La mano paternal del Cardenal Segura
Así se expresa monseñor Feliciano Rocha, el que fuera obispo auxiliar del cardenal Segura hasta el 1 de octubre de 1931, en que renunció de sus cargos ante el Santo Padre. Tras estos sucesos, monseñor Rocha fue elegido Vicario Capitular de la Archidiócesis para gobernarla hasta la llegada de un nuevo Prelado… ¡pasarán casi dos años hasta la llegada de monseñor Isidro Gomá!
En la foto, monseñor Rocha, el primero por la derecha, con varios obispos de la Provincia eclesiástica y el Cardenal Segura, en el centro.
El Castellano del jueves 22 de octubre de 1931 publica la circular de monseñor Feliciano Rocha Pizarro.
UNA CIRCULAR DEL SEÑOR VICARIO CAPITULAR
Una salutación al Cabildo y clero de la Archidiócesis
El Boletín Eclesiástico del Arzobispado publica la siguiente “Carta circular de salutación”, dirigida por el excelentísimo señor vicario capitular al Cabildo de la Primada y Clero de la Archidiócesis de Toledo:
“Venerables hermanos:
Elegido por el Excmo. Cabildo Catedral de esta gloriosísima Iglesia Primada para vicario capitular de la archidiócesis de Toledo, han de ser nuestra primeras palabras, y así seguramente lo esperáis, al dirigiros esta circular de salutación y ofrecimiento, un recuerdo de respetuoso cariño a la sagrada persona del Emmo. y Reverendísimo Sr. Cardenal Segura y Sáenz, para todos hasta hace pocos días amantísimo prelado y para nos en particular, mano paternal con que el Señor nos ha conducido desde que le conocimos.
En la carta en que se comunica al Excmo. Cabildo Catedral la renuncia de su Eminencia Reverendísima y la vacante de su sede, se le compara con san Gregorio Nacianceno, santo obispo de Constantinopla que renunció a su sede en aras de la paz y concordia: “solo él, añade el citado documento, tiene el mérito de este acto”, que únicamente por miras altísimas se comprende, y de sus oraciones esperamos la luz y el acierto necesarios para regir durante la vacante esta que fue su grey amada.
Venerables hermanos: Bien pocas frases son precisas para presentarnos a vosotros; nos conocíamos ya, y la alta estima en que os tenemos y el afecto santo que a todos os profesamos nos dispensan de manifestaciones que no podrían deciros otra cosa que lo que ya sabéis.
Una solamente puedo y debo añadir, y es que pidáis al Dios de las misericordias para este humilde prelado, a quien mirareis como hermano mayor vuestro, la discreción y prudencia que el gobierno espiritual de diócesis tan esclarecida como esta reclama.
Dios ha de querer, así confiadamente lo esperamos, que no solamente sea, como de suyo lo es, transitorio, sino breve, el cargo de gobernar que el excelentísimo Cabildo Catedral Primado nos ha transmitido, y nadie por otra parte nos pedirá que nuestra labor sea la de los insignes prelados que tan brillante y marcadas huellas dejaron de su paso en esta Archidiócesis, porque para ello son necesarias las excelsas cualidades que los adornaban; pero es forzoso que el inmenso vacío que produce la falta de tan egregios pastores, espante a quien necesariamente ha de continuar, aunque solo sea por breve tiempo, la obra de aquellos, y justamente sin sus luces, sin su exquisita prudencia y sin su extraordinaria abnegación.
Rogad, pues, al Señor por quien pondrá, sí, su voluntad y todos sus esfuerzos al servicio de Dios y de las almas que temporalmente le están confiadas, pero cierto a la vez que sin la gracia de Dios que por vuestras oraciones confiadamente espera, sería infructuoso su trabajo.
No ha sido nuestro propósito en esta primera ocasión en que nos dirigimos al venerable clero diocesano hacer otra cosa que esto que acabamos de manifestaros; pero la caridad de Cristo nos apremia, y confiados en la bondad con que desde el primer día en que os conocí, me habéis recibido, siento la necesidad de deciros, no como quien manda, sino como quien se expansiona con los que sienten como él: una es nuestra misión, no tenemos otra, ganar para Cristo las almas que Cristo ha redimido con su preciosa sangre, y ganarlas a todas, aún las de aquellos que nos parecen perdido para el cielo.
Pues el celo de las almas, dádiva especialísima que Dios misericordiosamente a sus ministros nos ha concedido, más excelente y acepto a los divinos ojos que todos los sacrificios y ofrendas, pues es la flor de la caridad, y nos hace dignos de que por nuestro ministerio los pecadores se conviertan y los hijos de las tinieblas vuelvan a la luz, dote sin par dado por Jesucristo a su esposa la Iglesia para que le engendre muchos hijos; este celo avivémoslo ahora más que nunca y sea él el espíritu y aliento de toda nuestra actividad sacerdotal.
Hemos recibido de Jesucristo una misión igual a la suya, somos continuadores de su obra de salvación del mundo y nos urge la obligación de infundir en esta sociedad, que parece que se hunde, la savia de la verdadera civilización, que es la civilización cristiana, haciendo que el buen olor de Cristo sea el sobrenatural perfume que a todos llegue y todo lo embalsame.
¿Cómo? Realizando en cuanto de nosotros dependa el eterno programa de acción sacerdotal, hacer que las almas, que la sociedad entera sean de Cristo y para Cristo, sobrenaturalizando la vida toda, no solamente por la predicación de la palabra divina y la gracia de los instrumentos de santificación, sino por la luz de nuestra conducta, por la influencia de nuestras relaciones sociales.
Esa sea nuestra aspiración. Delante de nosotros va Jesucristo con su doctrina, con sus mandatos, con sus ejemplos, con sus merecimientos infinitos; a esto vino a la tierra el Hijo de Dios y este fue, desde el primer instante de su vida mortal hasta su último suspiro, el deseo, lo que procuraba con insaciable, ardiente sed, atraer a sí todas las cosas para llevarlas al Padre y hacer suyo al mundo para divinizarlo en el crisol de su amor inmenso y someterlo a su divina influencia. Seamos como Él, sin otra ambición que la suya, busquemos en todo su gloria y seremos tranquilos, pues quien a tan buen Señor sirve, todo lo tiene.
Esto quiere decir que nuestra victoria sobre el mundo no podemos esperarla en la engañadora eficacia de los medios humanos, aún de aquellos de que no debemos prescindir, sino de la fe y que la única poderosa arma en los combates que hemos de librar, la espada que jamás se enmohece ni embota, la llave que nos abre todas las puertas, la vestidura de impenetrable malla que todo lo resiste es la caridad. Y como la caridad es discreta, prudente, sabia con la sabiduría de Dios, ella nos inspirará la forma adecuada de nuestra actuación en medio de las almas, cuya santificación nos ha sido confiada a los sacerdotes de Jesucristo.
No cerremos los ojos a la luz, estudiemos ante el Sagrario las circunstancias que nos rodean, la enfermedad moral predominante en cada feligresía, el ambiente en que viven las almas, hasta los gustos y repugnancias de los hombres para que el acierto corone nuestros esfuerzos. El sacerdote que se hace odioso entre los suyos, bien puede tener por seguro que su trabajo será estéril, cuando no dañoso.
Y termino esta carta de presentación pidiéndoos de nuevo vuestras oraciones y sacrificios y reiterados a todos, venerables sacerdotes, el ofrecimiento de todo cuanto soy, pues por vosotros es de Jesucristo y os abraza y bendice
En la foto, monseñor Rocha, el primero por la derecha, con varios obispos de la Provincia eclesiástica y el Cardenal Segura, en el centro.
El Castellano del jueves 22 de octubre de 1931 publica la circular de monseñor Feliciano Rocha Pizarro.
UNA CIRCULAR DEL SEÑOR VICARIO CAPITULAR
Una salutación al Cabildo y clero de la Archidiócesis
El Boletín Eclesiástico del Arzobispado publica la siguiente “Carta circular de salutación”, dirigida por el excelentísimo señor vicario capitular al Cabildo de la Primada y Clero de la Archidiócesis de Toledo:
“Venerables hermanos:
Elegido por el Excmo. Cabildo Catedral de esta gloriosísima Iglesia Primada para vicario capitular de la archidiócesis de Toledo, han de ser nuestra primeras palabras, y así seguramente lo esperáis, al dirigiros esta circular de salutación y ofrecimiento, un recuerdo de respetuoso cariño a la sagrada persona del Emmo. y Reverendísimo Sr. Cardenal Segura y Sáenz, para todos hasta hace pocos días amantísimo prelado y para nos en particular, mano paternal con que el Señor nos ha conducido desde que le conocimos.
En la carta en que se comunica al Excmo. Cabildo Catedral la renuncia de su Eminencia Reverendísima y la vacante de su sede, se le compara con san Gregorio Nacianceno, santo obispo de Constantinopla que renunció a su sede en aras de la paz y concordia: “solo él, añade el citado documento, tiene el mérito de este acto”, que únicamente por miras altísimas se comprende, y de sus oraciones esperamos la luz y el acierto necesarios para regir durante la vacante esta que fue su grey amada.
Venerables hermanos: Bien pocas frases son precisas para presentarnos a vosotros; nos conocíamos ya, y la alta estima en que os tenemos y el afecto santo que a todos os profesamos nos dispensan de manifestaciones que no podrían deciros otra cosa que lo que ya sabéis.
Una solamente puedo y debo añadir, y es que pidáis al Dios de las misericordias para este humilde prelado, a quien mirareis como hermano mayor vuestro, la discreción y prudencia que el gobierno espiritual de diócesis tan esclarecida como esta reclama.
Dios ha de querer, así confiadamente lo esperamos, que no solamente sea, como de suyo lo es, transitorio, sino breve, el cargo de gobernar que el excelentísimo Cabildo Catedral Primado nos ha transmitido, y nadie por otra parte nos pedirá que nuestra labor sea la de los insignes prelados que tan brillante y marcadas huellas dejaron de su paso en esta Archidiócesis, porque para ello son necesarias las excelsas cualidades que los adornaban; pero es forzoso que el inmenso vacío que produce la falta de tan egregios pastores, espante a quien necesariamente ha de continuar, aunque solo sea por breve tiempo, la obra de aquellos, y justamente sin sus luces, sin su exquisita prudencia y sin su extraordinaria abnegación.
Rogad, pues, al Señor por quien pondrá, sí, su voluntad y todos sus esfuerzos al servicio de Dios y de las almas que temporalmente le están confiadas, pero cierto a la vez que sin la gracia de Dios que por vuestras oraciones confiadamente espera, sería infructuoso su trabajo.
No ha sido nuestro propósito en esta primera ocasión en que nos dirigimos al venerable clero diocesano hacer otra cosa que esto que acabamos de manifestaros; pero la caridad de Cristo nos apremia, y confiados en la bondad con que desde el primer día en que os conocí, me habéis recibido, siento la necesidad de deciros, no como quien manda, sino como quien se expansiona con los que sienten como él: una es nuestra misión, no tenemos otra, ganar para Cristo las almas que Cristo ha redimido con su preciosa sangre, y ganarlas a todas, aún las de aquellos que nos parecen perdido para el cielo.
Pues el celo de las almas, dádiva especialísima que Dios misericordiosamente a sus ministros nos ha concedido, más excelente y acepto a los divinos ojos que todos los sacrificios y ofrendas, pues es la flor de la caridad, y nos hace dignos de que por nuestro ministerio los pecadores se conviertan y los hijos de las tinieblas vuelvan a la luz, dote sin par dado por Jesucristo a su esposa la Iglesia para que le engendre muchos hijos; este celo avivémoslo ahora más que nunca y sea él el espíritu y aliento de toda nuestra actividad sacerdotal.
Hemos recibido de Jesucristo una misión igual a la suya, somos continuadores de su obra de salvación del mundo y nos urge la obligación de infundir en esta sociedad, que parece que se hunde, la savia de la verdadera civilización, que es la civilización cristiana, haciendo que el buen olor de Cristo sea el sobrenatural perfume que a todos llegue y todo lo embalsame.
¿Cómo? Realizando en cuanto de nosotros dependa el eterno programa de acción sacerdotal, hacer que las almas, que la sociedad entera sean de Cristo y para Cristo, sobrenaturalizando la vida toda, no solamente por la predicación de la palabra divina y la gracia de los instrumentos de santificación, sino por la luz de nuestra conducta, por la influencia de nuestras relaciones sociales.
Esa sea nuestra aspiración. Delante de nosotros va Jesucristo con su doctrina, con sus mandatos, con sus ejemplos, con sus merecimientos infinitos; a esto vino a la tierra el Hijo de Dios y este fue, desde el primer instante de su vida mortal hasta su último suspiro, el deseo, lo que procuraba con insaciable, ardiente sed, atraer a sí todas las cosas para llevarlas al Padre y hacer suyo al mundo para divinizarlo en el crisol de su amor inmenso y someterlo a su divina influencia. Seamos como Él, sin otra ambición que la suya, busquemos en todo su gloria y seremos tranquilos, pues quien a tan buen Señor sirve, todo lo tiene.
Esto quiere decir que nuestra victoria sobre el mundo no podemos esperarla en la engañadora eficacia de los medios humanos, aún de aquellos de que no debemos prescindir, sino de la fe y que la única poderosa arma en los combates que hemos de librar, la espada que jamás se enmohece ni embota, la llave que nos abre todas las puertas, la vestidura de impenetrable malla que todo lo resiste es la caridad. Y como la caridad es discreta, prudente, sabia con la sabiduría de Dios, ella nos inspirará la forma adecuada de nuestra actuación en medio de las almas, cuya santificación nos ha sido confiada a los sacerdotes de Jesucristo.
No cerremos los ojos a la luz, estudiemos ante el Sagrario las circunstancias que nos rodean, la enfermedad moral predominante en cada feligresía, el ambiente en que viven las almas, hasta los gustos y repugnancias de los hombres para que el acierto corone nuestros esfuerzos. El sacerdote que se hace odioso entre los suyos, bien puede tener por seguro que su trabajo será estéril, cuando no dañoso.
Y termino esta carta de presentación pidiéndoos de nuevo vuestras oraciones y sacrificios y reiterados a todos, venerables sacerdotes, el ofrecimiento de todo cuanto soy, pues por vosotros es de Jesucristo y os abraza y bendice
FELICIANO, OBISPO DE ARETUSA
Vicario Capitular
Toledo, 9 de octubre de 1931
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