se ven las almas. Al morir la madre, miraría a Roma y vería al hijo amado orando ante el altar, puerto seguro de salvación en los encrespados oleajes de la vida. Y ante el laconismo desgarrador de esta noticia de muerte, el hijo santo habrá mirado por sobre el cielo de Italia, tranquilo en su dolor, por la convicción consoladora, ¡algún consuelo había de tener!, de no haberse escrito para sus almas el fatídico “Lasciate”, de Dante.
 

 
He dicho antes “¡pobre madre!”. No; ni pobre madre, ni pobre hijo. Pobres… los otros; los que tuvieron la desgracia de poner en esos corazones el acíbar de la separación. Para algunos sería esta la hora del odio, largo tiempo incubado. Para el cardenal Segura, no. Germen tan innoble no prende jamás en almas de su rango. Y tan no puede empezar ahora el odio, que ni siquiera principia ahora el perdón. El estallido de este coincidió con la ofensa que el prelado ilustre seguramente no habrá calificado de tal. “El discípulo no puede aspirar a trato mejor que el del Maestro”. ¡Cuántas veces lo habrá meditado el santo cardenal!
 
En nuestras vidas pasa fugazmente la alegría. El dolor, en cambio, subsiste con duración que se nos imagina de eternidad. Yo no sé por qué me imagino que la santa madre del cardenal tuvo un dolor que solo acabó con la última palpitación de su corazón lacerado.
 
Un gran rotativo madrileño publicó un día en primera plana un grabado que debió tener equivalencias de puñal agudísimo para sus entrañas de madre. ¡Quién no lo recuerda!
 
En una capital provinciana fue detenido el cardenal Segura. ¿Por qué? Podrá saberse por qué andaban sueltas por las calles gentes en cuya reclusión estaba interesada la pública tranquilidad. Podrá saberse por qué “nobles” motivos pasaron algunos de un ferviente monarquismo a un republicanismo encendido. Pero no lograréis saber por qué fue detenido el cardenal Segura en su territorio diocesano y en ejercicio de su ministerio episcopal. Pero fue detenido. Y el que sentaba a su mesa a los niños y a los ancianos desvalidos; el que ahogaba dolores horrendos, de carácter hepático, para visitar a los pobres y evangelizar a las gentes; el que comía de modo tan frugal que no causara envidia al más modesto artesano; el que pasaba la frontera para curar lacerias físicas y morales de compatriotas que lloraban su miseria lejos del hogar nativo, fue también lanzado lejos de la patria, entre la Guardia Civil y la Policía.


 
¡Todavía me parece ver aquel grabado! Y el cardenal, sereno, firme, con la firme serenidad que da la inocencia, apoyada su mano en el cierre de la dulleta, humilde, vestido con negra sotana sin distintivo alguno denunciador de su jerarquía altísima, allá va el cardenal Segura camino del destierro, que tiene mucho de calvario para los amadores de su patria. Detenido, maltratado, condenado, proscrito. ¡Si parece el proceso de Jesús! Solo faltó la cruz. Ahora, ante la muerte de su madre, habrá sentido su pesadumbre; pero los espíritus de estirpe tan noble como el suyo saben cruzar las calles del escarnio y las plazas de la injusticia, otorgando el perdón y diciendo, para explicar extrañezas, lo que sobre aspectos menos elevados dijo un día don Antonio Maura: “Nosotros somos nosotros”.
 
Presintiendo este fin, el buen cardenal llamó un día a su madre para despedirse y abrazarla. Ello tuvo que ser en tierra extraña. El hijo no pudo pisar la tierra propia. ¡Estaba desterrado!
 
Como el hombre no puede dar a su corazón propiedad berroqueña para ahogar gritos de conciencia, me aterra pensar lo que algunos deberán sentir ante este buen cardenal que no ha podido rezar ante el cadáver de su madre muerta, ¡él, que rezó ante tantos! Y esta consideración despierta en mi memoria el recuerdo de unas nobles palabras trazadas por la pluma del ilustre doctor Marañón, a propósito del amor a la patria, en su libro titulado Raíz y decoro de España: “Por ello –dice-, si yo hubiera tenido alguna vez en mis manos la suerte de otros hombres, creo que nunca me habría atrevido a castigar con el destierro a quien más sañudamente lo hubiera merecido, porque no encontraría nunca delito proporcionado a la magnitud del dolor que para mí representaría esta pena”.
 
Pues esa pena es la que siente hoy el cardenal Segura, que llora porque ama, y porque ama perdona.
 
CIPRIANO NIEVAS

 
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