"Se apoderarán de vosotros y os perseguirán"
El lunes 29 de junio de 1931, día de la onomástica del Primado de España, El Castellano, en la tercera página, publica Un relato interesante. Con este sugestivo título recoge el siguiente testimonio:
He visto al Cardenal Primado en su destierro. Los católicos saben lo que esto significa.
Expulsado injustamente de la patria, cuando acabo de besar en tierra extraña sus manos, quisiera comunicar al lector que lo necesite, para confortación del ánimo e interna alegría del corazón, lo más íntimo de mis impresiones, lo que recojo de testigos presenciales de su detención y de su viaje de doce largas horas, en plena noche, enfermo, hacia el destierro.
He visto al apóstol perseguido. Como contra Jesús, contra Pedro y contra Pablo, los que tienen la misión de hacer justicia en la tierra, han concentrado sus ataques contra él. Faltábale la aureola de la persecución, verdadera contraseña del apostolado, la característica con que Cristo distingue sus predilecciones.
Su salud se ha quebrantado, ciertamente. Obligado a salir en condiciones críticas, en momentos de agudización de su crónica enfermedad, ha padecido dolores físicos y sufrimientos sin cuento. Y la naturaleza cede, querámoslo o no, porque no depende de nosotros.
Su espíritu, en cambio, permanece sereno, inalterable. Ni un solo momento ha perdido la paz. Los insultos, los vejámenes, toda la furia contra él desatada, no han llegado a alterar la paz de su alma.
Se advierte el temple de su espíritu apostólico a través de su sonrisa que hoy, como ayer, asoma a sus labios. Su sonrisa, la de antes, la de ahora, la de siempre, reflejo de su virtud, de su caridad, de la vida interior que mantiene serena su alma ante las más duras pruebas.
Monseñor Segura y Sáenz en 1922, dirigiéndose de las Batuecas a la Alberca.
No asoma a sus labios la queja. La calumnia, no le alcanza. Las amenazas de los que, a lo sumo, pueden privarle de la vida, de esta vida terrena, despreciable, se estrellan contra la fortaleza de su espíritu.
Ante el cumplimiento del deber, de su sagrado deber, el Cardenal no sabe de sacrificios.
Y su virtud heroica, su santidad, se impone. Contra el odio que le persigue, por donde quiera que pasa va sembrando el bien. Vence al mal a fuerza de hacer el bien. Deja una estela de luz y de verdad, de amor y de sacrificio que gana los más duros corazones.
Díganlo sus guardianes. Su deber -penoso en hombres honrados, muy duro a veces- él les ha ayudado a cumplirlo. Órdenes severas, ponen a los honrados guardianes en un duro aprieto. Lo delatan sus semblantes cuando se acercan al coche para efectuar su detención, al sorprenderle en el ejercicio de su ministerio pastoral.
La sonrisa dulce, la sonrisa de siempre, la imperturbable del Primado les acoge. No hay desobediencia, no. “Pasen, suban al coche -les dice-, ustedes cumplen con su deber. La tormenta va muy por encima de ustedes. No les alcanza una sola gota”.
Y aquellos hombres -que tal vez estuvieron a sus órdenes, meses antes, durante su anterior visita pastoral- comienzan a sentir en sus almas la influencia bienhechora de la caridad, de aquella caridad de la que Cristo usaba para con sus propios enemigos.
En la sala común de la Comisaria de Vigilancia de Guadalajara, adonde el Cardenal es conducido como un vulgar malhechor, la pareja guarda al peligroso detenido. La incomunicación es rigurosa. Ni se le concede el consuelo de comunicarse, por teléfono, con su anciana madre.
De pronto el Cardenal -siguiendo una habitual costumbre suya- se pone de rodillas y permanece inmóvil, sumido en oración, durante más de una hora. Las lágrimas asoman a los ojos de sus guardianes. Lloran de dolor y de vergüenza. Cumplen, quizás, con el más penoso deber de su vida.
La mansedumbre evangélica, la dulzura de Cristo, eternamente subyugadora de la violencia, aquella que convertía en las cárceles a los cancerberos de Pablo, se manifiesta de nuevo en la persona de nuestro Primado... ¿Qué “indeseable” es éste que no tiene sino magnánima serenidad y silencio, bendiciones y sonrisas para los que le persiguen?
La impresión es profunda. La misma que se produce luego en la celda de los Paules. Sus guardianes le ven en oración, otra vez, largo tiempo. Ora serenamente. Está pálido porque sufre agudos dolores en el cuerpo, pero sereno, porque sufre por Cristo y a imitación de Cristo.
¿Por qué se guarda a un hombre así con el fusil en la mano y la bayoneta calada?...
¿Es este el hombre adusto, acometedor, indeseable, peligroso, que han pintado los que le odian –los que reemplazan hoy a aquellos que odiaban a Cristo- y creen los que solo le conocen a través de lo que propalan los que en él odian a la Iglesia de Dios?
Y así, uno tras otro, el espectáculo sublime va ganando corazones. Los de la guardia que no saben por qué están allí; el del médico oficial que ha de verle recogido, sin desplegar sus labios, sufrir los vivos dolores hepáticos, doce horas, en el coche que le conduce a la frontera, y aún recibe una delicada explicación de este silencio. Los de cuantos se van acercando… los corazones mismos de los grupos –preparados o espontáneos- que a la salida gritan: -¡Muera el Cardenal!, y enmudecen de golpe, al contemplar su mirada serena y al recibir su paternal bendición…
“Seréis aborrecidos por causa de mi nombre… Os maldecirán y vosotros bendeciréis…”. ¡Qué bien se cumplen aquí las predicciones del Evangelio!
Como aquel otro día, señalado para mí, en el que ante Dios y los hombres contraje el más solemne compromiso de mi vida que el Cielo -por su mediación- bendijo, hace unas horas, en la gruta de Massabielle he recibido de su mano, en mi corazón, el Pan de los fuertes. Y así me siento fuerte, asistido de mi pequeñez, y capaz de grandes obras, no con la capacidad mía propia, que nada vale, sino con la del Apóstol, que exclamaba: “Omnia possum in Eo qui me confortat!”.
Y porque estas cosas no se saben y deben saberse, para que todos las sepan, creo que a mí me toca escribirlas, imitando en mi posible serenidad la del Primado, aunque toda mi sangre se exalta violenta, irritada, al recordarlas, cuando hace pocas horas todavía me he despedido del varón santo arrojado de la patria por el delito horrendo de cumplir con su deber.
He visto al Cardenal Primado en su destierro. Los católicos saben lo que esto significa.
Expulsado injustamente de la patria, cuando acabo de besar en tierra extraña sus manos, quisiera comunicar al lector que lo necesite, para confortación del ánimo e interna alegría del corazón, lo más íntimo de mis impresiones, lo que recojo de testigos presenciales de su detención y de su viaje de doce largas horas, en plena noche, enfermo, hacia el destierro.
He visto al apóstol perseguido. Como contra Jesús, contra Pedro y contra Pablo, los que tienen la misión de hacer justicia en la tierra, han concentrado sus ataques contra él. Faltábale la aureola de la persecución, verdadera contraseña del apostolado, la característica con que Cristo distingue sus predilecciones.
Su salud se ha quebrantado, ciertamente. Obligado a salir en condiciones críticas, en momentos de agudización de su crónica enfermedad, ha padecido dolores físicos y sufrimientos sin cuento. Y la naturaleza cede, querámoslo o no, porque no depende de nosotros.
Su espíritu, en cambio, permanece sereno, inalterable. Ni un solo momento ha perdido la paz. Los insultos, los vejámenes, toda la furia contra él desatada, no han llegado a alterar la paz de su alma.
Se advierte el temple de su espíritu apostólico a través de su sonrisa que hoy, como ayer, asoma a sus labios. Su sonrisa, la de antes, la de ahora, la de siempre, reflejo de su virtud, de su caridad, de la vida interior que mantiene serena su alma ante las más duras pruebas.
Monseñor Segura y Sáenz en 1922, dirigiéndose de las Batuecas a la Alberca.
No asoma a sus labios la queja. La calumnia, no le alcanza. Las amenazas de los que, a lo sumo, pueden privarle de la vida, de esta vida terrena, despreciable, se estrellan contra la fortaleza de su espíritu.
Ante el cumplimiento del deber, de su sagrado deber, el Cardenal no sabe de sacrificios.
Y su virtud heroica, su santidad, se impone. Contra el odio que le persigue, por donde quiera que pasa va sembrando el bien. Vence al mal a fuerza de hacer el bien. Deja una estela de luz y de verdad, de amor y de sacrificio que gana los más duros corazones.
Díganlo sus guardianes. Su deber -penoso en hombres honrados, muy duro a veces- él les ha ayudado a cumplirlo. Órdenes severas, ponen a los honrados guardianes en un duro aprieto. Lo delatan sus semblantes cuando se acercan al coche para efectuar su detención, al sorprenderle en el ejercicio de su ministerio pastoral.
La sonrisa dulce, la sonrisa de siempre, la imperturbable del Primado les acoge. No hay desobediencia, no. “Pasen, suban al coche -les dice-, ustedes cumplen con su deber. La tormenta va muy por encima de ustedes. No les alcanza una sola gota”.
Y aquellos hombres -que tal vez estuvieron a sus órdenes, meses antes, durante su anterior visita pastoral- comienzan a sentir en sus almas la influencia bienhechora de la caridad, de aquella caridad de la que Cristo usaba para con sus propios enemigos.
En la sala común de la Comisaria de Vigilancia de Guadalajara, adonde el Cardenal es conducido como un vulgar malhechor, la pareja guarda al peligroso detenido. La incomunicación es rigurosa. Ni se le concede el consuelo de comunicarse, por teléfono, con su anciana madre.
De pronto el Cardenal -siguiendo una habitual costumbre suya- se pone de rodillas y permanece inmóvil, sumido en oración, durante más de una hora. Las lágrimas asoman a los ojos de sus guardianes. Lloran de dolor y de vergüenza. Cumplen, quizás, con el más penoso deber de su vida.
La mansedumbre evangélica, la dulzura de Cristo, eternamente subyugadora de la violencia, aquella que convertía en las cárceles a los cancerberos de Pablo, se manifiesta de nuevo en la persona de nuestro Primado... ¿Qué “indeseable” es éste que no tiene sino magnánima serenidad y silencio, bendiciones y sonrisas para los que le persiguen?
La impresión es profunda. La misma que se produce luego en la celda de los Paules. Sus guardianes le ven en oración, otra vez, largo tiempo. Ora serenamente. Está pálido porque sufre agudos dolores en el cuerpo, pero sereno, porque sufre por Cristo y a imitación de Cristo.
¿Por qué se guarda a un hombre así con el fusil en la mano y la bayoneta calada?...
¿Es este el hombre adusto, acometedor, indeseable, peligroso, que han pintado los que le odian –los que reemplazan hoy a aquellos que odiaban a Cristo- y creen los que solo le conocen a través de lo que propalan los que en él odian a la Iglesia de Dios?
Y así, uno tras otro, el espectáculo sublime va ganando corazones. Los de la guardia que no saben por qué están allí; el del médico oficial que ha de verle recogido, sin desplegar sus labios, sufrir los vivos dolores hepáticos, doce horas, en el coche que le conduce a la frontera, y aún recibe una delicada explicación de este silencio. Los de cuantos se van acercando… los corazones mismos de los grupos –preparados o espontáneos- que a la salida gritan: -¡Muera el Cardenal!, y enmudecen de golpe, al contemplar su mirada serena y al recibir su paternal bendición…
“Seréis aborrecidos por causa de mi nombre… Os maldecirán y vosotros bendeciréis…”. ¡Qué bien se cumplen aquí las predicciones del Evangelio!
Como aquel otro día, señalado para mí, en el que ante Dios y los hombres contraje el más solemne compromiso de mi vida que el Cielo -por su mediación- bendijo, hace unas horas, en la gruta de Massabielle he recibido de su mano, en mi corazón, el Pan de los fuertes. Y así me siento fuerte, asistido de mi pequeñez, y capaz de grandes obras, no con la capacidad mía propia, que nada vale, sino con la del Apóstol, que exclamaba: “Omnia possum in Eo qui me confortat!”.
Y porque estas cosas no se saben y deben saberse, para que todos las sepan, creo que a mí me toca escribirlas, imitando en mi posible serenidad la del Primado, aunque toda mi sangre se exalta violenta, irritada, al recordarlas, cuando hace pocas horas todavía me he despedido del varón santo arrojado de la patria por el delito horrendo de cumplir con su deber.
Deben saberse, porque si los que no lo conocen- es el caso de los que se vuelven contra Cristo porque lo ignoran- le conocieran, todos a una, sin más excepciones que la minoría que a sí misma se miente al juzgarle, se levantarían pidiendo, exigiendo, la inmediata reparación de la injusticias.
A. (de La Gaceta del Norte)
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