Sábado, 23 de noviembre de 2024

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Desterrado, y preocupado por las vocaciones sacerdotales (2)

por Victor in vínculis

El martes 8 de septiembre de 1931 aparece publicada en El Castellano una Carta de Su Eminencia Reverendísima sobre las vocaciones sacerdotales, escrita en el Santuario de Belloc, el 15 de agosto de 1931. Hoy publicamos una nueva entrega de dicha carta.


 
LA VOCACIÓN SACERDOTAL

Vuestras palabras, hijos muy amados, nos dan margen a algunas observaciones que reputamos podrán ser provechosas no sólo a vosotros, sino a vuestras piadosas familias.

Es la primera y fundamental la que se refiere al concepto que nos debe merecer a todos los hijos de la Iglesia la vocación sacerdotal.

Desgraciadamente en estos tiempos del más brutal y grosero materialismo, es frecuentísimo contemplar las cosas más altas y sublimes de la vida a través del prisma del rendimiento económico, norma suprema que regula la actividad de una buena parte del género humano.

Este criterio naturalista, más o menos disimulado, impera en la formación de nuestras juventudes y llega a proclamarse públicamente sin el menor recelo ni pudor, como finalidad ideal de las aspiraciones de la sociedad.

No es, pues, extraño que por ignorancia o por malicia, se haya tratado de aplicar aún al mismo ministerio sacerdotal.

Recientemente en su carta encíclica Non abbiamo, de 29 de junio del presente año, condenaba Su Santidad Pío XI con las palabras más enérgicas el concepto de “funcionarios del Estado” tan equívocamente atribuido al Episcopado.

Ni los obispos, ni los sacerdotes somos unos empleados del poder público, por el mero hecho de que la Iglesia benignamente haya concedido a los supremos gobernantes, en virtud de los Concordatos o por privilegios especiales, algunas atribuciones respecto a la presentación para la provisión de cargos eclesiásticos; ni somos funcionarios del Estado, porque de los presupuestos generales de la nación, por título de justicia y en calidad de restitución por los bienes eclesiásticos amortizados, se adjudica una parte al sostenimiento del culto y clero.

Aunque nuestro sagrado ministerio redunda en beneficio incalculable de la sociedad civil, no estamos los obispos y los sacerdotes para servir al Estado en sus propias funciones, sino que, emancipados por nuestra vocación y nuestro estado de este servicio, somos “ministros de Jesucristo y dispensadores de los ministerios de Dios” (1Co 4, 1 ss.).

Por encumbrados, por dignos y nobles que puedan reputarse los más elevados cargos del Estado, supéralos a todos en dignidad y en valor nuestro sagrado ministerio, que tiene por fin no la vida temporal, sino la vida eterna; que procura no los bienes deleznables de este mundo, sino los intereses sobrenaturales de la gracia; que recibe por galardón y recompensa no vanos honores que se desvanecen o riquezas perecederas, sino “la corona inmarcesible de gloria”, que nos promete el príncipe de los apóstoles (1Pe 5, 4), “la corona de justicia que nos está reservada”, y que, como el apóstol san Pablo (2Tim 4, 8) “nos dará el justo Juez en el día último”.

Dignos, pues, de toda alabanza sois los padres de familia, que lejos de poner obstáculos a la vocación sacerdotal de vuestros hijos en estos calamitosos tiempos, en los que se ha declarado guerra implacable al sacerdocio, os consideráis dichosos y honradísimos con la merced que el Señor os otorga al llamar a vuestros hijos a tan excelsa dignidad, no igualada por ninguna de las grandezas de la tierra.
 
Es, según expresión del apóstol de las gentes, el sacerdote “entresacado de los hombres, y puesto para beneficio de los hombres en lo que mira al culto de Dios a fin de que ofrezca dones y sacrificios por los pecados”.

¡Cuánto realce de la persecución anti-religiosa a esta actualidad de mediador entre Dios y los hombres que tiene el sacerdote!

Mientras más se obstinan los hombres, cegados por la impiedad, en apartarse de Dios, tanto más grande aparece el sacerdote, ofreciendo en el altar la víctima santa por los pecados del pueblo.

Cuando, sobreexcitados los egoísmos por las pasiones desenfrenadas, más resuenan por doquier voces de odios y alaridos de luchas enconadas, tanto más celestial aparece la voz del sacerdote cumpliendo cerca de la muchedumbre “la legación de Cristo” (1Co 5, 2), que sigue repitiendo por labios de sus ministros aquel su divino mandato: “Amaos los unos a los otros” (Jn 13, 34).

¿Quién podrá llegar nunca a conocer en esta vida la eficacia de la acción sacerdotal?

¡Cuántas heridas restañadas, cuántas lágrimas enjugadas, cuántas almas santificadas y salvadas!

¡Qué lejos están de la verdad los que tienen al sacerdote por un sórdido explotador de las debilidades y miserias humanas!

“El sacerdote ha de saber, dice el apóstol, sobrellevar y condolerse de aquellos que ignoran y yerran” (Hb 5, 1-6).

Como escribía su Santidad el papa León XIII (bajo estas líneas) en su carta encíclica de 19 de marzo de 1902, publicada con motivo de las fiestas jubilares de su elevación al supremo pontificado, los sacerdotes “están en contacto inmediato con el pueblo, conocen perfectamente sus necesidades, sus aspiraciones, sus sufrimientos, al mismo tiempo que los lazos y las seducciones que le cercan”.



“Sí, llenos del espíritu de Jesucristo y manteniéndose en un orden superior a las pasiones políticas, obran en conformidad con las orientaciones de los obispos, harán con la bendición de Dios verdaderos prodigios. Con su palabra ilustrarán la mente de las muchedumbres, por la suavidad de su trato ganarán sus corazones, y acudiendo con caridad a los que padecen, les ayudarán a mejorar poco a poco su triste situación”.

No es mucho que los sacerdotes en todos los tiempos, aún en los más adversos, consigan con su ministerio sagrado frutos tan maravillosos que transforman la faz de los pueblos, cuando tienen en su mano poderes tan sobrehumanos.

Dispensadores nos llama el apóstol de los misterios de Dios, no solo porque anunciamos al mundo la doctrina que Jesucristo nos trajo del cielo, sino porque distribuimos a manos llenas los tesoros de la gracia, que son verdaderos misterios de la divina misericordia.

¡Qué consoladoras son las frases de vuestras cartas, en las que reveláis, hijos muy amados, que estáis poseídos de la sublimidad de vuestra vocación celestial al sacerdocio, y que sabéis estimar el valor del don que de Dios habéis recibido!
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